En 1992 aparecieron varios títulos importantes de poetas nacidos entre 1945 y 1955: Materia prima, de Alberto Blanco (1951); Tierra de entraña ardiente, de Coral Bracho (1951); Moira, de Elsa Cross (1946); Los días descalzos, de Antonio Deltoro (1947); Habla Scardanelli, de Francisco Hernández (1946); De lunes todo el año, de Fabio Morábito (1955), y Luz de mar abierto, de José Luis Rivas (1950). Estos poetas, junto con Efraín Bartolomé (1950), Adolfo Castañón (1952), David Huerta (1949), Gloria Gervitz (1943), el uruguayo radicado en México Eduardo Milán (1952) y Vicente Quirarte (1945), figurarían en un posible canon de su generación si atendemos al número de veces que aparecieron en las antologías publicadas en México durante las décadas de 1980 y 1990. Pero el asunto de las listas es engañoso y, por ejemplo, no aparecen en ese concentrado poetas que más tarde serían leídos no por la generación que los siguió, sino por las generaciones más recientes: Orlando Guillén (1945), Jaime Reyes (1947) y Ricardo Castillo (1954). Apenas hace unos meses, Inti García Santamaría escribía en «Parque de los venados acariciables (estribillo)» estas primeras líneas de un largo poema:

Mientras Ricardo Castillo escribía No es que piense que la muerte sea tu peor enemigo / pero te quiero vivo / pero te quiero arriesgando (1976); Francisco Hernández escribía Tus manos están llenas de élitros para el silencio (1978).

Mientras Ricardo Castillo escribía lo único que sé es que no hay que tener cuarenta años antes de tiempo (1980); Elsa Cross escribía albor del poema que discurre / entre umbríos celajes (1981).

Mientras Ricardo Castillo escribía y puuuuta… qué certeza, qué eructo tan salvaje me tragué (1982); Antonio Deltoro escribía una casa, si es, es transparente (1984).

Mientras Ricardo Castillo escribía Orinarse en los que creen que la vida es un vals, / gritarles que viva la Cumbia, señores (1976); David Huerta escribía Hay un designio de luz en el hecho de que tu voz no me pertenezca (1976).

Mientras Ricardo Castillo escribía no mames / no todo es buscar puertas invisibles (1982); Efraín Bartolomé escribía Esto es el centro de la plenitud / el vientre del silencio / colgada de las rocas arde la transparencia (1984).[viii]

 

Es un poco injusta esta selección de los versos que confronta García Santamaría y que no son necesariamente el reflejo de la obra de los poetas aludidos, sin embargo, muestran la incomodidad de una generación frente a otra. Alguien como yo, nacida en la década de 1960 y educada en los antiguos magisterios, vería en este texto/poema/manifiesto una prueba de lo que un poeta mexicano llamó «la tradición de la ruptura». Pero esa «teoría» ha sido ya «superada», según la academia y los mismos poetas. Asistimos, pues, a una revuelta que lleva ya varios años y quizá la única certeza es que todo da la vuelta y que a cada poeta le llega su generación.

Eso es lo que aconteció, por ejemplo, con un poeta que ingresó a la nómina de los «antihéroes» actuales, más que por buen poeta, por haber sido amigo de un mal poeta pero extraordinario narrador: me refiero a Mario Santiago Papasquiaro (José Alfredo Zendejas Pineda, 1953-1998), el Ulises Lima de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. También, desde otra perspectiva, ocurre algo similar con Ulises Carrión (1941), poeta y artista con propuestas interesantes y precursoras en los setenta, convertido hoy en el nuevo Bolaño: el outsider cuya obra se exhibe en el Reina Sofía o en la imponente Fundación Jumex, con el título de «Querido lector. No lea». Así, en buena parte de nuestra poesía hemos cambiado los mitos por los antihéroes y es mucho mejor si éstos fueron de carne y hueso, no sólo personajes de los cómics, aunque estos últimos también abunden,[ix] desde aquel poema de José Carlos Becerra (1937), dedicado a Batman.

A inicio de los setenta, Becerra decía:

 

La señal, la señal, la señal.

Y entretanto paseas por tu habitación.

Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,

ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle,

ese gran reflector encendido de pronto en la noche.

 

Y entretanto miras tu capa,

contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados sobre la silla, hechos

            [especialmente para ti,

para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu

            [ayuda aparezca en el cielo nocturno,

solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor

o en el sitio del crimen.[x]

 

Hoy, Eduardo de Gortari (1988) dice:

 

Timado por la mutación genética y su jefe

timado por un pésimo bromista: el azar

lo que daría Spider-Man por irse de borrachera y pasar la noche con Mary Jane

que en un callejón obscuro

ella levantara su máscara

apenas lo necesario

para besar a Peter Parker.[xi]

 

