Escritor, fotógrafo y hombre de acción, Maristany calificaba la expedición que dio pie a este libro como «la gran aventura de mi vida». En 1962, el presidente de Montesa, Pedro Permanyer, entregó a un grupo de jóvenes tres prototipos de un nuevo modelo de ciento setenta y cinco centímetros cúbicos a fin de que lo probaran cruzando África: desde Ciudad del Cabo hasta Túnez, veinte mil kilómetros. Llevaban consigo un todoterreno de apoyo y las aventuras fueron infinitas, en el desierto y en el Nilo, con tribus hostiles y anfitriones hospitalarios.

Los otros cuatro participantes —Oriol Regàs, que tuvo la idea; Tei Elizalde, Enric Vernis y Rafa Marsans— eran motoristas con experiencia; a Maristany lo reclutaron como cronista literario y visual. La aventura tuvo mucha resonancia y el libro, publicado por Editorial Juventud en 1963, mereció numerosas reediciones. La moto, diseñada por Leopoldo Milà, recibió el nombre de «Impala». «Cuando oigo su peculiar petardeo, me emociono. Me trae a la memoria un montón de recuerdos felices amasados con sudor, polvo y pánico», rememoraba el escritor años más tarde.

Nacido en Barcelona en 1930, estudió en los jesuitas e hizo la carrera de Derecho. Pero le tiraba la acción y la vida al aire libre. Su primer libro, Ha nevado en La Molina, era un retrato costumbrista del mundo del esquí en la Cerdaña en los años cincuenta, que conocía al dedillo. Tras la aventura Impala, lo contrataron para filmar un safari en Chad, aunque, amante de los animales, no lo disfrutó mucho, porque «cazar bichos indefensos nunca ha sido santo de mi devoción». Relata en ese episodio: «Sobreviví a la mosca tse-tse, a la malaria y a una estampida de búfalos y volví de África con una joven y traviesa mangosta que regalé a mi novia». Se trataba de la arquitecta Inés Jackson, con la que se casó poco después y que le dio dos hijos, Lorena y Héctor.

Ambos recordaban ayer, en el funeral, la idiosincrasia de su padre: «Huyó de convencionalismos, vivió una vida plena y feliz y todo fue a su manera», subrayaron. Amante de la montaña, subió el Mont Blanc y el Cervino y no llegó a coronar el Eiger por unos centenares de metros (que sí superó su mujer, avezada alpinista). Apasionado por el mundo ferroviario en desaparición, recorrió varias veces España y Portugal fotografiando trenes de vapor para volúmenes como Adiós viejas locomotoras, Carrilets de España y Portugal o Los últimos gigantes.

Su pasión animalista la desarrolló en las novelas Gurko, el águila real y Rikki-Tikki.

Sin embargo, su trabajo literario más ambicioso y conseguido es una novela de mil páginas, La enfermera de Brunete, best seller del año 2007, en cuya historia editorial tuve la oportunidad de desempeñar un pequeño papel. Narra la historia de la familia de los Montcada durante la Guerra Civil, desde el asedio al castillo de Requesens donde residen hasta el retorno del hijo mayor tras un largo periplo de horrores y muertes. Su perspectiva era la del bando nacional —se basaba en historias familiares—, pero lo que mostraba sobre todo, de manera implacable, es el poder insensibilizador y deshumanizante de la guerra, cualquiera que sea el bando. La maduró en sus viajes por la España interior, cuyos paisajes daban fuerza y color a estas páginas.

La había empezado en los años setenta, la envió sin éxito a un premio y siguió trabajando en ella durante seis lustros. Finalmente, la autopublicó en 2006 con una editorial técnica, que no le dio difusión. Sin conocernos personalmente, me envió un ejemplar. Me impresionó la potencia narrativa, el tono épico y la vena romántica; escribí un artículo elogioso y la recomendé a algún editor amigo. Pocos meses después Planeta lanzaba una edición nueva y cuidada. No ha dejado de reeditarse, con más de cien mil ejemplares vendidos. «El éxito tardío —señalaba— representa una satisfacción enorme».

Maristany ha sido una figura fuera de registro, como salido de una página de Kipling o de P. C. Wren, con su porte nervioso, sus chaquetas de corte británico y sus fulares. Consciente de que le llegaba el final debido a un cáncer de páncreas, a fin de canalizar las visitas de amigos que conocían su estado, decidió organizar en su domicilio una «jornada de puertas abiertas» en la que podían pasar a verlo. «La próxima será una jornada con los pies por delante», bromeó a su mujer y sus hijos. Y luego se puso serio al recordarles: «Ha llegado mi última hora, y encantado. Tengo la mochila bien cargada y los deberes hechos».

Ayer, al final del funeral, los asistentes cantaron La vall del riu vermell, un himno clásico del montañismo. Fuera, en la calle, a Manolo Maristany lo esperaban las Impalas relucientes.

