Atendiendo a esta libertad y a su palpable interés por la imagen, el escritor madrileño incluye en las misceláneas dibujos de su autoría, a medio camino entre la ilustración infantil, el boceto de raíces carrollianas, el apunte heredero del costumbrismo y el esbozo de filiación vanguardista. Harto de que sus amigos pintores no supieran expresar gráficamente las ideas surgidas de su desbordante imaginación para ilustrar estas obras, Ramón emprendió él mismo esta tarea, que define de forma esclarecedora en el prólogo de Ramonismo: «Con la pluma del escritor están hechos esos dibujos, de los que me siento orgulloso por lo malos que son, pues sólo así no repugna a mi temperamento el amaneramiento del dibujo. Intentan hacer más expresivo y alegre lo que va escrito, y en ninguno está afondada la monotonía abrumadora de la insistencia. Todos salieron de una vez, recogiendo el grafito de cada cosa» (Obras completas, vii, p. 63).

Así, si en Muestrario dibuja una tarjeta de visita antes y después de la muerte de su propietario —enlutada en sus ribetes en la segunda imagen como consecuencia del deceso (Obras completas, iv, pp. 536 y 537)—, en Pombo encontramos muchas más ilustraciones —motivadas, probablemente, porque dibujaba mientras conversaban, de las diez a las dos de la madrugada—, pequeños bocetos en tinta negra dedicados al espacio de la tertulia, como sus lámparas y espejos, que alterna con otros sobre las más disímiles realidades del café, firmados, entre otros, por sus amigos Bagaria, Zamora o Salvador Bartolozzi.

Quiero concluir estas páginas dedicando una atención especial a Muestrario, ejemplo especialmente afortunado de la hibridez genérica practicada por Ramón. Como ya señalé al principio de esta exposición, el volumen se encuentra dividido en tres partes: «Nuevos caprichos» —que reúne los textos narrativos, con frecuencia deudores del espíritu absurdista—, «Nuevas greguerías» —aún tempranas y, por tanto, más extensas que las que canonizaría a partir de 1935— y «Variaciones» —integrada por escritos cercanos a la crónica y el ensayo—. Entre ellas, destacan las dedicadas a los «caprichos» y «variaciones» por su ingente número de páginas.

Los caprichos, de clara raigambre goyesca en su denominación —como también lo fueron las «gollerías»—, han sido analizados como precedentes de la actual minificción o, incluso, en ejemplos señeros, como tempranos microrrelatos (López Molina, 2005; Rivas, 2008). Definidos por la ruptura de la lógica, el empleo de la hipérbole y la meiosis, el recurso a cosificaciones y personificaciones (que revelan la igualdad existente entre objetos, animales y humanos) y, finalmente, por la descripción de sucesos sobrenaturales, con frecuencia de carácter siniestro, pretenden provocar, en la mayor parte de los casos, el estupor o la sonrisa en el lector. Cargados de crímenes pasionales y suicidios, rehúyen la visión anodina de la realidad para liberar «el guiñol de la cabeza» (Obras completas, iv, p. 472) y atender al «ello» freudiano; de ahí que el erotismo y la muerte se encuentren en la base de los argumentos, con lo que parecen adelantarse a las propuestas surrealistas.

Si «Mare tenebrarum» advierte de los abismos que esconde la aparentemente tranquila realidad, «La bola azul» relata la ominosa muerte de unos niños por beber el líquido de hermosísimo color contenido en la bola que le da título, mientras otros textos presentan objetos que se rebelan contra los humanos para acabar con sus vidas, como en «La cama», «Lo absurdo», «La navaja de afeitar» o «La Browning». En esta última pieza, por ejemplo, el revólver que le da título provoca en el protagonista una locura similar a la que sufre el enamorado de la muñeca Olimpia en «El hombre de arena», de Hoffmann. Obsesionado por el arma, a la que en un principio pretende usar como simple pisapapeles, el hombre termina muerto cuando, obedeciendo a una repetida pulsión, «el dedo venció por fin al gatillo» (Obras completas, iv, p. 489). Destaco en este sentido, por último, la conmovedora trama de «El cochecillo», reflejo del dolor que suscita la visión de los objetos personales de un niño tras la muerte de éste, y que nos hace recordar un espléndido y canónico microrrelato atribuido a Ernest Hemingway de sólo seis palabras: «For sale, baby shoes, never worn» (1922).

