En 1927, diez años antes de su caída en la esquizofrenia, el vanguardista ecuatoriano Pablo Palacio escribió el relato «La doble y única mujer». Su protagonista —¿tiene sentido nombrarla en singular?— es una mujer bicéfala, con «cuatro brazos, cuatro senos, cuatro piernas». Su mal es físico, pero se traduce en una extrañeza que no puede ser sino mental (la mujer tiene dos cerebros). Su lenguaje es como el de cualquiera, siempre que lo use para hablar del mundo exterior, pero la forma de su cuerpo y su doble consciencia se reflejan en su gramática, cuando quiere hablar sobre ella misma.
«Mi espalda, mi atrás, es mi pecho de ella», dice, por ejemplo.
O dice: «Mi vientre está contrapuesto a mi vientre de ella».
Parecen malabares lingüísticos o raptos de humor, pero esconden otra cosa, una quebrazón de su conciencia y otra fuerza, opuesta: su afán de preservarse como unidad. Cultiva dos métodos para pensar en sí misma como un solo ser humano: la esperanza espiritual y el lenguaje ordenado. El primero consiste en abrigar la ilusión de tener, en el fondo, «una sola alma». El segundo es construir ese raro lenguaje suyo, adecuado a su cuerpo pero también a la esquizofrenia que su cuerpo le impone.
En otras palabras, para alcanzar la ecuanimidad dentro de su duplicación, acuña una gramática igualmente duplicada. Si su lenguaje refleja lo que ella es, su lenguaje funciona y ella está a salvo de la locura. No engendra un lenguaje que anula la diferencia, sino uno que le da estructura, porque repite su estructura:
«Mi pecho de ella». «Mi vientre de ella».
Si el lenguaje tiene la forma del mundo, del mundo que es su cuerpo, entonces —diría Steiner, se burlaría Foucault— es la lengua perfecta.
La locura (o la lengua de la locura o la locura de nuestra lengua), vista así, puede radicar en dos cosas. Una es darnos cuenta de que existe un mundo torcido que nuestra lengua normal no puede describir. La otra es darnos cuenta de que nuestro lenguaje está torcido y es incapaz de hablar sobre el mundo normal. En ambos caso, hay un exceso: o un lenguaje más grande que el mundo, o un mundo desbordado, más grande que el lenguaje, y que nos fuerza a estirar nuestro lenguaje, para ver si lo hacemos capaz de capturar ese mundo.
Esto último es lo que Maurice Blanchot llamó «la locura por excelencia» (él la vio en Hölderlin). Yo quiero hablar de otra posible relación entre lenguaje y enfermedad mental, o entre enfermedad mental y literatura: cuando el exceso es doble, es decir, cuando simultáneamente el mundo excede a la lengua y la lengua al mundo.
Pizarnik / «Evocas tu locura»
En Extracción de la piedra de locura, en 1968, Alejandra Pizarnik escribe:
«Hablo como en mí se habla».
Es el cuarto poema del libro, y su tono apunta, también, a la esquizofrenia. Su lenguaje, nos dice, es la reproducción de otra voz que suena dentro de ella:
«No mi voz obstinada en parecer una voz humana», escribe Pizarnik, «sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque».
Parece otro desdoblamiento, y a primera vista no parece físico, pero eso cambia cuando deja de referirse a voces para hablar de cuerpos inhabitados, cuerpos vacantes.
«Si vieras a la que sin ti duerme en un jardín en ruinas en la memoria. Allí yo, ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy debajo de la hierba».
Hay un «tú» (la que no ve) y hay un «yo» (la que «sin ti duerme»).
A diferencia de lo que ocurre con la mujer duplicada en el cuento de Palacio, en el poema de Pizarnik el lenguaje es desconcertado, no encuentra la clave.
«No sé los nombres», dice.
La correspondencia entre mundo y lenguaje parece rota, vencida.
«¿A quién le dirás que no sabes?», se pregunta.
Su lenguaje ya no funciona, ni para el «yo» ni para el «tú», y entonces necesita imaginar una tercera versión de sí misma:
«Te deseas otra. La otra que eres se desea otra».