(2016)

 

LA FORMIDABLE CARMEN BALCELLS
En 1992 el joven directivo alemán Hans von Freyberg se instaló en Barcelona para dirigir la editorial Plaza y Janés, enviado por la multinacional del libro Bertelsmann. Una de sus primeras visitas preceptivas fue a Carmen Balcells. Impresionada por sus exquisitos modales, la agente decidió impartirle una lección de vida práctica. Y le dijo: «Mira, Hans, si quieres moverte con comodidad por este país, hay dos palabras que tienes que aprender. Una, en catalán, es torna, y quiere decir las compensaciones que tendrás que conceder para poder llevarte algo que quieres. Y la otra palabra importante es “chanchullo”».

La anécdota ilustra al personaje tan complejo y fascinante que acaba de fallecer. Alguien que combinaba un cerebro permanentemente activado a tropecientas mil revoluciones por minuto, lengua afilada y rápida, el sentido del humor utilizado como elemento de distensión y también como arma arrojadiza, entrega y autoritarismo, sensibilidad que no temía desbordarse en imprevistas y abundantes lágrimas y cornetín de mando. Una vez le sugerí que hiciera un libro de autoayuda titulado Pensar como Carmen Balcells; sería un superventas. No me dijo que no.

Junto a su decisivo papel en la consolidación del boom de la literatura hispanoamericana y la internacionalización de Barcelona como capital literaria, resulta menos conocida, fuera de los círculos especializados, la forma en que cambió las reglas de juego del mundo del libro español. Utilizando el poder que le confería ser la representante exclusiva de autores como García Márquez y Vargas Llosa, en los años setenta Balcells introdujo novedades como el cobro de derechos de autor por anticipado (hasta su irrupción lo normal era que los autores recibieran liquidaciones tan sólo a posteriori, sobre ventas en librerías, con poco control sobre las cifras que les pasaban los editores).

También impuso la redacción de contratos a término (hasta entonces los acuerdos editoriales no tenían fecha de finalización y un editor podía reeditar de por vida las obras de un autor mientras mantuviera unas mínimas ventas, sistema calificado por muchos de feudal). La Ley de Propiedad Intelectual de 1987, que prohibía los contratos indefinidos, recogió una forma de hacer las cosas que Balcells había empezado a exigir doce años antes. Estas innovaciones dinamizaron la industria cultural y permitieron que muchos autores empezaran a ganarse medianamente la vida, aunque también no pocos editores criticaron el encarecimiento que generaban y el perjuicio que resultaba para los sellos pequeños y medianos, al que achacaron incluso el hundimiento de algunas editoriales en los años ochenta. A los jefes de nuestro mundo del libro les costó tiempo aceptar el papel de Balcells y acostumbrarse a su poderío.

«El editor —manifestó una vez— es un ser arrogante por naturaleza; el escritor es un ser endiosado por naturaleza, y el intermediario entre ambos tiene que conciliar posiciones. Lo que yo he aprendido en mi carrera es que sólo la cúpula de cada empresa editorial tiene capacidad para tomar decisiones y, por lo tanto, hay que entenderse con la cúpula».

Y, además, disfrutaba poniéndola a prueba, como con su juego del «papel doblado». En ocasiones, antes de empezar una negociación con un editor, escribía en un papel lo que supuestamente le ofrecía otro sello por determinado libro. Pedía a su interlocutor que apuntara en el reverso lo que pensaba ofrecer él. Destapaban ambas cifras, comparaban y la discusión daba comienzo.

Gran anfitriona, agasajaba regularmente en su domicilio de la Diagonal, dos pisos por encima del de la agencia (todos ellos alquilados al marqués de Foronda), a sus autores: a los importantes y a otros que los que no lo eran tanto, pero en los que creía. Pude asistir a los celebrados en honor de Gabriel García Márquez, Pilar Donoso o Wendy Guerra. En una cena para Isabel Allende hizo embotellar cava con la etiqueta de la novela que estaban lanzando. En una comida del año pasado, en petit comité con Vargas Llosa y Patricia, surgió el tema político: se mostró admiradora de la reina Letizia (Balcells no se perdía la recepción real del 22 de abril y, en los últimos años, tuvo un papel activo en la Fundación Princesa de Girona) y también muy crítica con el movimiento independentista catalán.

Cuando estaba organizando el Año del Libro 2005 de Barcelona, le pedí que participara de alguna forma, y su implicación superó cualquier expectativa. Organizó un fastuoso «Cumplelibros» en el Palau de la Música, donde reunió a varias decenas de autores de su agencia —Ana María Matute, Eduardo Mendoza, Bryce Echenique…— que brindaron con el alcalde Joan Clos al son del «Libiamo» de La Traviata, con librería en el foyer y barra abierta durante todo el día. Es mi mejor recuerdo de Carmen y lleva estampado la palabra «generosidad».

(2015)