Las breves e insuficientes ramificaciones que voy a realizar ahora, intentando apenas seguir el pensamiento de nuestro crítico y teórico, imitarán el mismo camino (u orden) que pudiera haber hecho brotar su estro, cuando se expresa en poesía. Me refiero a destacar esa intuición —más clara y explícita en sus ensayos— que le permitió ir reconociendo cómo el más reciente verso puede tener ecos milenarios, cómo una posición estética de hoy y la conciencia de ella casi siempre esconden resonancias remotas.
Dentro de los adictos al mirar furtivo, Pérez Oramas no olvida a los griegos del preclásico que intentando indicar lo irrepresentable (abstracto) utilizaban para ello la expresión xoanon y cómo en el siglo i de nuestro tiempo Plinio el Viejo se adelantaba a atender pequeños hechos que, plásticamente, asombraban entonces y fascinan hoy. Citemos entonces estas líneas suyas para iniciar un plano de percepciones acerca de nuestro poeta y crítico: «El clasicismo francés inventó la noción de modernidad y, oponiéndola a la noción de Antigüedad le confirió una envergadura casi metafísica. De allí surge una idea de la historia como acumulación y apropiación “trascendental” del pasado que va a nutrir, por vías arcanas, algunas de las invenciones de la modernidad, por ejemplo y sobre todo, a la ideología revolucionaria que hace del cambio el motivo universal de la historia, y al esquema hegeliano de una trascendentalización espiritual del arte que va a servir para legitimar, como forma superior de la estética, todas las opciones del arte abstracto y no objetivo en nuestro siglo. La idea, pues, de vanguardia estética participa de esa parafernalia historicista que hoy, junto a los grandes imperios de acero, se desmorona ante nuestros ojos».
Modernidad que atraviesa siglos (Neoclasicismo, Romanticismo, positivismo, impresionismo, existencialismo, abstraccionismo, vanguardias, nacionalismos, etcétera; historia, estética…) hasta desembocar en la «pretensión postmodernista»: razones que «no impiden el resplandor de las obras», puesto que, en verdad, las obras «van a enriquecerse de otras percepciones y de otros modos de recepción, transfigurándose en una suerte de metamorfosis hermenéutica que viene a ser, en el fondo, la vida misma del arte».
Y con esto podríamos colocarnos en el centro fulgurante del método y la acción perceptiva (psíquica, analítica, crítica) del autor. En su divergencia sobre Steiner y la crisis del sentido, nos dirá: «La experiencia estética, como la experiencia moral, no es una experiencia de ideas sino de actos». No debemos ver una obra como si ella tuviera fijo su significado, como hace la historia del arte; hay que atender a su materialidad total, a su constitución visual, tan ajena a la «inteligibilidad verbal» con que perciben los estudiosos. Es decir: hay que abandonar la interpretación filosófica y adoptar la actitud de quien está ante documentos antropológicos o ante un diccionario de las significaciones icónicas. «Así, para nosotros —afirma Pérez Oramas— el sentido de la abnegación estética —y de su fruición insustituible— puede resumirse, al contrario de lo que propone Steiner, en ver (y leer) como si lo que vemos no tuviera significado».
Con todo ello, sin embargo, nuestro autor no pretende imponer que nada puede decirse sobre el arte, sino, como apuntáramos antes, practicar la «frecuentación ingenua» (Merleau-Ponty). Motivo por el cual Pérez Oramas revisó los textos de Mirar furtivo, casi los reescribió, para «subrayar a través de la reflexión que vibra en la escritura algún problema subyacente, y resistente, a las manifestaciones de arte que intentaba comentar. Creo ser fiel con ello a un principio regulador de mi propia aproximación a las artes visuales, según el cual ningún médium artístico se agotaría a sí mismo y ninguna obra poseería en ella la clave de su propia conclusión. […] La unidad de la obra de arte visual sería pues una unidad relacional, incapaz de satisfacerse de su propia inmanencia».
Flexibilidad vital del espectador, del crítico; transfiguración incesante de lo percibido. Porque para él, la actualidad de las obras es diferente de la fascinación que pueden ejercer o haber ejercido: «Nada nos permite afirmar que una vez que la obra ha cesado de producir una cierta fascinación colectiva haya cesado con ello de producir todo tipo de efecto. Creer que el tiempo de una obra es equivalente al tiempo de su fascinación, constituir así una estética desechable, y creer que el tiempo de nuestra asimilación estética es idéntico al tiempo tecnificado de la asimilación informática, insistir en ese determinismo entre información y estética supone caer en las redes de una nueva falacia ideológica». Aceptación así de que las obras de arte en su materialidad, permanecen idénticas y cambiantes, a medida que también sus espectadores se transformen: lo cual es una manera audaz de aceptar que antes en el templo o en el palacio y hoy en salas, prensa o pantallas, cada pieza se desafía y desafía al tiempo y a nosotros. «Problema, en fin, del pensamiento porque la obra plástica ya lo es sin ser verbo o voz».
