Dos años más tarde, en Greguerías (1917), se queja de los autores que no asumen el riesgo de la disolución —estética y biográfica— con las siguientes palabras: «Todos los escritores adolecen de que no quieren descomponer las cosas, y no se atreven a descomponerse ellos mismos, y eso es lo que les hace timoratos, cerrados, áridos y despreciables» (Obras completas, iv, p. 709). Puesto que la vida supone un continuo suicidio si se vive en su verdad más radical —término implícito en Automoribundia, título de su extraordinaria autobiografía—, la greguería sólo puede entenderse como un ácido corrosivo, que «ha esparcido su disolvencia por toda la literatura, y ha roto, ha roturado, ha dividido las prosas, ha abierto agujeros en ellas, las [sic] ha dado un ritmo más libre, más leve, más estrambótico, porque el pensamiento del hombre es ante todo en la creación una cosa estrambótica, y eso es lo que hay que cargar de razón y de sinrazón» (Obras completas, iv, p. 702). La última frase de este preámbulo anuncia ya el siguiente título de su autor, con lo que subraya la congruencia de su pensamiento: «Malvado el que en este muestrario de retales de todas las clases vea la errata en vez de ver el efecto de cada retal. Sólo será inteligente el que anote los retales que aquí faltan […]. Pero, si se me deja tiempo, yo me saltaré más los ojos para encontrar todo lo que falta» (Obras completas, iv, p. 430. La cursiva es mía).

El espléndido prolegómeno de Muestrario comparte postulados nihilistas y año de publicación con el manifiesto dadá de Tristan Tzara. Si en las palabras liminares de las greguerías Ramón reflexiona sobre las dedicatorias, acá hace lo propio en relación al prólogo, que califica de «vasto ámbito sin forma en el que se puede amontonar todo. Nuestros libros deberían llamarse prólogos, porque son el prólogo de lo que vendrá y porque son prólogos. Así como se ha inventado el libro de ensayos, debería haber el libro de prólogos» (Obras completas, iv, p. 437). Algo que, por cierto, haría realidad Macedonio Fernández en Museo de la Novela de la Eterna, escrita en los años veinte, pero publicada, póstumamente, en 1967.

El madrileño rechaza a continuación «esa prosa seguida, igual, pegada toda a lo largo sobre el papel y que es cargante como los papeles de flores o de un solo motivo muy repetido y muy compacto, que empapelan las habitaciones que tanto nos han hecho sufrir, que tan en vano y tanto nos han matado» (Obras completas, iv, p. 439), para reivindicar una escritura consciente de su temporalidad, propia de «un tiempo que, como todo tiempo, no admite lo definitivo, porque no es ni será nunca definitivo […]. Pierde así simetría el libro, pierde todo merecimiento, no está en regla para presentarse a concurso, pero adquiere un aspecto selvático y salvaje que prefiero a que tenga un aspecto de jardín» (Obras completas, iv, p. 441). En el intermedio, lanza una idea fundacional de su poética:

La prosa debe tener más agujeros que ninguna criba, y las ideas también. Nada de hacer construcciones de mazacote, ni de piedra, ni del terrible granito que se usaba antes de toda construcción literaria […]. Todo debe tener en los libros un tono arrancado, desgarrado, truncado, destejido. Hay que hacerlo todo como dejándose caer, como destrenzando todos los tendones y los nervios, como despeñándose (Obras completas, iv, p. 440).

 

Estos principios se mantendrán en las «Advertencias» que anteceden a la publicación de sus Greguerías selectas (1919), donde recalca las dificultades y ventajas de la escritura híbrida: «¡Qué difícil es trabajar para no hacer, trabajar para que todo resulte muy deshecho, un poco bien deshecho! Trabajar de ese modo es la única manera de ser leales, de dejar intersticios, porque esos intersticios es lo más que podemos conseguir» (Obras completas, iv, p. 703). Del mismo modo, el Libro nuevo (1920) incluye sentencias como las siguientes: «Este libro es el libro absurdo, intrincado y sin intrincamiento […] en que están barajadas todas las cosas […]. El verdadero libro tal como salga, tal como caigan los dados, tal como surjan las cosas» (Obras completas, iv, p. 50).

Por su parte, en Variaciones (1922) Ramón ratifica la actualidad de este tipo de escritura:

Este libro caprichoso y vario en el que a veces he tenido la humorada de señalar con la pluma del dibujante alguna cosa, algún detalle de la vida, creo que será un libro entretenido, en el que estarán recogidas todas las asociaciones de ideas que nos asaltan en la vida, reunido lo fantástico con lo actual y lo antiguo […]. Son los libros que más amo y los que me parecen más intelectuales sin perder nunca el contacto con la vida (Obras completas, iv, p. 609).

 

Finalmente, en Ramonismo (1923) cita muchos de sus textos libérrimos, insistiendo en su complicidad con los lectores y en su carácter de volúmenes abiertos: «En libros como éste, como Disparates, Muestrario, el Libro nuevo, Variaciones y Virguerías, cuyo texto diferente y variado produce índices en que yo mismo me pierdo, todo se inicia sinceramente, sin abrumar a mis lectores, pues yo repudio los lectores que necesitan encontrar llena de cilicios y penitencias la lectura» (Obras completas, vii, p. 63).

