POR MALVA FLORES
«Salta a la vista que hay oficio, aunque en términos de conjunto hay un desplome histórico: hasta los poetas más mediocres de las generaciones anteriores sabían hacer cosas que hoy parecen esotéricas, por ejemplo, rimar, acentuar, medir. Lo cual es sorprendente: mientras el oficio estuvo a cargo de la bohemia, de los aficionados, de los que habían estudiado otra cosa pero no Letras, estuvo mejor que ahora que está en manos académicas».
GABRIEL ZAID
Las palabras del epígrafe corresponden al prólogo que Gabriel Zaid publicó en 1980 en la Asamblea de poetas jóvenes de México (Siglo XXI), reunión de poetas nacidos entre 1950 y 1962 que hubieran publicado al menos un poema. El penúltimo de los ciento sesenta y cuatro incluidos (de los quinientos cuarenta y nueve revisados por Zaid) fue Aurelio Asiain, un poeta que hace veinticinco años escribía: «El apostolado y la propaganda repugnan a la literatura, pero son propios de la literatura polémica».[i]

Enero de 1992, hace un cuarto de siglo, nació con vientos de tormenta. La revista hispanoamericana más importante de ese momento, Vuelta, anunció en su portada varios ensayos que, reunidos bajo el nombre de «Arte de la polémica», incluían, entre otras, la colaboración de Asiain. Quizá el lector no especializado —a quien la revista se dirigía mensualmente— no imaginó que muy poco después sería testigo de la más encarnizada polémica cultural del siglo pasado en México, que duró un año completo y se ramificó en distintas diatribas como un ente voraz. Su inicio fue la realización de un encuentro de intelectuales, «El coloquio de invierno», convocado por la revista mexicana Nexos, la Universidad Nacional Autónoma de México y el entonces llamado Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, hoy Secretaría de Cultura. El uso de recursos públicos para realizar el encuentro de una empresa privada fue el reclamo de aquella furiosa polémica encabezada por el poeta más reconocido de México, Octavio Paz.

Hoy vale la pena recordar aquellos días, pues ese año turbulento —cuyas discusiones pasaron del tema político-cultural al estrictamente literario, durante la polémica sobre la «literatura light» y la «literatura difícil»—, Paz publicó en su revista un ensayo de La otra voz, «Cuantía y valía», donde mostró que el viejo humanismo, los antiguos maestros, habían sido sustituidos por profesores que recetaban fórmulas ideológicas para entender el mundo, de modo que la poesía, expuesta también a la amenaza del mercado, era leída, igual que el resto de la literatura, como un «tejido de engaños» y la crítica no tenía como propósito entender algo de nosotros mismos o del mundo, sino «desenmascarar al autor mentiroso».[ii] Aquél fue un momento, quizá el último, en que los poetas tuvieron una presencia decisiva en la vida pública del país, gracias no sólo a Paz, sino también a Gabriel Zaid o José Emilio Pacheco, entre otros.

Mientras las disputas de aquel año axial sucedían en la república de nuestras letras, en distintos lugares de México estaban naciendo algunos de los jóvenes que se integraron, a partir de una primera convocatoria en Facebook, a la antología Poetas parricidas. Si uno los lee, advierte que no son tan parricidas, aunque los editores aseguren en el prólogo que su generación, la de «entre siglos», se distingue por su «malicia literaria; hay subversión y ánimo de ruptura, así como un precoz dominio del oficio. La rebelión no es sólo de la forma, sino de la estructura, del lenguaje, la gramática, la sintaxis, las metáforas y, en general, de todas aquellas estructuras que han surgido en su insurrecta travesía».[iii] Hay buenos poetas en esa antología, pero no son parricidas, aunque el título que los agrupa (la forma en que fueron seleccionados; los breves curricula donde se apunta una formación en escuelas de escritura creativa o licenciaturas en Letras; el número de becarios de distintas instituciones culturales incluidos…) y el formato digital en que se distribuyó la antología son parte de los gestos que hoy definen la poesía mexicana. Una frase del prólogo apunta su deseo: los poetas «van clavando los aguijones en una lucha fratricida contra el lenguaje». En la poesía mexicana los aguijones de la lucha fratricida se dirigen, en realidad, contra los poetas mismos y contra las instituciones, físicas o simbólicas. Así, el territorio de los poetas en México es, como el país, un campo minado.