He dicho «buen poeta», «mal poeta» con una naturalidad que hoy escandaliza al claustro universitario, incapaz de atreverse a juzgar o llamar a las cosas por su nombre, sustituyéndolo por el insoportable eufemismo de la jerga académica. Como en todo, hay ejemplos que refutan mi opinión y el trabajo de Alejandro Higashi (1971) es uno de ellos, como puede advertirse en su largo estudio PM / XXI / 360°. Crematística y estética de la poesía mexicana contemporánea en la era de la tradición de la ruptura (UAM/Tirant, 2015). Desafortunadamente y por lo general, en México la crítica de poesía ya sólo se ejerce entre las paredes sacrosantas del cubículo, pues son contadas las revistas no académicas que publican poesía y, mucho menos, su crítica. También ocurre en las redes y blogs, pero generalmente no es crítica, sino desolladero o complacencia. Lo cierto es que tampoco existen criterios para definir con claridad quién es un buen o mal poeta. El oficio no lo es todo.

Paradójicamente —dice Zaid—, el oficio puede estorbar. Los que se las saben todas pueden tomar cualquier impulso por su lado manejable, encauzarlo y escribir un poema redondo. De poemas que están bien, pero nada más, está lleno el mundo. Con cierta práctica, el poeta que los ve venir puede ahorrarse el trabajo de escribirlos. No añaden nada. Sin embargo, muchas veces se escriben y hasta se publican.[xii]

 

Carrión se fue pronto de México y ya no vio el desarrollo de aquella generación que en 1992 rondaba los cincuenta años. ¿Qué los reunía? Una cifra sobrecogedora y un nombre: 1968. Tlatelolco. Es curioso observar cómo los poetas que en aquel momento de nuestra historia empezaban a publicar sus primeros poemas fueron, como los de hoy, contestatarios, rebeldes… Más tarde, con excepciones contadas, abandonaron ese tipo de poesía y muchos soslayaron también el papel de intelectuales —es decir, de voces en el concierto público más allá del discurso poético—, a pesar de tener los mejores maestros: Paz, Zaid, Pacheco. Quizá el desencanto que les provocó el deterioro de su aspiración de libertad con los sucesos sangrientos de Tlatelolco y poco después, en 1971, con el nuevo recrudecimiento de la represión y los enormes recursos que el Estado brindó a las universidades (y por lo tanto a las publicaciones universitarias) modificó su visión del mundo y hoy difícilmente podrían reconocerse en los que fueron. Aquella poesía rebelde tenía como propósito denunciar un mundo y un país cuyos valores les despertaban escepticismo; su lenguaje, en consecuencia, violentaba las convenciones sociales, políticas o culturales de la época y las líneas de Ricardo Castillo, citadas atrás por García, son una buena muestra de lo que estoy hablando. En aquel momento la poesía era vista por los jóvenes como una forma de resistencia al lenguaje oficial. En 1975, por ejemplo, Adolfo Castañón expresó la necesidad de «resistir a la sociedad resistiendo su lenguaje»[xiii] y Evodio Escalante declaró que mediante el lenguaje era posible «establecer una distancia con respecto a la demagogia y el triunfalismo estatal».[xiv] Ocurre en la actualidad algo similar: «No debemos dejar que el discurso del poder nos despoje del pensamiento de la imaginación», señaló Carla Faesler recientemente.[xv]

Hoy, muchos poetas empeñan sus días en mostrar qué tipo de poesía es legítima o no. Qué poeta, en consecuencia, es de veras poeta. Lo correcto es la denuncia. De todo. La malograda transición a la democracia que muchos vimos como una posibilidad; la explosión de autoediciones sin otro rigor que el de la complacencia; la falsa «horizontalidad» de las redes que prohíjan nuestros peores instintos nos convirtieron ya no en desencantados, sino en rabiosos con foro, y las eternas y muchas veces banales discusiones sobre poesía que antes tenían lugar en el café ahora crecen y se amplían como mala hiedra cibernética. En esta circunstancia, la poesía lírica o la «no comprometida» es considerada la poesía tradicional y canónica y los criterios de valoración estética están ahora supeditados a la valoración política por varios grupos de poetas jóvenes (y no tanto), muy visibles en las redes, los encuentros, festivales y ferias.

«Lo lingüístico es político», ha dicho Yásnaya Aguilar, una poeta y lingüista mixe que, no sin razón, ha hecho hincapié en la ausencia de poetas que escriben en lenguas indígenas en el canon mexicano de la poesía. Ese asunto, cuya discusión es necesaria, no evita mi siguiente comentario. Si eres «incluyente» (como persona pública y hoy, en las redes, todos somos públicos), eres un buen poeta, aunque tengas oído de artillero o un nulo interés por la imagen o el ritmo. No obstante, tu reinado puede ser efímero, pues muy probablemente seas acusado más pronto de lo que te imaginas de «falso incluyente». Como en los sesenta, en el presente muchos poetas se asumen radicales y cabría la pregunta de qué poeta no lo es. La suya se declara como poesía social, como si la poesía no fuera, toda y desde siempre, un reflejo de la sociedad.

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