«Desde muy pequeño, he sentido una fascinación enorme por la imagen»

Por Antonio Fernández Ferrer

© Eulàlia Ramon

La intensa y constante producción artística —cine, fotografía, pintura, literatura, dirección operística y teatral— de Carlos Saura (Huesca, 1932) no ha menguado ni un ápice desde mediados del pasado siglo hasta hoy mismo. Resumir razonablemente una trayectoria que suma ya más de cuarenta películas —entre ellas, varios hitos cinematográficos—, junto con una contribución también inagotable como fotógrafo y dibujante, resultaría una vana pretensión.

Destaco, para este número de Cuadernos Hispanoamericanos dedicado a las confluencias artísticas en la obra de Saura (literatura, cine, fotografía, pintura), las aportaciones novelísticas del director aragonés: Pajarico solitario (1997), ¡Esa luz! (2000) y Elisa, vida mía (2004).

Cuando leí un primer borrador de su nueva novela Ausencias, dado que las cámaras fotográficas desempeñan en ella papeles de verdaderos personajes, así como elementos desencadenantes de sus intrigas y conflictos, le sugerí a Carlos que el libro se podría editar acompañado de las ilustraciones correspondientes a las cámaras más significativas. Dicho y hecho: con su proverbial disponibilidad, dibujó de inmediato veintisiete cámaras mencionadas en su novela (véanse, más adelante, algunos ejemplos).

Aún más. Después de ver los dibujos de las cámaras-personajes, se me ocurrió plantear otra sugerencia, motivada, esta vez, por mi recuerdo de aquellas viejas ediciones de las obras de Julio Verne que, al pie de sus ilustraciones, seleccionaban una breve frase extraída del texto novelístico. En mis lecturas juveniles esos pies de los grabados tenían el encanto del más intenso de los relatos o, incluso, en los casos más afortunados, la fascinación de un verso inconcluso de libérrimas resonancias. Así pues, le propuse a Carlos que dibujase, esta vez a todo color, láminas a partir de fragmentos escogidos que le iba presentando previamente con frases «recortadas» del propio texto de su novela.

Por fin, de forma simultánea a la edición de Ausencias, se publican ahora, en tirada única de doscientos ejemplares de una caja-estuche diseñada por Laura Casalis, veintiocho láminas a todo color dibujadas por Saura ex profeso e inspiradas en frases seleccionadas de su novela. Debo añadir que mi propósito al presentar esta primicia sauriana (subrayo, de paso, mi extrañeza al escribir este adjetivo) consiste en que, además de gozar del intrínseco valor artístico de la serie de láminas, el lector que se anime a ello pueda utilizarlas a modo de artefacto o máquina de combinatoria narrativa por cuenta y capricho propios para construir, barajando los dibujos y sus leyendas, una o varias narraciones, no sólo la propuesta como ejemplo. Maestro en esta modalidad fue Italo Calvino cuando llevó a cabo dos relatos suyos (El castillo de los destinos cruzados en 1971 y, posteriormente, La taberna de los destinos cruzados) a partir de bazas más o menos aleatorias con las cartas del tarot.

Para celebrar la aparición de esta caja-estuche con la novela, las láminas y demás complementos publicada por el proyecto editorial Laborinto, de la que me considero algo así como el montador de una película convertida en libro de arte, viajo hasta la casa de Carlos en la sierra madrileña y aquí estoy con él en pleno sanctasanctórum sauriano —estudio siempre en efervescencia creadora— con el fin de conversar sobre estos asuntos. De entre la impresionante colección de cámaras que atesora este amplio y laberíntico recinto felizmente atestado de dibujos, fotografías, grabados, objetos diversos, útiles de pintura y archivadores repletos de variopintos materiales, escogemos las cámaras más significativas que, como auténticas heroínas de la historia o estrellas de una película, jalonan las páginas de Ausencias.

Nos llevamos las cámaras seleccionadas a la confortable sala de estar y comienzo por preguntarle a Carlos acerca del significativo detalle que en su novela inicia la fabulación: un libro al que, según se cuenta, le falta una página cuya fotografía ausente insiste en reconstruir o imaginar, minuciosa y obsesivamente, Mario, el protagonista de la historia. Sin mediar palabra, como movido por un resorte, se dirige a uno de los estantes de su biblioteca, saca, de entre los copiosos anaqueles de libros sobre fotografía, el mamotreto dedicado a Diane Arbus y me muestra, al paginarlo, el resto de una hoja arrancada cuyo borde aserrado resulta llamativo. Ante mi estupefacción, precisa: «Te aseguro que encontré así, tal cual, la página, misteriosa y sorprendentemente rasgada. Y estuve a punto de devolver el libro, muy cabreado. Luego me dije que no, que, sin duda, era un defecto de fábrica».

