Hemos escuchado la confesión de Pérez Oramas sobre sus creadores venezolanos predilectos (Reverón, Gego, Bárbaro Rivas) y comentado cómo el viaje a Francia y sus estudios estimularán en el joven escritor una ansiosa vinculación con lo que ya se popularizaba como globalización. Pero no encuentro términos para caracterizar la subterránea, arcaica y recientísima forma de enamoramiento que arrastrará al joven autor hacia una absoluta comunión con la obra del pintor, con el pintor y su obra.

Comienzo por recordar que, según nuestro crítico, la obra del artista nunca derivó de un proyecto, sino que, haciéndola, se convirtió en un efecto, resultado de la «imponderable inteligencia plástica» de la gestualidad reveroniana o de su «potencia sobreperceptiva». Lo cual es destacar un hacer de singulares características: «De ello se infiere que el hombre vivió en la certeza pragmática, en el ejercicio ininterrumpido —salvo cuando la enfermedad lo aniquilaba— de una inteligencia como hacer, de una sabiduría del arte como conocimiento incisivo del mundo y de su materialidad, interviniendo para transformar en acto las potencias estéticas de la materia, del arte hasta su casi nada, en el orden de la instalación objetal […]».

Y, como ha sido reconocido, con su trabajo, Reverón convierte la materia en luz. Los periodos cromáticos señalados por Boulton giran alrededor de esta matriz, no hay duda. Sin embargo, (aunque después parecería oponerse, matizarse a sí mismo) Pérez Oramas encuentra en la elección del artista mucho más: «Reverón deja atrás la socialidad mundana de los suyos para convertirse, justamente, a la luz»; solo así puede descubrir «que la luz absoluta conlleva la desaparición de lo visible» y lograr la ilimitación de la pintura: «un paisajismo implícitamente abstracto»: despojamiento que conduce al «fin de la representación». O a ese «estadio crítico de la representación», tras cuyo «agotamiento sublime de la visibilidad, subsiste una materia visible, un cuerpo resistente, una objetalidad».

No recuerdo que otro estudioso de Reverón se haya detenido en su aplicación u obtención atmosférica de los grises. Aparte de las ya mencionadas etapas cromáticas, se abunda en el elogio de los blancos y sepias. Pérez Oramas recorre los grises con cierta frecuencia y, aparte de su carácter concreto, anuda a ellos interesantes sentidos. Por ejemplo, para sintetizar, cuando considera los grises de Reverón como «de una melancolía absorta, de una mirada absorta, absorbida y obnubilada, llena de sí».

Modulación cromática que nos conduce a otra inesperada percepción. La inicia su autor indicando que sobre la modernidad de figuras, ahora extenuadas, similares a las majas goyescas, a los autorretratos velazqueños, persisten las «sombras de cierta historia del arte». La apoya en la decisión vital del pintor al instalarse para siempre en «su castillo de sombras»: sorprendente paradoja para el hogar de la luz caribe. «¿Por qué Reverón, que fue como Tiziano el pintor de una luz que da vida, conduce su pintura, como Tiziano, hacia las sombras?» Quizá, se responde Luis, porque quería «mostrar que en pintura la luz sólo es posible a contraluz» o porque «Reverón es la mejor encarnación americana de una obra de luces aparentes […]», de «una obra de sombras que difieren la luz o que la significan y la muestran en su diferimiento». Y también y fundamentalmente, podríamos añadir, por otra razón que comentaremos pronto.

No menos asombrosa es la otra contemporaneidad descrita por Pérez Oramas, a la cual podemos concebir, en un grado, como una coincidencia vital y, en otro, como una corrección del futuro. Así, nos invita a sentir en la obra reveroniana la circulación de acentos de Nicolás Poussin y Pierre Bonnard, de Malevich y Matisse, de Courbet, Marino Marini, Giacometti, Morandi, Balthus, De Pisis, Carrá, Capogrossi y Picasso.

Y a reconocer (o a dudar) acerca de si una imagen pintada por Reverón no parece firmada por creadores que, entonces, en 1950, iban a ser los hacedores del futuro pictórico: Jackson Pollock, Richard Diebenkorn, Willem de Kooning, Rivers, Robert Ryman, Cy Twombly.

