POR LOLA LÓPEZ MONDÉJAR

«E’ come uno che scende all’inferno. Ma quando torno – se torno – ho visto altre cose, più cose. Non dico che dovete credermi. Dico che dovete sempre cambiare discorso per non affrontare la verità. (…) Volevo dire “evidenza”»1

Pier Paolo Pasolini

En los últimos veinte años, tomando como materia de investigación obras, entrevistas, biografías, diarios y autobiografías de escritores y artistas, he ido elaborando una teoría de los procesos creativos que se sostiene en dos conceptos complementarios: el Factor Munchausen y la Función Autor. Esta aproximación no resume por entero la génesis de la creatividad, cuyo desarrollo también puede ser debido a otras circunstancias que no abordaremos aquí, pero explica el origen de gran parte de ella: aquella que parte de lo más profundo de nuestro inconsciente y que se nos impone como una necesidad irrenunciable. Escribo, decía Emily Dickinson, porque no puedo evitarlo.

Podríamos decir con Cornelius Castoriadis que todos los seres humanos son originalmente creativos y que la educación, la adaptación a las exigencias de la sociedad, mutila esta capacidad en la mayoría de ellos. En el génesis de la necesidad de crear que atraviesa todas las sociedades humanas estaría una herida colectiva original, la radical separación del hombre de la naturaleza y su acceso al lenguaje. Una separación que se reproduce e incrementa en la vida singular de algunas personas por efecto de un trauma temprano, producido por una dinámica mítica que describiremos brevemente aquí. 

En los primeros momentos de su vida, el futuro creador recibiría de sus otros significativos (en nuestra cultura especialmente la madre), una fuerte inversión de reconocimiento y de afecto que constituirá la base para que se instale en él un profundo sentimiento de omnipotencia, lo que producirá un sólido Yo ideal. Sin embargo, en un momento temprano de la infancia del futuro creador, acaecerá en la vida de la madre que lo había amado y cuidado suficientemente una circunstancia ajena que la conmoverá; un duelo cercano, quizás, una enfermedad física o psíquica, una separación, tal vez, que provocará la retirada inesperada del afecto y la atención que le dedicaba al bebé; retirada que generará en este una pérdida brusca e inexplicable de reconocimiento y de sentido. 

Fue André Green2 quien describió por primera vez este proceso, al que llamó Complejo de la madre muerta. La madre, necesariamente no lo está, pero en el psiquismo del hijo o de la hija la desaparición de su atención y de su afecto producirá una falta, una herida de la que el precario psiquismo infantil se defenderá con uno de los mecanismos de defensa más primitivos en la defensa contra el trauma: la disociación o escisión. Mecanismo que acentuará en el sujeto la percepción y la toma de conciencia de la fragmentación que nos constituye, de modo que el psiquismo del niño quedará expuesto en el futuro a una cierta angustia de desintegración, lo que dificultará el acceso a la estabilización, a una identidad unificadora, colocando a menudo al sujeto así constituido al borde del abismo.

Además, con la retirada de la mirada3 de la madre, en la mente del infante se efectuará una escisión funcional que la dividirá en dos: una parte se identificará con el Yo ideal omnipotente que incorporó la figura de apego, que lo cuidó y le proporcionó la fuerza pulsional necesaria para ocuparse ahora de la parte dañada: el niño que se sintió abandonado y desamparado tras la herida, que permanecerá, perplejo e indefenso, en otra parte del sí mismo. El incipiente psiquismo así dividido procurará evitar los traumas venideros con conductas que lo preserven del exterior, del que temerá siempre otra agresión, incrementando para ello su capacidad imaginativa, el espacio de la fantasía y la producción simbólica que le protegerá y calmará como lo hizo en aquél primer tiempo la figura de cuidados. La sublimación, desplazar energía sexual a objetos culturales y reconocidos socialmente, será en adelante una de sus defensas prioritarias.