Esa sucesión de consciencias rotas y lenguajes rotos, que quieren funcionar pero ya no pueden, y que tratan de concebir una tercera lengua, es su locura. Y, sin embargo, Pizarnik la concibe a la vez como enfermedad y como virtud, dado que no solo la fuerza a ser otra —y eso es la esquizofrenia—, sino que también le permite seguir su búsqueda —y eso es la literatura—
Esa sucesión de consciencias rotas y lenguajes rotos, que quieren funcionar pero ya no pueden, y que tratan de concebir una tercera lengua, es su locura. Y, sin embargo, Pizarnik la concibe a la vez como enfermedad y como virtud, dado que no solo la fuerza a ser otra —y eso es la esquizofrenia—, sino que también le permite seguir su búsqueda —y eso es la literatura—.
Ambas son lo mismo; la existencia de una depende de la otra. Por eso, concluye:
«Lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio».
Escribe empujada por la consciencia de que existe un terreno ajeno, no abordado, al que quiere llegar creando avatares suyos que a su vez conciban otros lenguajes. Es el desierto de Nancy, el desierto de Blanchot: el terreno más allá de lo cognoscible, de lo concebible, en el que quiere adentrarse, aunque esa aventura, esa expedición, amenace con destruir su conexión normal con el mundo, o aunque ella misma desaparezca.
Tres años después, en «Los poseídos entre lilas», en el libro El infierno musical, meses antes del suicidio —la sobredosis de seconal—, Pizarnik habla de eso, de su labor, de su misión en la poesía:
«Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales», escribe.
El intento de hacerlo le ha costado la vida. Aún no ha muerto (aunque ya buscó la muerte, tres veces), pero ya es consciente de haberse extraviado en el laberinto:
«Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío».
También intuye que esa desaparición suya, su extinción psíquica, es producto de su búsqueda.
«Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo», dice.
Da la impresión de hablar siempre sobre su lucha como una batalla personal, que no implica a nadie más que a ella y su relación individual con el mundo. Eso es un malentendido. Pizarnik se ve a sí misma como la poeta de la tribu —como el contador de historias de Benjamin—, que debería poseer el secreto de la lengua divina para decirla en nombre de todos. Al final de ese poema lo declara. Su derrota, dice, ha sido «no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto».
La depresión la condujo, poco después, al Hospital Psiquiátrico Pirovano y a la muerte. No está de más recordar que esa depresión, al menos de la forma en que la representa en su poesía, tiene que ver con su (injusta) sensación de haber fallado, no solo a ella sino a la tribu. Pero lo crucial es otra cosa: en Pizarnik estamos ante la poeta que sabe que el mundo es excesivo, desbordado, que se expande inexorablemente, y que, para hablar de él, necesita engendrar no uno sino varios lenguajes, no menos excesivos, desbordados, en expansión, porque el mundo excede a la lengua y la lengua al mundo. Comprender eso es una locura; también es una lucidez.
Piglia / «Me voy a volver neurasténica»
Esa idea —la idea del lenguaje de la locura como expresión de la tribu y como un puente tendido hacia lo real, o hacia una descripción verosímil del mundo— asoma en un cuento de Ricardo Piglia, escrito en 1975, tres años después de la muerte de Pizarnik, «La loca y el relato del crimen».
«Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento», dice la primera línea.
Alguien ha asesinado a una mujer transgénero (el gordo de la primera línea es el culpable, pero no lo sabemos, todavía). La única testigo es otra mujer, una esquizofrénica que vive en la calle:
«Echevarne Angélica, Inés, que me dicen Anahí», se presenta ella misma.
Los demás involucrados son proxenetas, policías, periodistas corruptos y un joven reportero idealista, Emilio Renzi, el frecuente alter ego de Piglia. Todos son marginales. El mundo del cuento es así: un centro vacío y unos márgenes hacinados de parias y extraviados. En esa orilla estalla la violencia, ante los ojos de la loca. Renzi es el único que cree que puede descifrar el misterio, si es capaz de descifrar, antes, el lenguaje sicótico de Anahí. Ella, desde adentro de su locura, quiere describir el crimen que ha presenciado, y para eso repite una larga salmodia que es su testimonio del crimen:
La literatura, de ese modo, es una compulsión: representar a muchos es un rasgo esquizoide; ver el mundo a nombre de todos, con las sospechas y los miedos de todos, es necesariamente una forma de paranoia. Sospechar del lenguaje propio y no tener otra cosa que ese lenguaje para cumplir con su misión: ese es el precipicio final
«Yo he visto todo», dice. «He visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercás tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia… Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que flota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer».