Podemos encontrar otro rasgo ejemplar en aquel mismo 1992, año en que se publicó el primer libro de prosas de Gerardo Deniz, un poeta que hoy es considerado de culto por alguna de las múltiples fracciones que conforman nuestro entramado poético. Alebrijes (Ediciones del Equilibrista) tiene escrita una leyenda en la página legal que veremos repetida mil y más veces, con distintas redacciones, en libros de literatura mexicanos: «Este libro fue escrito en parte gracias a una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes». A esa misma institución renunció Paz en febrero de 1992, pese a que fue él uno de sus impulsores. En su carta de renuncia advirtió que en el acto de fundación del FONCA había señalado que quienes aceptaron colaborar con la institución tenían «como único principio y fin a la libertad de creación. Por desgracia, el Consejo [para la Cultura y las Artes] no sólo se ha convertido en un organismo más y más burocrático sino que su acción ha sido paulatinamente viciada por la parcialidad, el favoritismo y la política de cooptación y neutralización de las voces independientes».[iv]

En medio de la trifulca de ese año, el premio de poesía más importante del país, el Aguascalientes (que habían ganado Eduardo Lizalde, José Emilio Pacheco, José Luis Rivas, Francisco Hernández, Coral Bracho, entre otros), se le otorgó a un joven de veinticinco años, Ernesto Lumbreras. Empezaba un cambio generacional cuya magnitud no alcanzábamos a percibir claramente.

Yo lo advertí tarde, cinco años después de la muerte de Paz, cuando en un ciclo de conferencias sobre el canon de la poesía mexicana en sus antologías se suscitó un debate sobre el papel del autor de Piedra de sol en la conformación de la «lista» de poetas. Esa discusión no era nueva. Desde los años cincuenta, Paz había sido considerado el jefe de uno o más grupos de escritores que variaron con el paso del tiempo, un «cacique cultural», dijo de él su amigo, el crítico José Luis Martínez, a la muerte del poeta.[v] Lo nuevo —al menos para mí— fue la sensación de que quienes lo expresaban en 2003 parecían liberados de una gran losa, a pesar de, incluso, haber publicado en Vuelta. Ese repentino alivio se volvió ninguneo y virulencia poco tiempo después.

Con sus normales excepciones, casi una generación de jóvenes poetas y críticos de poesía desaparecieron lentamente de las publicaciones y las antologías y apenas hace unos años comenzaron a publicar nuevos libros o asomarse por las escasas revistas que publican el género. Ejemplo de ello son Aurelio Asiain (1960), Josué Ramírez (1961), Fernando Fernández (1964) o José Homero (1965). Hoy, casi veinte años después de la muerte de Paz, el territorio de la poesía se ha transformado en un campo de batalla, como bien puede comprobarse en las antologías «curadas» por poetas menores de cincuenta años y cuyo punto de partida es, generalmente, 1964 o 1965 como fecha de nacimiento de los poetas incluidos, o más jóvenes. En sus prólogos, ensayos o entrevistas afirman la muerte de la poesía «seria», «hegemónica», de los tiempos de Paz. El malestar frente a la poesía anterior a la que ellos escriben se expresa en la crítica al poema «solemne, formalmente impecable, aséptico, apolítico, pretendidamente atemporal y sublime, tradicional con uno que otro detalle moderno: bellísimas aves surcando el éter»,[vi] señaló Luis Felipe Fabre, uno de los más conspicuos poetas de su generación, en el prólogo a la antología Divino tesoro. Pero ¿no ha sido ese reclamo otra especie de tradición mexicana o de tradición poética, sin adjetivo? En 1954, Paz aseguró que Antonio Castro Leal — entonces uno de los jerarcas de las letras y que había publicado una antología de la poesía mexicana hasta esa fecha— no tenía la capacidad para entender el acto poético más que como un ejercicio de correcta versificación y no podía advertir los elementos perturbadores de la poesía, pues estaba «ocupado en limar sus frases hasta cortarles las uñas, amasando la pasta de su elegante prosa con lascivo regodeo de pastelero literario». El «pastelero literario» tenía, además, una enorme debilidad por la palabra «fino» y Paz citó las veces que la utilizó para calificar a los poetas (más de treinta). «A fuerza de finura —concluye su relación— se acababa por sentir náuseas. Es como embriagarse con crema de cacao».[vii]

Hoy, el fraccionado campo de los poetas mexicanos más notorios —gran parte de los cuales ha recibido los beneficios de las becas que otorga el Estado a través de la Secretaría de Cultura, o mediante la Fundación para las Letras Mexicanas, y han sido incluidos en los cientos de antologías publicadas de manera tradicional, en forma digital o simplemente en páginas de internet— coincide, pese a sus múltiples divergencias estéticas o políticas, en una sola cosa: identificar a Paz como la gran roca en el zapato de nuestra poesía, una roca parecida al Partido Revolucionario Institucional (PRI) que, durante setenta años continuos, tuvo en su poder la presidencia del país. ¿Y la poesía?

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