En cuanto a las «Variaciones», muestran fehacientemente la poética del autor, alternando las duras invectivas contra los académicos —«Viejos hasta donde no es viejo e inerte ningún hombre, […] preparando el orden y la legitimidad cuando sólo entre el desorden y la ilegitimidad se ven los destellos del piélago inmenso y deslumbrante» (Obras completas, iv, p. 499)— con la crítica a la escuela castradora de conciencias infantiles —«La rebelión de los niños»— y el rechazo a quienes pretenden clasificarlo todo. Es el caso de «El profesor de botánica», responsable del siguiente alegato —«Aquí, en mi clase, no hay flores preciosas, sino flores naturales, flores que deben figurar en la botánica… Que no pueden faltar en la botánica» (Obras completas, iv, p. 513)—, postura por la que hace perder su carrera al alumno interesado por «la flor desconocida e ideal, la flor incomprensible, la flor gentílica» (ibídem).

A esta misma línea se adscriben «La mejor página» —melancólica declaración de la imposibilidad de alcanzar el ideal— y, especialmente, la muy interesante sección «Lo que escribió la mano mecánica», en la que deseo detenerme. Protagonizada por una prótesis metálica, a la manera de las que debieron asumir como nuevas extremidades muchos de los heridos en la Gran Guerra, desde el principio se la describe como «mano desapasionada […], sin ese sentimentalismo de la blanda mano antigua» (Obras completas, iv, p. 679). Su condición artificial le hace escribir una serie de pensamientos sobre los nuevos tiempos que demuestran la sintonía avant la lettre de Ramón con obras como La deshumanización del arte (1925), de Ortega y Gasset. Este hecho se encuentra plasmado en sentencias como las siguientes: «Todo tiene que ser de su instante. Lo más prohibido de todo es la inmovilidad» (Obras completas, iv, p. 680); «Producir un gran barajamiento social es la gran incumbencia de las multitudes» (ibídem); «Lo más grande que puede hacer el hombre, su victoria final, es acabar el mundo artificialmente, antes de que acabe de un modo natural y lamentable» (ibídem, p. 682); «Se acabaron los alfileres de corbata y todo lo que es alfiler de corbata» (ibídem); «Queda una guerra precisa para después de la guerra. La guerra social» (ibídem, p. 683); o, por último, «Ya nadie tiene derecho a jugar, a correr como una ardilla en la vida» (ibídem).

El texto concluye con la fecha y el lugar donde se escribió —«1918. Hospital de la Prótesis»— y las siguientes palabras en cursiva, que dan idea del «movimiento perpetuo» inherente a las misceláneas: «(Etc[étera]. Etc[étera]. Sólo porque acaba el libro en su límite insubsanable acaban esos pensamientos, pensamientos más que parricidas, escritos por la nueva mano mecánica. La nueva época que se inicia realizará lo que es inútil, quizás, imprimir)» (ibídem).

Llego, así, al final de mi exposición, en la que espero haber demostrado el incuestionable valor de los títulos más excéntricos de Ramón, espléndidos representantes de su poética —como él mismo apuntó en más de una ocasión—, y que incluyen reflexiones tan significativas como la que constituye el capricho «El inventor de lámparas», integrado en Muestrario. Permítanme, pues, concluir estas páginas con la transcripción de este hermoso microrrelato, que da título al presente ensayo porque expone en pocas líneas tanto el desafío estético que se impuso Gómez de la Serna como la frecuente incomprensión que sufrió por lo ambicioso de sus miras:

El inventor de lámparas es incansable. Hace todas las combinaciones posibles, enciende constantemente cerillas y cerillas. Muchas veces las lámparas no se encienden y otras hacen chisporroteos azules o verdes, inflamándose alguna vez. El inventor de lámparas una vez encuentra la lámpara con cuya luz todo desaparece, todo se desintegra en la luz, la luz que sana, la luz que convence, la luz que despeja, pero nadie quiere su lámpara y hasta le prenden, cuando con esa lámpara se había alcanzado la última perfección, pues sólo en la nebulosa se alcanza de nuevo el descanso supremo, la verdad suprema (Obras completas, iv, pp. 479 y 480).

 

Universidad de Salamanca

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BIBLIOGRAFÍA
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· López Molina, Luis (2005). «Introducción». En Luis López Molina (ed.), Ramón Gómez de la Serna. Disparates y otros caprichos. Palencia: Menoscuarto, pp. 7-38.

· Noguerol, Francisca (1999). «Híbridos genéricos: la desintegración del libro en la literatura hispanoamericana del siglo xx». Rilce, 15 (1), pp. 239-250.

· Rivas, Antonio (2008). «Entre el esbozo narrativo y el microrrelato: los “caprichos” de Gómez de la Serna». Ínsula, 741, pp. 19-22.

· Zlotescu, Ioana (1998). «Preámbulo al espacio literario del ramonismo». En Ioana Zlotescu (ed.), Obras completas, iii. Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 13-33.