Frase que acerca, en el libro de Pérez Oramas, al Wittgenstein que nos condenaría «a la indecibilidad de todo aquello que concerniera a la estética, la moral o lo absoluto metafísico», pero que en nuestro autor todo ello sirve para establecer las bases de un «relativismo estructural» a partir del cual, al contrario, el discurso construye sus posibilidades.
Porque (de nuevo Merleau-Ponty aludido por Pérez Oramas) ninguna pintura es capaz de concluir la pintura. O, como cierra en su capítulo sobre el pintor español: «Velázquez llegaba a demostrar que un cuadro no termina jamás en sus bordes. Que un cuadro es también todos los abismos interpretativos de su recepción, de su manipulación como objeto teórico, de su permanente e incesante lectura».
De manera natural, Pérez Oramas dedica varios capítulos del libro a la arquitectura «arte superior», puesto que, en el taller del creador, en nuestras casas, en galerías y museos, las obras están siempre rodeadas por un espacio donde puedan desplegarse. Y éste va desde el rango de lo desapercibido hasta el de lo luciente, exigente o vociferente. Lo cual quizá se deba a que la arquitectura actúa bajo «la exigencia orgánica de mantener un estado potencial de atención —y de interiorización— permanentemente enfocada sobre el problema de la relación y del uso. Un arquitecto no puede —al contrario de un poeta o de un pintor— olvidarse de los habitantes».
Como no puedo extenderme tanto en las variaciones de mi passaglia verbal, indicaré ahora dos de las concepciones más atractivas en el libro: la diferenciación entre minimalismo, arte conceptual, instalación, hecha con acordes de Wittgenstein; y el desarrollo como sustrato de diversos capítulos, acerca del «binomio diferencia/indiferencia para reinterpretar la historia del arte (y quizá también para abrirle un camino más allá de sus versiones románticas e historicistas)». Ese binomio puede ser seguido por el lector ardiente en los capítulos El Guernica olvidado, El curador invisible, Velázquez, Reverón en Madrid.
No quiero alejarme de sus páginas, sin destacar las veladas —y a veces no tanto— similitudes de imagen, textura y resplandor que Pérez Oramas sugiere entre las obras de Goya, Milton Avery, y más secretamente, de Pierre Bonnard, Matisse y Picasso (por sorprendentes canales) con el gran Armando Reverón.
No menos sorprendente es el trabajo crítico América latina, 1911-1968, por las revelaciones que establece acerca del vínculo visual habido entre el arte de Norteamérica y Suramérica. Allí nos dice: «[…] hasta los años cuarenta, el arte de Latinoamérica posee una masiva analogía con el arte norteamericano. Formas similares de arte popular, de cierto naturalismo indigenista y similares asimilaciones de las vanguardias europeas se producen en ambos extremos del continente». Invita, por ejemplo, a cotejar «una especie de muralismo norteamericano, una suerte de realismo socialista capitalista» con el «muralismo mexicano y la pintura real social de Iberoamérica».
Para concluir este recorrido, debemos recordar que Luis Pérez Oramas es un poeta siempre (una mancha de Twombly en sus versos). Y que la indiferencia de sus actitudes críticas opera bajo el tramado de una aguda percepción. Así que, aparte de las distancias cronológicas, profesionales y geográficas, nada nos cuesta hallarlo, no tan recóndito, en su comentario sobre Wittgenstein: «De suerte que podemos imaginarlo en un centro de confluencias contradictorias entre el pensamiento económico social, el pensamiento lógico positivista y los orígenes de la semiótica formalista moderna».
En 1998 publica La cocina de Jurassic Park y otros ensayos visuales, donde el pensamiento sobre lo visual de Pérez Oramas alcanza una de sus cumbres. El título es bifronte: un enlace con lo pop del cine y la remota raíz clásica (tal como en el verso de Enrique Planchart, alguien cree ver en las aguas de nuestro mar Caribe las sirenas de Homero o de Virgilio).