«La vida no es larga sino intensa».
Juan Ramón Jiménez
En las siguientes páginas me acercaré a ambos textos —bastante olvidados entre la ingente producción de su autor— para subrayar la práctica por parte de Ramón de híbridos genéricos de enorme calidad, títulos que prefirió entre todos los que compuso por la libertad que permitían sus páginas, y con los que contribuyó decisivamente al asentamiento de estas misceláneas en la literatura en español. Baste recordar, por poner un ejemplo, cómo Rafael Pérez Estrada subtituló su Breviario, de 1988, Homenaje a Ramón Gómez de la Serna.
Parto, en principio, de un hecho recalcado por Ioana Zlotescu en el prólogo a las obras completas del autor: «Una de las características ramonianas por excelencia es la difícil, prácticamente imposible división de su obra en tradicionales y pulcras áreas de géneros […], ya que toda ella es un complejo libro único, integrado por un cúmulo volcánico y abigarrado de unidades de toda índole» (Zlotescu, Obras completas, i, p. 11). Teniendo esto en cuenta, la editora decidió englobar las obras signadas por su radical hibridez bajo el marbete del «ramonismo», destacando como sus rasgos fundamentales «la fragmentación del discurso literario, la valoración de lo efímero, la observación de lo mínimo, trivial, cotidiano y, por encima de todo, la omnipresencia de la greguería» (Zlotescu, Obras completas, iii, p. 13).
Así, integra en esta categoría los siguientes títulos del escritor y recalca que, a partir de 1935, los volúmenes adscritos a esta vertiente genérica decrecieron en calidad por incorporar «refritos» de obras anteriores: El Rastro (1914), Senos (1917), El circo (1917), Greguerías (1917), Muestrario (1918), Pombo (1918), Greguerías selectas (1919), El libro nuevo (1920), Disparates (1921), Variaciones (1922), Ramonismo (1923), El alba y otras cosas (1923), La sagrada cripta de Pombo (1924), Caprichos (1925), Gollerías (1926), Greguerías (1935), Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías (1942), Trampantojos (1947), Greguerías (1956) y Caprichos (1962).
Estos textos, deudores de la importancia adquirida en el siglo xix por géneros como el poema en prosa, el álbum de estampas y la crónica periodística, pero, asimismo, continuadores de la práctica del fragmento reivindicada por el círculo de Jena y patente en la obra de escritores como Novalis, Jean Paul, Nietzsche o Mallarmé (Noguerol, 1999), lograron en los años diez y veinte del pasado siglo excelentes cultivadores, entre los que se contaron Franz Kafka, Apollinaire, Max Jacob, Valéry, Benjamin y Pessoa. Por su parte, en la literatura en español dieron lugar a títulos muy interesantes, aunque escasamente analizados hasta el momento. Es el caso, entre otros, de Calidoscopio (1911), de Ángel de Estrada; Ensayos y poemas (1917), de Julio Torri; Evoluciones (1918), de José Moreno Villa; Divagaciones. Desdén (1919), de Antonio Espina; El minutero (1923), de Ramón López Velarde; Calendario (1924), de Alfonso Reyes; Filosofícula (1924), de Leopoldo Lugones; La Torre de Timón (1925), de José Antonio Ramos Sucre; Suenan timbres (1926), de Luis Vidales; o, finalmente, Papeles de Recienvenido (1929), de Macedonio Fernández, doppelgänger porteño de Ramón.
En nuestro autor, la predilección por los libros que siguen el modelo del «cajón de sastre» se vincula, asimismo, a su interés por las teorías atómicas difundidas en aquellos años. De hecho, siguió las conferencias de Albert Einstein durante su periplo por España, como lo demuestran sus columnas de 1923 en el diario El Sol «El birrete de Einstein» y «Einstein y Ortega». Además, publicó el relato «El dueño del átomo» (Revista de Occidente, 1926) y sintetizó el principio de disolución y flujo permanente, clave en su poética, con la frase «La literatura se vuelve atómica», incluida en el prólogo a Flor de greguerías (1935).
Tras esta introducción, nos encontramos en disposición de analizar los principales rasgos de estos textos de Ramón, al que Rafael Flórez definió certeramente como un «activista impertérrito de un terrorismo cultural y lúdico repleto de víctimas y de procesos, como corresponde a un anarquista de la época […], [creador de] libros-bomba, artículos-petardo, teatro-explosivo, conferencia-atentado» (1988, p. 407).
Comienzo destacando lo ya reseñado por Eduardo Hernández Cano en «Un puro estilo del presente: escritura periodística y ramonismo durante los años veinte»: las misceláneas ramonianas encuentran su origen en la prensa, lo que explica su vitalidad, dinamismo y preocupación por la actualidad. Así, muchos de los nuevos géneros —greguerías, disparates, variaciones, caprichos, gollerías, trampantojos— correspondían a nombres de secciones fijas en diarios y revistas, con las que su autor logró una fama a la que, posteriormente, quiso sacar rédito en forma de libro (2009, pp. 119-135).