La sorpresa me lleva a imaginar que Cervantes, en realidad, sí que encontró el manuscrito del moro Hamete en la Alcaná de Toledo y que, a partir de su traducción, fue escribiendo el Quijote…

Ya no me acordaba. Pero ahora, al abrir el otro día el libro, la he vuelto a ver. Soy incapaz de romper una hoja de cualquier libro de fotografía y más de Diane Arbus, una fotógrafa que admiro. Pasada la primera sorpresa y cavilando sobre qué fotografía podía ser la que faltaba, se me ocurrió escribir la novela.

Muchas obras de arte han surgido de un enfado o de una sorpresa.

De una sorpresa y de un enfado, en efecto. En mi caso, siempre que escribo algo es a partir de una imagen. Y esta vez es por su ausencia, por la falta de una imagen. Podía haber reclamado otro ejemplar del libro a la editorial: «¡Oiga, usted, a este libro le falta una hoja!». Sin embargo, preferí olvidar el asunto.

En un relato de Borges, el intrigado protagonista penetra de manera furtiva en la siniestra mansión ocupada por una criatura inconcebible que utiliza los muebles más inquietantemente extraños. De pronto, ese monstruo que allí habita empieza a subir por la escalera hacia donde está el aterrorizado intruso… y el cuento se queda ahí, suspendido en la hábil alusión —clásico truco narrativo— al indescriptible ruido que hace el monstruo al acercarse. El propio Borges me contó que un lector, escasamente perspicaz, le protestó: «¡A este relato le falta el final!»; y a él se le ocurrió la broma de asegurarle: «A su ejemplar le falta una página, es defectuoso; puede pedirle a la editorial, de mi parte, uno nuevo». Menuda tomadura de pelo…

El caso de mi libro con la hoja arrancada se parecería un poco a eso. Por lo demás, he tenido y tengo una relación extraña con Borges. Algo muy curioso. Con Buñuel, con Borges, con Goya; hay una serie de autores en cuyas obras pueden encontrarse ciertas simetrías —eso de las simetrías le gustaba también mucho a Borges—: los espejos, las dobles o triples visiones, los sueños… Dicen que Velázquez tenía su casa llena de espejos.

Los laberintos…

Sí, el laberinto. Y, asimismo, la imagen maravillosa de la espiral. No sé si Borges trabajó sobre ello. Posiblemente, dado que andaba obsesionado con el mundo de las runas… En lo que a mí respecta, la espiral siempre me ha parecido algo mágico: el primer invento del hombre, la imagen más primitiva. Parece ser que una de las primeras imágenes trazada por un humano es una espiral, que representa el sol, la vida que nace, se desarrolla… y se expande.

Símbolo del huracán también.

Así es, pero, sobre todo, un símbolo de la vida y el sol.

Precisamente, en las primeras y últimas imágenes de tu película Goya en Burdeos aparece la espiral y se dice que «La espiral es como la vida: nace y girando, girando, desaparece en el infinito».

En efecto, es una de las primeras imágenes, cuando Goya (Paco Rabal) dibuja una espiral en el vaho del cristal de una ventana.

Volviendo al libro de Diane Arbus…

Toda esta parte de la biblioteca está reservada a la fotografía; el libro dedicado a Arbus es un volumen imprescindible para conocerla mejor. Diane Arbus era una gran fotógrafa, una mujer que tenía todas las bazas para vivir bien y ser feliz, pero —no se sabe muy bien por qué— se suicidó en el momento en el que hacía exposiciones y ya era reconocida en el mundo entero. Tendría algún problema sentimental o le pareció que ya había vivido suficiente. ¡Vete a saber!

Revisando este libro, como te decía, me encontré con que una página había sido arrancada de cuajo. Al principio, me produjo una gran indignación porque no podía entender quién había sido el bárbaro que lo había hecho. ¿Habría algún motivo para ello? Entonces, empecé a cavilar: algún misterio debe de tener esta página para haber sido sustraída. Aunque lo más probable es que se trate de un defecto de la propia fabricación del libro. A partir de eso, inicié la pesquisa preguntándome cuáles podrían ser las imágenes que había en esta página. Y comencé a imaginar lo que habría en esa hoja y a escribir la novela. Una narración sobre el mundo fotográfico, en cierto modo, sobre Diane Arbus como una de las protagonistas, pero, sobre todo, se trata de contar la historia de un hombre imaginativo, coleccionista de cámaras fotográficas, en una peripecia que no se sabe si es real o imaginada.