Nos encontramos, pues, ante una escritura «corta», que prefiere el goce de la página al del volumen y que celebra la posibilidad de un reinicio continuo en detrimento de los finales cerrados: una poética definida por Roland Barthes en su «Lección inaugural» de 1977 como «método de desprendimiento [que] consiste en la fragmentación si se escribe y en la digresión si se expone o, para decirlo con una palabra preciosamente ambigua, en la excursión» (2007, p. 67). Así, las ideas de Ramón, digresivas y fragmentadas —o, lo que es lo mismo, ajenas a la imposición racional—, asumen sin empacho el significado de excursio, pues salen de su curso acostumbrado y, como consecuencia de ello, se desvían en progresión barroca del argumento original. Este hecho provoca su natural extravagancia —lo que revela, de nuevo, un tránsito fuera de los límites—, mediante la que socava el discurso convencional.

Veamos, a continuación, algunos de los procedimientos que incentivan la poética deshecha de los libros que comentamos. Para ello atiendo, en primer lugar, a su interés desmesurado por las cosas, que nos hace recordar la defensa del objet trouvé llevada a cabo por Marcel Duchamp desde 1915. Ramón articula esta faceta específica de su pensamiento en «Las cosas y el ello», artículo publicado en Revista de Occidente (1934) donde reivindica el misterio existente en los objetos cotidianos:

Un tarugo de madera, un gran clavo, un cenicero son elementos filosofales, claves de universo […]. Para mí es astrolabio cualquier cosa pequeña, un enchufe desprendido, un salero cipotal […]. De la carambola de las cosas brota una verdad superior, esa realidad transformadora del mundo que le da mayor sentido (Obras completas, xvi, p. 1113).

 

Asumiendo una postura animista, deudora tanto de las correspondencias simbolistas como de las nuevas teorías atómicas —recordemos su definición de «las cosas» como «universos de átomos, con sus electrones, protones y los otros ones que se van descubriendo» (ibídem, p. 1111)—, sintetiza su pensamiento en una de las greguerías incluidas en Muestrario: «No puede estar separado todo de nosotros. No puede haber esas radicales separaciones. Todo está unido. Materialmente estamos identificados y estamos amontonados en un abismo de cachivaches, de casas y de árboles» (Obras completas, iv, p. 571). En esta situación, se entiende por qué los textos-inventario encuentran su origen en el seminal El Rastro, recuento a manera de álbum de los inverosímiles personajes y objetos que componen este mercado madrileño y verdadero icono de su universo: «El mundo me anonadó en plena adolescencia desde el fondo del Rastro porque atisbaba yo que la épica era un fracaso de chatarras» (Obras completas, i, p. 23).

Destaco, por otra parte, la visión extrañada, cercana a la desautomatización estética propugnada por los formalistas rusos, de que hace gala Ramón en estas misceláneas. Si en Muestrario leemos «Quizás somos sólo los hombres que miran […]. Es una mirada agujereada, quizás, la nuestra; un modo de ver sin pretensiones, pero sin diferencia y sin reservas» (Obras completas, iv, p. 442), en Pombo la idea se concreta, adquiriendo un interesante dinamismo en el autorretrato «Yo»:

[…] soy sólo una mirada ancha, ancha como toda mi cara […]. Ni soy escritor, ni un pensador, ni nada. Yo sólo soy, por decirlo así, un mirador, y en esto creo que está la única facultad verdadera […]; algo que es sólo la facultad de que entre la realidad en nosotros, pero no como algo que retener o agravar, sino como un puro objeto de tránsito (1999b, p. 170).

 

Esta aprehensión del mundo cristalizará en la «visión de la esponja» descrita en «Las palabras y lo indecible», ensayo publicado en la Revista de Occidente (1936) y, sin duda, base conceptual del «ramonismo»:

El punto de vista de la esponja es la visión varia, neutralizada, sin predilecciones, multiplicada. Ese pretenso ente espongiario y agujereado que queremos ser para no soportar la monotonía y el tópico, para salvarnos a la limitación de nosotros mismos, mira en derredor como en un delirio de esponja con cien ojos, apreciando las relaciones insospechadas entre las cosas (Obras completas, xvi, pp. 793 y 794).

 

Recuerdo, por su pertinencia, el homenaje brindado por Julio Cortázar a esta visión plural en el artículo «Los pescadores de esponjas» (1978), donde reconoce su deuda con Gómez de la Serna —no en vano el argentino firmó algunas de las mejores misceláneas del siglo xx, como las tituladas La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Último round (1969), Prosa del observatorio (1972), Territorios (1978) o Los autonautas de la cosmopista (1983)— y en el que incluye estas hermosas palabras: «Seguimos respirando el aire de Ramón, su lección inigualada de libertad y de imaginación, su búsqueda de diagonales cuadriculadas en las vías demasiado cuadriculadas de la realidad aparente» (2003, p. 544).