Este Madrid efervescente y en transformación en el que nace el ultraísmo —al que se han referido Sachiko Sakata (Ultraísmo. Movimiento literario y vanguardista de Madrid, Tokio, 2010) desde la literatura o Isabel García (Orígenes de las vanguardias artísticas en Madrid [1909-1922], Córdoba, 2007) desde el arte y del que Juan Manuel Bonet es su máximo especialista—, ya alejado de la zarzuelera sociedad de la Regencia, a la que había contribuido a agitar, era para Ramón Gómez de la Serna, sobre todo, el café Pombo. Para el escritor el café era uno de sus tres espacios esenciales, junto con la ciudad y su despacho, desde el que contemplaba la vida y desde donde hacía literatura. Hay en Ramón una identificación entre el espacio público de la ciudad con el café, en su caso con el Pombo, quizás con más intensidad que otros escritores frecuentadores de las numerosas tertulias existentes en la Villa y Corte. En estas primeras décadas del siglo xx, todo Madrid estaba salpicado de tertulias cafeteras que acogían a la bohemia local, tanto la ya algo ajada de inspiración modernista, que ha inmortalizado Valle-Inclán con su personaje de Max Estrella —o, si se prefiere, Alejandro Sawa, su inspirador—, como la más reciente de aquellos que se apuntaron a las vanguardias. Con sus tertulias, los escritores de la capital complementaban la labor de periódicos y revistas y prolongaban en el café la actividad artística y literaria, al igual que sucedía en las ciudades de la Europa más culta. Tanto era así que Josep Pla, siempre poco complaciente con la Villa y Corte, al referirse a los cafés madrileños de los años veinte, decía que «Todo sucedía en aquel entonces en los cafés y lo que no sucedía en los cafés no existía». Y es que, como hemos dicho en otra ocasión, de los cafés de la capital se salía para la cárcel o para el Gobierno, pero también para la gloria literaria o para el cementerio. Unas tertulias a las que José Díaz Fernández en su novela de la modernidad madrileña, La Venus mecánica, publicada en 1929, mandaba al médico Augusto Sureda a sentarse «entre estudiantes, artistas y profesionales anónimos, gentes deslenguadas que hacían chistes a costa de los reyes desterrados y nombraban a Rusia con emoción». Una descripción que mostraba los aires de fronda que adelantaban los sucesos que vendrían con 1931 y de los que Ramón se obstinaba en estar a ausente en su mundo falsamente aislado del café Pombo.

Gómez de la Serna concebía el café como una universidad, como una academia alternativa a la oficial, como un lugar esencial para la formación del escritor, que estaba en capacidades y conocimientos por delante de la Real Academia, que se limita a recoger lo que se crea en el establecimiento. Era la idea de un escenario dominado por la tertulia, una actividad creativa en la que la libertad debía ser la norma, más allá de criterios académicos o institucionales. Así lo declaraba en Pombo cuando decía que al café y su tertulia sólo lo temen quienes prefieren la que llama «tertulia sórdida», en las que no son juzgados, al no existir esa libertad sustancial de las verdaderas reuniones cafeteras. Una elevada opinión del local como institución que también compartía Miguel de Unamuno, frente a quienes como Gregorio Marañón y otros de la generación del 14, incluido quizás el propio Ortega y Gasset, veían en el café y sus tertulias un ejemplo de la vieja España, de las algaradas del siglo xix, de la criticada sociedad de la Restauración y de la bohemia modernista, como recoge Antoni Martí en su imprescindible Poética del café (Barcelona, 2007). Sin embargo, a pesar de lo tradicional del establecimiento y de estar viviendo sus últimos momentos de gloria en toda Europa, la defensa de la tertulia y del café como entorno de libertad parece distanciar a Ramón y a su local, el café Pombo, de la consideración de parte de esa sociedad a la que Ortega se refiere en su concepto de «la vieja política» y que fustigaba desde la urgoitiana revista España, creada en 1915, en la que apareció su conocido artículo de idéntico título.