Omnipotencia y desamparo forman así parte inseparable de la constitución subjetiva del creador. Esta alternancia está en la base de que los creadores fueran llamados los hijos de Saturno4, los melancólicos, tal y como subrayase Aristóteles, seres siempre en busca de esa feliz fusión originaria previa a la herida que estará, postulamos, en el origen del topos literario del paraíso perdido, de la experiencia del sentimiento oceánico, de la inefable sensibilidad mística y del anhelo de absoluto de los creadores. 

Hablamos pues de seres escindidos que transitan entre la arrogancia y la impotencia; apoyados en la primera, en aquél narcisismo primario que naufragó después, el sujeto podrá elevarse por encima de los daños ocasionados por ese primitivo abandono y repararse a sí mismo, calmar su vulnerabilidad latente, libre de la exposición a un mundo que le resulta más amenazante que el que creará con su imaginación, haciendo de la entrega a la obra el objetivo central de su vida. 

He llamado a este proceso Factor Munchausen5, tomando una de las imágenes más pregnantes de un episodio de la obra de Raspe, Las aventuras del barón de Munchausen6, en el que el protagonista, un hombre indestructible, durante la guerra contra los turcos en la que combate, cae con su caballo en un pantano y se hunde en sus aguas cenagosas hasta que consigue salir de él tirando hacia arriba de sus propios cabellos. La mano del barón lo sostiene como si estuviese apoyada sobre suelo firme, de modo que eleva su cuerpo, y a su caballo con él, hasta la superficie de las aguas. Se trata de una expresiva imagen de la auto-reparación: con la fuerza de la imaginación creativa, el autor, el creador, consigue salvarse de las ciénagas de lo traumático que podrían haberle anegado. 

Cuando James Joyce visitó a Carl Jung para que diagnosticase a su hija Lucía, que sufría esquizofrenia, temeroso sin duda de las palabras que el psiquiatra podría pronunciar sobre el diagnóstico de Lucía, le dijo al psicoanalista que ella, como él mismo, jugaba con el lenguaje hasta romperlo. Pero Jung, certero, le respondió: Sí, pero allí donde usted naufraga, ella se ahoga. Aludiendo a una singularidad que en Joyce era juego creativo y en Lucía producción delirante.

El segundo concepto que propuse para comprender los procesos creativos fue el de la Función Autor7. Aunque lo tomé prestado de Foucault, no se corresponde con aquello a lo que el filósofo francés aludía, sino que lo desplazo para expresar las consecuencias benéficas de esa especialización en crear, de ese ocuparse en incrementar el campo de la imaginación y de la fantasía que caracteriza a los creadores, en cualquier el soporte artístico en el que se expresen. Mediante la exploración de su mundo psíquico8 y la producción de una obra, que les permite metaforizar los materiales biográficos, la escritura se convierte para el autor en un auténtico «acompañante interno» que lo consuela de la experiencia de fragmentación y de multiplicidad que lo angustian, acompañante del que los creadores extraen enormes ventajas. La primera de ellas será la producción de una identidad narrativa9 que se impone sobre la biográfica, atravesada por el trauma. Poco a poco, el autor se identifica con su propia obra, que jalona y ordena los aspectos más importantes de su biografía. Esta identidad narrativa se acompaña con la inscripción en una genealogía nueva que sustituye a la real; padres literarios y personajes inventados serán quienes le permitan manejar el enigma de los hombres y mujeres de carne y hueso de su pasado y de su presente. Una cierta integridad funcional que sutura los efectos de aquella disociación sería la tercera ventaja de la producción artística, de la salida creativa. 

Esta dinámica que describimos aquí arroja luz sobre el hecho de que los artistas sufran una incidencia de trastornos mentales mucho mayor que la población general, especialmente de bipolaridad (lo que se explicaría por la alternancia entre el Yo omnipotente infantil y el Yo desamparado al que aludimos), de adicciones, depresiones y suicidios. Menos frecuentemente están aquejados de esquizofrenia, la psicosis más destructiva, pues si bien la salida creativa de aquel trauma, reeditado en múltiples situaciones de separación y abandono que la vida no dejará de proporcionarnos, le procurará cierto consuelo y un provisional equilibrio paliativo, la creación no logrará canalizar enteramente la angustia que esa herida genera, que se expresará insistentemente en la producción de síntomas. 

