POR FERNANDO CASTILLO
El periodo durante el que se celebró los sábados por la noche la ramoniana tertulia del café de Pombo, el local de la madrileña calle de Carretas, 4, junto a la puerta del Sol, se extiende a lo largo de más de dos décadas, entre 1912 y 1936. Como se ve, una larga época que prácticamente corresponde con el primer tercio del siglo xx, unos años de cambios intensos en la sociedad y en la cultura española que se reflejan en la vida y en la realidad de la capital y que culminan con la aparición de un Madrid que, a pesar de los contrastes y el casticismo antañón, era ya una ciudad moderna y un tanto cosmopolita. Cuando en 1912, según parece, se inicia la tertulia que Ramón Gómez de la Serna llamaba «la sagrada cripta del Pombo», Madrid ya estaba inmerso en este proceso de transformación, especialmente destacable en lo referido a la población y al urbanismo. En el primer caso, el crecimiento de la población madrileña en estas primeras décadas del siglo se puede calificar de geométrico, pues desde 1910 aumentaba casi a cuarto de millón por década. Así, en 1918, año de publicación de Pombo, obra y fecha que inspiran este texto, los habitantes de la ciudad superaban los setecientos mil.

Si bien entre las causas de este incremento se encuentra la disminución de la mortalidad en Madrid, ciertamente muy poco destacable, lo esencial del crecimiento ahora y en las décadas siguientes es la intensa corriente migratoria que desde la España rural, pobre y campesina, se encaminó a la capital para llevar a cabo su particular conquista de Madrid, aunque para la mayoría de ellos sus intentos se quedarán estancados en núcleos suburbiales, como Tetuán o Vallecas, o en los inclementes barrios bajos del Manzanares, como los de las Injurias y las Peñuelas. Pero la ciudad también iba cambiando su aspecto con la creación de la Gran Vía, la avenida que, como una trocha abierta en el viejo casco urbano, debía unir los dos extremos en los que se había iniciado el ensanche. Un proyecto que se diría disgustó a Ramón, más por lo que tenía de alteración de la metrópoli que por rechazo de la modernidad, aunque nunca llegó a los extremos de Juan Ramón Jiménez o de su tertuliano del café Pombo, el pintor José Gutiérrez Solana, quienes proclamaron su rechazo de la avenida granviaria, como ya hemos señalado en otro texto dedicado a la ciudad y la literatura (Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la posguerra, Madrid, 2010).

Por el contrario, Ramón manifestó su entusiasmo por el ensanche, especialmente, por los bulevares que unían Argüelles y Recoletos, las dos nuevas zonas de expansión de la urbe, mediante el eje formado por las calles Marqués de Urquijo, Alberto Aguilera, Carranza, Sagasta y Génova, que confirmaba la tendencia madrileña, y algo ramoniana, de dar varias nombres a una sola vía quizás para distribuir honores con más prodigalidad. Un recorrido que considera lo más parecido a ese París, entonces luminoso faro de la modernidad, que tan bien conocía y que, en su modestia, puede ser equivalente a sus Grandes Bulevares, aunque con personalidad propia, pues, como apunta, no son ni europeos ni africanos. Son otra cosa. De hecho, considera esas avenidas arboladas una expresión de la modernidad madrileña, un «trust de calles finas» por el que pasa el aire guadarrameño como una navaja o, como nos dice en Nostalgias de Madrid, en una «Gran Vía al bies, transversal, cinturón del talle de Madrid». Unas calles y plazas que el escritor valora por su funcionalidad y modernidad, pero, sobre todo, por no alterar la ciudad de su infancia.

En este año de publicación pombiana de 1918 se podría decir que Madrid tenía ya cierto barniz cosmopolita, gracias a su reconocida condición de centro político, financiero y de servicios, con la presencia de una clase media cada vez más numerosa, aunque más dependiente que emprendedora. A ello se sumaba una industria ligera que, a pesar de no competir con la siderurgia vasca o la textil catalana, tenía en la alimentación, la industria química, del gas y la electricidad unas actividades capaces de mantener una población obrera que se unía a la dedicada a la actividad esencial, la construcción. Sin embargo, persistía, y lo haría todavía durante décadas, la dualidad entre tradición y modernidad, entre casticismo y renovación, que más que una contradicción fue la esencia de una ciudad que en unos pocos metros aunaba los neones neoyorquinos con las verbenas, la Gran Vía con las Peñuelas y Lavapiés, o la incipiente vanguardia con la atracción del Rastro y el mundo suburbial de la Nardo. Una realidad que, entre otros, recogerían Ramón en su literatura y Maruja Mallo en su pintura. Unas contradicciones que se manifestaban de manera más dramática con la aparición alrededor de 1918 de dos acontecimientos más propios de una sociedad preindustrial que de la modernidad. Primero, una mortífera epidemia de gripe que rebrotaría durante casi una década y, al año siguiente, el último de los motines de hambre, a causa de la escasez del pan, que tuvo lugar en la historia de España. Unos hechos que no impidieron que, años más tarde, César González-Ruano, por entonces a punto de convertirse en poeta ultraísta, dijera, en su Madrid entrevisto (Madrid, 1934), que en 1918 se produce el verdadero advenimiento del siglo xx, una afirmación que se adelantó a lo que hoy día sostiene más de un historiador.