Carlos, ¿podrías ir dando unas brevísimas referencias de las cámaras que hemos seleccionado?

Empezaría por la que sirve de base de la historia, la Ernemann Ermanox. Se trata de una cámara de los años veinte, una década gloriosa para la óptica y para la fabricación de cámaras en Alemania. El mundo entero se queda atónito al ver la cantidad de empresas que producen cámaras fotográficas en Alemania: la Zeiss, la Ernemann, la Voigtländer, la Leitz… Este modelo de Ernemann es precioso, tiene una poderosa espiral para el enfoque manual y un objetivo de una luminosidad fuera de lo corriente para la época.

Una especie de tornillo. Aquí tenemos de nuevo la espiral.

La Ernemann Ermanox tenía un objetivo muy luminoso, un f/1.8, algo revolucionario para aquellos años. Fue diseñado por un famoso ingeniero óptico alemán que se llamaba Ludwig Jakob Bertele. Sirvió para que uno de los más grandes fotógrafos que ha habido inventara el reporterismo: Erich Salomon, un judío que, lamentablemente, murió en un campo de concentración, asesinado por los nazis. Empezó a hacer sus primeras incursiones fotográficas con esta cámara por la luminosidad que poseía el objetivo, que le permitía fotografiar con la luz normal, sin utilizar ni la luz artificial ni esa explosión del magnesio con la que se hacían en esa época las fotos. Es una cámara muy querida por mí. Y tiene en la intriga de la novela el papel estelar porque, en su chasis, guarda el más tremendo secreto que no vamos a desvelar antes de hora.

En segundo lugar, casi contemporánea de la Ernemann, aunque algo más reciente, es este modelo réplica de la Leica 0. Del original quedan muy pocos ejemplares —se fabricaron sólo treinta y dos— y están superando en las subastas el millón de euros. Desgraciadamente, ésta es una réplica, pero mira qué preciosa es, tan pequeña y manejable, con su visor plegable y un objetivo que, como todas las Leicas de la época, se introduce en el interior de la cámara.

Y también está ese modelo posterior de la Leica, con el que apareces en un autorretrato tuyo, convertido en uno de los «fotosaurios» (así llama Saura a las fotografías sobre las que dibuja, transfigurándolas), reproducido en la cubierta de la novela.

Sí, es una Leica I, que fue el inicio de toda la serie y la primera que se vendió al público. Continúa siendo maravillosa, ligera, muy bonita, todavía con una óptica fija, aunque el modelo posterior es ya con óptica intercambiable. De los años veintipoco. Una cámara preciosa y, además, muy cuidada que compré en Alemania.

Ya en la década de los treinta o cuarenta aparece una cámara muy interesante, la Exakta. De hecho, la primera réflex manejable. Esta del dibujo es ya de 35 mm, si bien la original era 4.5 x 6. Fue novedosa y, de alguna manera, la base de todas las cámaras actuales. En realidad, es la misma historia: el espejo que se levanta, el obturador, el objetivo.

Una cosa es cierta: con cualquier cámara, hasta con la más mediocre que tenga sólo un menisco por objetivo, se puede disparar una magnífica fotografía. No es tanto la maquinaria —y conste que a mí me encantan las maquinarias, los refinamientos de algunos modelos—, creo que, con cualquier cámara, incluso la más elemental, consigues una buena fotografía.

Aquí tienes una también alemana, revolucionaria. Ha sido, durante muchos años, la de todos los reporteros del mundo: la Rolleiflex. En cierto modo, sustituyó a las Speed Graphic voluminosas y de gran formato en Estados Unidos. En cambio, la Rolleiflex, formato 6 x 6, es muy manejable; está dotada de dos objetivos: uno es para ver (en espejo, réflex); el otro, para enfocar. Van en sincronía los dos, con la enorme ventaja de que se trata de una cámara que cuenta con un obturador muy silencioso, apenas se oye, tiene fama de eso: es la más silenciosa para hacer fotografías de reportaje. Pasabas desapercibido con ella. Puedes hacer, además, fotos a la inversa levantándola por encima de la gente.

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