Por medio de fórmulas psicolingüísticas, Renzi detecta la clave. La enfermedad mental obliga a la mujer a repetir una serie de cosas incongruentes, sin mayor sentido. Pero algunos sintagmas, ciertas palabras, asoman de vez en cuando y rompen la salmodia. Son los fragmentos de la realidad que la mujer quiere decir. Son lenguaje pleno, referencial, sobre el mundo. Es la razón de la mujer tratando de romper la prisión de su sinrazón. Descartando las frases psicóticas, Renzi reconstruye el testimonio enterrado bajo la psicosis. La mujer quiere decir:
«El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir».
Eso le basta a Renzi para descifrar el crimen y encontrar al asesino, «el hombre gordo». Su jefe en el diario le prohíbe publicar su hallazgo, para no enemistarse con la policía, que ha resuelto el crimen culpando a un inocente. En el gesto más enigmático del cuento, y el más autorreferencial, Renzi decide escribir lo que sabe, y empieza su texto con estas palabras:
«Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento».
El lector sabe que esas son las mismas palabras con las que se inició el cuento, de modo que, en ese punto, descubre que todo lo que ha leído desde un principio es el reporte que Renzi comienza a escribir al final del relato. La escritura es circular. Es en ese punto cuando la locura trasciende el lugar en el que ha habitado hasta entonces —la mente de Anahí— para convertirse en toda la trama y todo el lenguaje que hemos querido descifrar, también nosotros, desde un principio. La locura abarca todo el mundo, todo el mundo del cuento, y excede el leguaje de la mujer. A la vez, sin embargo, el lenguaje de ella es más grande que el mundo, dado que está formado también por su locura, por las cíclicas frases adicionales que repite y que no se refieren a nada. El mundo excede a la lengua y la lengua al mundo.
Pizarnik / Piglia / «Para poder transmitir»
Piglia también era un poeta de la tribu. Media década más tarde, en 1980, Piglia publicó Respiración artificial y en sus páginas regresó el personaje. Esta vez, sin embargo, tiene un poco más de historia. Ha sido una niña burguesa, ha sido testigo de crímenes políticos, ha visto masacres. Sus palabras parecen brotar de fosas comunes o meterse en ellas. Su perfil psiquiátrico parece el mismo, pero, en la novela, los rasgos paranoides son más severos que la esquizofrenia. Anahí siente que tiene una misión doble: tiene que ver todo lo posible para decir todo lo posible. Cree que hay algo en su cerebro que obstaculiza su visión del mundo pero, a la vez, propicia su poder de hablar sobre el mundo:
«Mientras dormía me pusieron el aparatito ese, chiquitito así, para poder transmitir. Es una cápsula de vidrio, igual que un dije, todo de cristal, y allí se reflejan las imágenes. Yo lo veo todo por ese aparatito que me han puesto; como una pantallita de TV».
La mujer del cuento de 1975, en 1980, en la novela, tras cuatro años de dictadura militar, ha pasado de ser testigo de un oscuro delito individual a ser testigo de un crimen masivo, omnipresente. Un crimen tan grande que ocupa toda su mente y que debe contar, porque, de otro modo, ella, que ya está loca, se volverá loca:
«Una ve este descampado y no se imagina lo que yo he visto: cuánto sufrimiento… Así canto yo, Anahí, la reina del Litoral; canto, tengo que cantar porque si no me voy a volver neurasténica».
Esa es la idea dominante de la literatura en Piglia y Pizarnik: el escritor es un testigo pero además es víctima del hecho de ser testigo. El escritor rinde un testimonio (esa es su obra) y ese testimonio es un síntoma de su trauma, de su relación traumática con el mundo. El escritor habla a nombre de muchos, es multitud. El escritor tiene el deber de hablar incesantemente a nombre de todos, porque es la voz de la tribu. La literatura, de ese modo, es una compulsión: representar a muchos es un rasgo esquizoide; ver el mundo a nombre de todos, con las sospechas y los miedos de todos, es necesariamente una forma de paranoia. Sospechar del lenguaje propio y no tener otra cosa que ese lenguaje para cumplir con su misión: ese es el precipicio final.
Alejandra Pizarnik se quitó la vida el 25 de setiembre de 1972. Ricardo Piglia siguió escribiendo hasta el 6 de enero de 2017, en una silla de ruedas, presa de una esclerosis amiotrófica, conectado a una computadora a la que dictó sus últimos textos.