Poco a poco, el autor se identifica con su propia obra, que jalona y ordena los aspectos más importantes de su biografía. Esta identidad narrativa se acompaña con la inscripción en una genealogía nueva que sustituye a la real

Pensemos en el expresivo oximoron de Clarice Lispector cuando afirma que la escritura es una maldición que salva. Ella no pudo lidiar con todos sus fantasmas pues, a pesar de la escritura y de la terapia psicoanalítica a la que se sometió, sufrió de una ansiedad de fragmentación constante que sorprendía por su intensidad hasta a su propio psicoanalista, pero cuya percepción aumentada le permitió también elaborar una obra singularísima, que detalla con precisión tanto los estados anímicos de sus protagonistas como los de la mente del autor que los concibe.

Sin embargo podemos ir más allá, pues por fuera de la obra, y aun del síntoma, queda todavía lo inasumible, lo no metaforizado, lo que pugna por expresarse sin lograr adherirse a ninguna de las oportunidades que le concede el lenguaje. Son elementos disruptivos, inconexos, separados del resto, locos; partículas elementales irreductibles a otras más pequeñas y manejables, formas oscuras, tinieblas. Si para Blanchot10, Eurídice era la inspiración y Orfeo el poeta que fracasa en cada intento por elevar a la superficie de la obra la materia informe de su prehistoria personal, el regreso al infierno de Eurídice sería la figura que representa esa parte maldita11 que no se metaforiza y que persiste en su vertiente más autodestructiva, en su salvaje empuje hacia la angustia y la pulsión de muerte. 

Vamos a llamar a ese resto inasimilable, productor de patología pero también causa de la insistencia en crear, ruido blanco12. 

El ruido blanco es muy similar al que oíamos cuando un canal de televisión no está sintonizado y la pantalla muestra una imagen de blancos, negros y grises parpadeantes mientras emite un sonido que contiene todas las frecuencias audibles por el oído humano, de manera que la presencia de ese ruido enmascara la percepción de cualquier otro sonido. El ruido blanco es la amalgama de todas las frecuencias auditivas posibles, la expresión de impulsos eléctricos que no pueden ser interpretados como señal pero que pulsan cual fotones enajenados y errantes, nómadas, no ligados a ningún significante, sino definitivamente expulsados de lo simbólico; un ruido blanco al que vamos a atribuirle aquí el fracaso de la Función Autor. 

La constante insatisfacción de Alejandra Pizarnik13 en su lucha contra los límites del lenguaje, nos hablaría de él:

Entre lo decible
Que equivale a mentir
(todo lo que se puede decir es mentira)
el resto es silencio
solo que el silencio no existe
(En esta noche en este mundo)

El silencio no existe, la separación del lenguaje de la cosa se hace insoportable porque el poeta quiere eliminarla a toda costa, quiere atrapar un real que se le escapa siempre, sin encontrar la calma, el silencio. En su entrada del 25 de septiembre de 196314 escribe Pizarnik: «Hablo de mi enfermedad de lejanía, de separación». Una conciencia de la separación, sinónimo de soledad que no le impedirá desear el milagro de encontrar en la vida real una presencia protectora. Un milagro que nunca se producirá, pues se trata de un anhelo de fusión con el objeto perdido para el que ni siquiera el esquivo acompañante interno que procura la escritura será suficiente. Ausencia estructurante que situamos en la génesis del sentimiento melancólico. Cito:

5 de octubre (1963) «Espera del milagro. Igualmente de niña, cuando caminaba dichosa, segura de que me seguía una presencia protectora, divina. Cuántas veces le ofrecí la ocasión de manifestarse… Me detenía con los ojos cerrados: “Va a suceder, háblame, está por suceder, háblame…”.

Y ahora. Llueve y lo espero y tal vez no venga y lo amo».