Por lo tanto, no sólo extremar la sensorialidad impresionista o dejar atrás sus preceptos sino adelantarse a realizar una «pintura de acción», que lo hace bordear un «protominimalismo» y sugerir marcas informalistas así como practicar para él solo, o ante y con sus visitantes, ejercitaciones arquitectónicas, que abonan la inmediatez de la «instalación»: no sólo esto, sino vertientes que aún reposan en el futuro, que palpitan en la obra imprevisible (y ya conocida) de Reverón y en la «historia» que la visualidad nos reserva, parece sugerir Pérez Oramas.

Y al notar todo esto ya estamos en la escena singular de sus objetos. Que también han atraído la atención de varios estudiosos.

En 1979 la Galería de Arte Nacional me solicitó escribir un ensayo sobre ellos, ya que, al reunirlos en su colección, pude frecuentarlos con raras emociones. Entonces y ahora, al quedarme solo con esas piezas, involuntariamente recorro una gama de sensaciones: curiosidad, admiración, compasión, asco, envidia, temor. ¿Qué me dicen? Nunca he podido saberlo. Pero lo constante ha sido advertir la energía de su existencia. Son.

Entre junio y septiembre de aquel año redacté el trabajo que titulé Análogo, simultáneo, en homenaje a otro autor amado, René Daumal, cuya montaña posible me hizo comprender de cierto modo el castillete, las cosas, las muñecas de Reverón. La hipótesis de esas líneas, hipótesis cierta para mí, es que los seres comunes debemos conformarnos y gozar con nuestra vida diaria. Al artista —cualquiera que sea— le es dado el talento, la inventiva, el ardor para dibujar o crear sus cuadros: produce un universo. Pero creo que únicamente un genio como Reverón necesitó sustituir estos dos niveles del mundo por un tercero: creando una realidad paralela y simultánea, donde vivir. Castillete, objetos, animales ficticios, teléfono, piano, mujeres. Un mundo tercero (o primigenio, desde otro punto de vista) y análogo que concede ininterrumpidamente la felicidad, el juego, la articulación deliberada del arte. Si antes hemos presentido el desconcierto de Platón, ahora lo confirmaríamos.

Pero esto que en la vital e iluminadora interpretación de Pérez Oramas equivaldría a aceptar un rasgo mayor en el rango creador de Reverón, en su borgeana condición de precursor. Pareció.

Los objetos, para Pérez Oramas, adquieren esta significación: «Esqueletos de alambre, pajareras, abanicos de hojalata y plumas, maniquíes de una acedia tropical: hay en estos objetos una radical opción de sentido, una forma espontánea de definir el arte en su propia esquematicidad lúdica e incesantemente reformulable. El movimiento de la obra reveroniana es coherente, desde la epifanía del soporte hasta esta manifestación del arte como objeto».

En párrafos que perturban, Pérez Oramas habla de cómo Reverón sustituye los modelos vivientes por muñecas de trapo en sus cuadros. «Doble signo de la infimidad del arte», aduce, porque ese «artificio de pobreza extrema permite entonces a la pintura la operación de su reversión autorreflexiva: el arte se refiere al arte».

Llevadas al cuadro, el crítico comprende así las figuras de esos muñecos: «Las imágenes arcádicas que han nutrido el cuerpo del arte moderno contienen, pues, de forma sistemática, algunos elementos comunes: todas evocan una escena de origen, todas representan —paradoja de un arte instalado en plena crisis histórica de la representación— un mito originario; todas interpelan al espectador de la pintura hasta el punto de ser, como en Las señoritas de Aviñón, a la vez escena sexual de origen y escenografía íntegramente habitada por figuras pictóricas cuya función consiste en mirar fijamente al espectador y hacer, como lo sugería Alberti en su célebre Tratado, señas para indicar lo que allí sucede, lo que ellos, personajes omniscientes, sabían desde siempre. La mirada de estos personajes suele, pues, ser inexpresiva: ninguna sorpresa puede acompañarla porque se trata de un saber sin fondo y sin medida. Desde Manet, como lo ha sugerido Bataille, la escena pictórica moderna se confunde con una mirada indiferente, con un rostro impávido, congelado, neutro, apático. La pintura, deshaciéndose o simplemente haciéndose plana, reduciéndose al estatuto de una pura escritura sobre el lienzo, desde su superficie, desde su superficie apática confronta sus propias figuras con la presencia virtual de un espectador hipnotizado».

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