En esta línea se sitúa Muestrario, primer título del escritor en Biblioteca Nueva y, por tanto, ajeno a la autoedición que había motivado la salida de los anteriores, en el que se revela su interés por lograr nuevos lectores. De hecho, el volumen se estructura como un catálogo de sus más exitosos géneros periodísticos, reunidos en las secciones «Nuevos caprichos», «Nuevas greguerías» y «Variaciones». Así, en las palabras liminares —cargadas de ironía elitista, pero necesitada de prosélitos, característica de estos primeros años del autor—, leemos: «Lo llamo Muestrario para no tropezar con otro título cargante y prosopopéyico. Además, quiero ofrecerle un libro a los horteras; quiero atraerlos y engañarlos […]. Alguno creerá que en este libro hay muestras de tela o muestras de tintes o muestras de plumas de escribir, y se irá detrás del libro enseguida» (Obras completas, iv, p. 438). Y unas páginas más adelante: «Si el lector se habitúa a mí y yo a él ¡a qué inmunización y tranquilidad no llegaremos juntos!» (ibídem, p. 442).
En sintonía con su amigo Oliverio Girondo, quien publicó en la revista Martín Fierro (1925) el controvertido membrete «Un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón» (2014, p. 78), Ramón comprendió que de nada le servían las colaboraciones regaladas a la prensa en años anteriores y que el periodismo debía convertirse en su modo de vida. Ante esta situación, había que extraer los elementos positivos de la escritura a la que se encontraba abocado, como se aprecia en La sagrada cripta de Pombo: «Mi periodismo es una cosa hija de mi convicción de que la literatura es una profunda hermana de la actualidad, aunque también puede serlo de la inmortalidad. Creo en los periodistas y admiro sencillamente al director que, honesto y humano, sabe infundirle vida conjuntiva con intrazado soplo creador. Los clásicos fueron actuales» (1999b, p. 725).
El título de Muestrario se revela, pues, especialmente adecuado para un autor que pretende «inventariar» la realidad sin renunciar a la «invención». Por ello, cuando en 1923 Valéry Larbaud debió escoger un título para presentarlo al público de su país, éste fue, precisamente, Échantillons («muestrario» en francés), antología en la que reunió piezas de El Rastro, Greguerías, Senos y el propio Muestrario. Subrayo, asimismo, el vínculo existente entre el término «muestrario» y el muy practicado «dietario» de nuestra contemporaneidad, que alberga como significado primero el de «contabilidad de los días».
Veamos, a continuación, los testimonios que jalonan la obra del autor en defensa de esta literatura deshecha, que casa perfectamente con la definición de «obra inorgánica» planteada por Peter Bürger en Teoría de la vanguardia (1987, p. 145). En «El concepto de la nueva literatura» (1909), el joven Ramón ya sentenciaba que «Hoy no se puede escribir una página ignorando a Nietzsche» (Obras completas, i, p. 122), demostrando su admiración por un autor de discurso fragmentario y poliédrico. Un año después, defendía una práctica literaria disolvente en «Mis siete palabras», melancólica jeremiada contra las convenciones en la que se repite como mantra la frase «¡Oh, si llega la imposibilidad de deshacer!» (Obras completas, i, p. 181), reflexión encabezada significativamente por el motivo gráfico de unas rejas, como también lo estará El libro mudo (1911).
Comienza, así, la edición de textos insólitos, en cuya portada no se especifica género alguno, pero que manifiestan en cada prólogo tanto su novedad como las posibilidades de la nueva escritura (de ahí que, en muchos casos, nunca disfrutaran de una segunda edición, como ocurrió con Muestrario). Así, tras la aparición de Tapices (1913), que alberga las primeras greguerías del autor en formato libro, la «Proclama de Pombo de 1915», posteriormente incluida en el primer libro dedicado a la tertulia, denuncia cómo el mercado se encuentra inundado de «cosas editoriales» que, para satisfacer a un «público matrimonial», ignoran la verdadera literatura. Por ello, propone por primera vez:
[…] el libro inclasificable, el libro violento, el libro ultravertebrado, el libro cambiante y explotador, el libro libre en que se libertase el libro del libro, en que las fórmulas se desenlazasen al fin, los libros que aquí no han comenzado a publicarse porque los que quizás parezcan ser de esta clase o se creen obligados a tomar el uniforme filosófico o hablan de una libertad antigua, indecisa y elocuente o resultan como capítulos sueltos y lentos de novelas inacabadas (1999b, p. 213).