Anne Sexton también buscaba en sus amores y en sus amigos la fusión primigenia que tanto anhelaba, y les pedía una disponibilidad imposible de conceder al otro sin perdernos a nosotros mismos en esa entrega, por lo que su insatisfacción estaba también garantizada. En una de las cartas que le escribe a su admirada Erica Jong unos meses ante de suicidarse, le confiesa15:

«Solo puedo asentir atontada cuando dices que sientes “un hambre muy profunda en mi interior”. Mis ondas cerebrales no hacen más que decirme que eso es algo básicamente desagradable y humillante, pero ahí están, y llevo toda esta semana sumida en un lodazal de desesperación absoluta».

Un hambre voraz de calidez que no podía satisfacer ni su marido, ni sus amigos, ni los hombres que conoció en el servicio de citas por ordenador al que recurrió tras su divorcio, ni la religión a la que se entregó en sus últimos años. Tampoco la escritura. 

Ruido blanco, voracidad autofágica, melancolía por la pérdida de un objeto desconocido y ansiado que devora el ser, a veces hasta su aniquilación.

La depresión que atormentó en distintos momentos de su vida a Leonora Carrington, quien expresó en su pintura y en su escritura algunas de las fantasías que poblaron sus delirios de juventud y sus sueños, serían también ejemplos de ese ruido interno que se resiste a ser interpretado, a convertirse en señal, a metaforizarse en obra, pero que insiste y perturba, angustia y consume, a veces con la producción de síntomas, otras con efectos letales, aunque Leonora logró dominarlo hasta su muerte.

La experiencia de fragmentación, de ser muchos, a la que la mayoría de los escritores llaman caos, está en el origen de ese ruido blanco; poner orden en el caos es casi un lugar común, una de las funciones más reconocidas de la escritura, según declaran frecuentemente los autores. 

Escribe Paul Auster17:

«Todos tenemos que poner orden en el caos de nuestra vida cotidiana, todos tenemos que hallar un medio que nos evite caer en la locura». 

Los hijos de Saturno corren peligro, pero ese peligro interno se torna en reclusión y estigma con mayor frecuencia en las mujeres que osan crear. Lo sabía Alda Merini, a quien llamaron histérica como a todas las que abandonaron la camisa de fuerza que las esclavizaba en un rol femenino que no podía contener su personalidad; pero la camisa de fuerza de Alda Merini fue real. Lo supo Charlotte Perkins Gillman, quien describió en su conocido relato, El papel pintado amarillo18, el tormentoso encierro que sufrió como paciente del ínclito Dr. S. Weir Mitchell, adalid de los tratamientos médicos que se aplicaban a las mujeres por fuera de la norma. 

De histeria e hiperestesia fue diagnosticada la poeta chilena Teresa Wilms antes de su suicidio, a los veintiocho años. La hiperestesia es un trastorno de la percepción que aumenta la intensidad de las impresiones sensoriales, de manera que el afectado experimenta de manera extraordinaria estímulos de baja intensidad que para otros pasan desapercibidos; hoy, en nuestro mundo hiper-diagnosticado e hiper-patologizado, los creadores serían calificados de Personas altamente sensibles. A este respecto, Elías Canetti19, en Diálogo con el interlocutor cruel, se consideraba a sí mismo un explorador de las emociones, y afirmaba:

«Pero lo cierto es que un hombre como yo, que conoce la intensidad de sus impresiones y siente cada uno de los detalles de cada día como si éste fuera su único día […] pero al mismo tiempo no combate esta predisposición puesto que le interesa justamente el relieve, la agudeza y concreción de todas las cosas que van formando una vida, resulta, pues, que un hombre de estas características explotaría o acabaría desintegrándose de cualquier forma si no se calmara escribiendo un diario (pp. 341)».

La agudeza de Canetti le lleva a subrayar una característica propia de las personas creativas a la que ya aludimos: lejos de combatir esa intensidad de percepción como hace el común de los mortales, la cultivan para diseñar su propia obra en un ejercicio incesante de reflexividad. De ahí que el equilibrio logrado sea tan a menudo demasiado inestable, pues esta exploración les expone también al dolor.