Fue 1918, año del fin del llamado cuplé y de la publicación de Pombo, el libro que consagra al café, un tiempo todavía de ecos revolucionarios y de huelgas generales, en el que continuaba en Europa una guerra ya convertida en mundial cuando, en un último esfuerzo, Alemania lanzaba ofensivas desesperadas destinadas a lograr una victoria ya imposible y en Rusia los sóviets habían tomado el palacio de Invierno en Petrogrado. Un año en el que se confirmaba la agonía del régimen de la Restauración, del sistema canovista de oligarquía y caciquismo, basado en la ficción del bipartidismo de los viejos partidos dinásticos —liberales y conservadores— de los amigos políticos, en la práctica, ya inexistentes e incapaces tras los fracasos reformadores de Antonio Maura y José Canalejas. Fue, por tanto, 1918 el comienzo del vía crucis de la monarquía alfonsina —que finalizará en 1931 tras el estrambote dictatorial del general Primo de Rivera—, que corroboraba el fin de la que Ramón llamaba «época amable», a causa de la triple crisis iniciada el año anterior. Primero, la crisis política con la rebelión parlamentaria de los partidos catalanistas y republicanos, marginados del sistema canovista. Luego, la crisis económica, al reducirse drásticamente la riada de oro aliado y alemán que pagaba las exportaciones durante la guerra, con la secuela de despidos y reducción salarial; después, una crisis social, con la huelga general revolucionaria convocada por los sindicatos de trabajadores Unión General de Trabajadores (UGT) y Confederación Nacional del Trabajo (CNT) ante la situación de paro y carestía y frente a la dureza de una patronal beligerante. Por último, una crisis institucional en la que, al desprestigio de partidos y Parlamento, se añadió el conflicto desatado por un sector del Ejército con la creación de las Juntas de Defensa, con objetivos tan políticos como corporativos. Todo ello bajo el influjo del conflicto marroquí, convertido desde ahora en parte definitiva del paisaje político español, y de la sombra alargada del conflicto europeo, en su fase final pero más intensa y claramente mundial. En suma, un año en el que se constataba la ruptura de la sociedad española que, con un corte profundo desde el año anterior, iba a marcar el resto del siglo, señalando un antes y un después. Nada de eso preocupaba mucho a Ramón, siempre lejos de los asuntos que no fueran los literarios, y con alguna ceguera y desorientación hacia los públicos, algo que le hizo el exilio más triste y difícil. Su distancia de los acontecimientos a fuer de escritor que sólo atendía a su enorme mundo parece constatar la idea del periodista y escritor argentino Pablo Suero, quien, en su visita al café Pombo poco antes de la guerra, se refiere a la tertulia como un entorno «de confortadora cordialidad», al tiempo que califica a Ramón de «gran aislador», con lo que esto supone también de alejamiento de lo que sucedía en esos difíciles años treinta.

En este año de publicación de Pombo, Madrid, ya encaminada decididamente a la modernidad e incorporada desde hacía tres años al mágico mundo del neón, se convirtió en afortunado destino de refugiados exquisitos de toda Europa que huían del horror de las trincheras, de gases y alambradas, de acusaciones de espionaje, del espeso ambiente bélico que contagiaba todo el continente. En Madrid estuvo el matrimonio orfista de los Delaunay, Robert y la rusa Sonia Terk —la Sofiska Modernuska de Rafael Cansino Assens—, cuya influencia en el ultraísmo, nacido en este mismo 1918, con la aparición de su primer manifiesto a impulso del trío de la modernidad madrileña formado por Ramón-Cansinos-De Torre, fue determinante. Fue precisamente en este año donde se encontraron con el poeta chileno Vicente Huidobro, otro germen de vanguardias que había recalado en la capital, para el que Robert Delaunay hizo el maravilloso pochoir de la cubierta de su Tour Eiffel. Una pareja de artistas que fueron muy amigos de Ramón y que, naturalmente, desfilaron por el salón del café Pombo. Es, asimismo, en este 1918 cuando se celebra la «Exposición de Artistas Polacos» en el Ministerio de Estado, en la que se reúnen la obras de los artistas que habían salido de Francia en 1914, como Władyslaw Jahl, Lucia Auerbach, Józef Pankiewicz o Marjan Paszkiewicz, de los que se han ocupado Juan Manuel Bonet y Monika Poliwka en Tadeusz Peiper. Heraldo de la vanguardia entre España y Polonia. Una exposición dedicada al arte nuevo que estuvo acompañada, en este caso, en las salas del Ateneo de la calle del Prado de las obras de Celso Lagar, el artista salmantino que tras París, contagiado de orfismo, había pintado el estupendo y delaunayano Homenaje a Guynemer. La muestra fue polémica, pues el crítico Juan de la Encina —seudónimo de Ricardo Gutiérrez Abascal, asistente a la tertulia ramoniana y personaje de Pombo proclamó su disgusto desde su columna artística de la revista España, al contrario que José Francés, otro prestigioso crítico de arte y también pombiano, que alabó la pintura de Lagar desde El año artístico.