La nómina de establecimientos capitalinos anteriores a 1936, que recoge en su magnífico libro Antonio Bonet Correa, Los cafés históricos (Madrid, 2014), es larga, y en cada uno de ellos había una o más tertulias, agrupadas alrededor de alguno de los figurones literarios de la Edad de Plata. Citando los principales, estaban desde Valle-Inclán en el café de Levante o en la Cacharrería del Ateneo a Manuel Azaña en la Granja el Henar, pasando por Rafael Cansinos Assens, el rival de Ramón, en el vecino café Colonial o el pintor ultraísta Rafael Barradas en el café Social de Oriente, en la casi suburbial Atocha, un local que tiene nombre de logia masónica. A todos ellos habría que añadir los más modernos, los llamados cafés de tipo americano, como Aquarium, María Cristina, Negresco y Zahara; después el tan machadiano como carreriano café Varela, o el café Gijón de César González-Ruano, luego acogido al Teide… y, naturalmente, el café de Pombo o, mejor, el antiguo café y botillería de Pombo, fundado a principios del siglo xix y situado en la calle Carretas, número 4, que es casi lo mismo que decir en la puerta del Sol, centro ramoniano de su ciudad y de su universo personal y literario, y lugar sagrado en el que los tertulianos de Pombo, ya de amanecida, daban una vuelta ritual al finalizar su tertulia sabatina. Según el citado Pablo Suero, asistente a la reunión pombiana y muy entregado a su fundador, la de Ramón era la única de las tertulias que merecía el calificativo de «literaria». Incluso, en plan unamuniano, señala que el Pombo, al que considera una suerte de versión madrileña del montparnassiano Closerie des Lilas, es el «punto neurálgico de España donde se oye el grito siempre que a España le duele algo». Continúa el escritor argentino en una obra interesante y poco conocida, publicada en 1937 y recientemente reeditada (España levanta el puño, Sevilla, 2015), en la que se refiere la tertulia de la calle Carretas, 4, como «el único sitio donde la locura puede manifestarse ampliamente y con el respeto de todos los cuerdos oyentes». Gracias a uno de los ocasionales asistentes a la tertulia, ya en sus últimos momentos, tenemos una descripción tan literaria como poco complaciente con el café Pombo y el Madrid de los años treinta. En el manifiesto de apostasía vanguardista que es, entre otras cosas más, entre ellas, la de ser una excelente novela, Madrid, de Corte a checa, Agustín de Foxá recoge cómo era el café y la tertulia de Ramón que él había conocido:

La botillería de Pombo estaba adornada como en el siglo xviii. Unos grandes espejos polvorientos, unos bronces recargados y las mesas pintadas de verde […].

Encima de la mesa de la tertulia del «ramonismo», figuraba un cuadro agrio de Solana, chorreando verdes eléctricos, con carnes oscuras de desenterrados, luces de vinagre o madrugada, alcohol y tisis.

La tertulia alborotaba bebiendo ajenjo y licores verdes según el rito. Ramón Gómez de la Serna se levantaba rechoncho, con su pipa de cenicientas brasas, la chalina de seda moteada y la voz chillona.

 

Aquí fue donde Ramón creó en 1912 su primer espacio público, su burladero en el ruedo ciudadano madrileño como prolongación urbana de su despacho-refugio privado, de su torreón, el mismo que ha diseccionado Juan Manuel Bonet en Ramón en su torreón (Madrid, 2003). Se trata de una sucesión de espacios vivos y subjetivos que señala Ioana Zlotescu, la especialista indiscutida en el escritor y responsable de sus obras completas, en los que se desarrolla la literatura ramoniana en un viaje de ida y vuelta, incluso más allá de su exilio austral. Y es que, si hay un Ramón más callejero que flâneur, más castizo que bohemio, que está cerca de Baudelaire, como recoge, entre otros, Eduardo Alaminos en su libro Los despachos de Ramón Gómez de la Serna. Un museo portátil monstruoso (Madrid, 2014), hay también un Ramón estático que vive entre semana en su despacho imposible —una wunderkammer modernista— y que, al llegar el sábado por la noche, se instala en el café Pombo, donde suelta todo lo acumulado a lo largo de sus lecturas, paseos y observaciones de la semana. Allí, en la calle Carretas, Gómez de la Serna oficiaba de sacerdote de la actualidad y de la ocurrencia ante su secta, durante veinte años, como un probo jefe de negociado de la tertulia del Pombo. Una labor incansable que se llevaba a cabo al tiempo que cambiaban España y Madrid; unos cambios que ya se habían registrado entre la inauguración de la tertulia y este 1918 en que aparece Pombo y se confirma la desaparición de los imperios —fusilamiento del zar incluido— y de la Europa de los luises de oro, que hacían más agradable la belle époque. Un año en el que Guillaume Apollinaire publica Caligramas poco antes de morir, Tristan Tzara, su manifiesto dadá, sin saber del avance de las greguerías de Ramón, que asombraron a Valery Larbaud, y cuando Oswald Spengler lanza el dardo pesimista del organicismo de las civilizaciones y, por tanto, de su inevitable muerte en La decadencia de Occidente, un libro que traducirá García Morente impulsado por Ortega, y algo de él destila en La rebelión de las masas. Mientras, aquí, Nicolás María de Urgoiti, el empresario de todas las iniciativas culturales de la Edad de Plata, fundaba la editorial Calpe, después de haber hecho lo propio el año anterior con El Sol, al tiempo que llegaban a Madrid los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev, que trajeron la vanguardia a la danza, a la música y a los programas de mano, ilustrados con los arlequines cubistas de Juan Gris.