Pero el fracaso más estrepitoso de la Función Autor, esto es, de la capacidad de la escritura para integrar y estabilizar el frágil mundo psíquico de los creadores a través de esa piel de palabras, tiene como exponente máximo el suicidio, y las verdaderas causas del suicidio son insondables, dado que quienes consiguen acabar con su vida son inaccesibles al análisis. Sin embargo, en las biografías de los suicidas encontramos con frecuencia un profundo sentimiento de ausencia de reconocimiento –fundada o fruto de su necesidad excesiva del mismo-, como observamos en John Kenedy Toole o Foster Wallace. 

Las causas de la autolisis pueden ser múltiples, pero proponemos colocar en esa incógnita, esa insondable X que nos interroga, nuestro ruido blanco, un sonido incisivo, persistente e indescifrable frente al que algunos de los aquejados por la fiebre de absoluto solo pueden desprenderse apagando para siempre el televisor. En palabras de Tzvetan Todorov20:

«Si se busca el absoluto en estado puro, se encuentra la muerte y la nada: quien está vivo es por fuerza imperfecto y puede perecer».

1. Es como si alguien descendiera al infierno. Pero cuando vuelvo -si es que vuelvo- habré visto otras cosas, más cosas. No digo que tengáis que creerme. Digo que siempre hay que cambiar de tema para evitar afrontar la verdad. (…) Yo quería decir “evidencia”.
2. Green, André, Narcisismo de vida, narcisismo de muerte, Amorrortu, Buenos Aires, 1999
3. Hemos de entender en forma metafórica algunos de los términos que empleamos aquí. La mirada de la madre, por ejemplo, es un momento inaugural de reconocimiento y atención que luego se perderá en gran medida en la dinámica del Complejo de la madre muerta que describimos.
4. Raymond Klibansky, Erwin Panofsky, Fritz Saxl, Saturno y la melancolía, Alianza editorial, Madrid, 1991.
5. López Mondéjar, Lola, El Factor Munchausen. Psicoanálisis y literatura, Cendeac, Murcia, 2009.
6. Raspe, Rudolf Erich Las aventuras del varón de Munchausen, Nordicalibros, España, 2014.
7. López Mondéjar, Lola, Una espina en la carne. Psicoanálisis y creatividad, Psimática, Madrid, 2015.
8. La persona interior que Harold Bloom analiza en los personajes de Shakespeare, a quien atribuye la invención de lo humano.
9. Ricouer, Paul, Caminos del reconocimiento, Trotta, Madrid, 2005.
10. Branchot, Maurice, La mirada de Orfeo, 1955
11. Bataille, George, La parte maldita, 1949
12. Agradezco a Gala Hernández López, investigadora en Teoría de los medios y Estética cinematográfica en la universidad París VIII, que haya encontrado un nombre para este concepto durante las conversaciones en las que le expuse el enigma que con él intento nombrar.
13. Lola López Mondéjar, Psicoanálisis y literatura, si digo agua ¿beberé?, Enclave de libros, Madrid, 2022.
14. Pizarnik, Alejandra, Diarios, Lumen, Barcelona, 2013. pp. 1093
15. Sexton, Anne, Un autorretrato en cartas, Linteo, Ourense, 2015.
16. La infructuosa búsqueda de fusión en la vida real a la que se entregan muchas escritoras y artistas, y el desencanto consiguiente, las conduce a menudo a la religión o a un encuentro con la experiencia mística. Es el caso de Anne Sexton, Carmen Laforet, Elena Fortún, entre otras.
17. Auster, Paul, Una vida en palabras. Conversaciones con I.B. Siegumfeldt, Seix Barral, Barcelona, 2016.
18. Perkins, Gillman, Charlotte, El papel pintado amarillo, Editorial Contraseña, Zaragoza, 2012.
19. Canetti, Elías, La conciencia de las palabras, Obras Completas V, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012.
20. Todorov, Tzvetan, Los aventureros del absoluto, Galaxia Gutenberg, Madrid, 2007.