POR MERCEDES MONMANY
La actriz y autora de memorias María Casares. Fuente: wikicommons

Hija del político republicano Santiago Casares Quiroga, antiguo ministro y Presidente del Consejo de Ministros durante la Segunda República, bajo la presidencia de Manuel Azaña, María Casares (La Coruña, 1922 – Alloue, región de Poitou-Charentes, 1996), nacionalizada francesa en 1975, es recordada hoy como una de las más grandes actrices del teatro francés de toda la historia. Aunque también sería la intérprete inolvidable de películas míticas del cine de ese país como Les enfants du paradis de Marcel Carné, Les Dames du bois de Boulogne de Bresson o el Orfeo de Cocteau. Gran amiga del actor Gerard Philippe, en 1944 tuvo un encuentro que determinó su vida por completo, como es visible en sus magníficas memorias Residente privilegiada, recuperadas hace poco en la Biblioteca del exilio, de la editorial Renacimiento, y en la también imprescindible Correspondencia María Casares-Albert Camus, aparecida recientemente.

Justo el día del Desembarco en Normandía, María Casares (como cuenta en pasajes de sus memorias de una cautivadora belleza, pasión e intensa carga poética) inicia una relación con el gran escritor y dramaturgo Albert Camus. Una relación que, con interrupciones, ya que él estaba casado, y nunca rompió aquel compromiso inicial, duró toda su vida, hasta el día de la muerte del que fue su gran amor en 1960. María protagonizaría algunas de las más grandes obras escritas por Camus como El malentendido, El estado de sitio y Los justos. «Como mi padre, como mi madre –escribirá en sus memorias- (él) se convirtió en mi propia materia viva, sin nombre, sin rostro, hasta el punto de que al verle de pronto en una fotografía inesperada o en una página extraviada escrita por su mano, años y años después de su desaparición, sufría yo la misma conmoción que si hubiera muerto la víspera (…) Por mi comodidad y mi paz y la comodidad de aquellos, aún con vida, que se encuentran en las mismas condiciones dolorosas ante su ausencia, habría preferido abstenerme de hablar de él; pero esto no puede ser; tomando el relevo de mi padre, fue él quien me hizo».

Convertida en musa del existencialismo francés, y en general en una actriz adorada por público y crítica en su tiempo, Casares representó igualmente obras escritas por Sartre, Jean Anouilh, Victor Hugo, Marivaux, Jean Cocteau, Jean Génet o Paul Claudel, entre los franceses, o bien de Shakespeare, Anton Chéjov, Ibsen y Eurípides, entre el repertorio universal. Su papel como Lady Macbeth es recordado como legendario dentro de la escena de su tiempo. En 1949, entró en la Comédie Française y cinco años más tarde lo haría en el Teatro Nacional Popular (TNP), compañía pública con una fuerte preocupación social. Por otra parte, su papel sería esencial en la creación del célebre Festival de Aviñón. En 1980, publicaría en Francia, en la editorial Fayard, sus memorias Résidente privilegiée, dedicadas, como ella decía, «a las personas desplazadas». Es decir, a todos los exiliados, de cualquier parte del mundo, como ella.

Un texto sin duda fundamental, no solo para acercarse a la tragedia de los expulsados de su tierra a causa de guerras y persecuciones políticas (su padre, Casares Quiroga, un pilar fundamente en la vida de su hija, «para entrar en su memoria personal, es necesario hacerlo a través de la imagen de su padre», dirá María Lopo, en su excelente prólogo, nacido en La Coruña, tierra del dictador, fue de los políticos más odiados por Franco) sino como documento, escrito con una sinceridad, autenticidad y apasionada vehemencia lejos de artificios o máscaras, raras veces existente en creadores de enorme importancia que echan la vista atrás a todos los dramas, momentos de felicidad, encuentros trascendentales, carreras artísticas prodigiosas, nostalgias casi siempre inexpresables ante los de fuera, resurrecciones y pequeñas muertes encadenadas a lo largo de una existencia.

María Casares sería una hija del exilio, que había emprendido junto a su madre en 1936. Será a los 21 años, y en casa del escritor Michel Leiris, donde conoce a Albert Camus, que precisamente había publicado su obra de fama mundial El extranjero en el mismo año, 1942, en que María había debutado en el Théâtre des Mathurins. Poco más tarde, a raíz de su papel en la obra de Camus El malentendido («creo que puedes interpretar el papel de Marthe, lo ha escrito un joven autor al que aprecio», le dirá el director Marcel Herrand, tal y como recuerda la actriz en sus memorias) la noche del Desembarco, el 6 de junio de 1944, se convierten en amantes: «De madrugada abandonamos la casa de nuestro anfitrión –recordará María- en una bicicleta que nos llevaba, yo, sentada en el manillar. Y así, dichosamente borrachos uno y otro, llegamos a nuestro destino (…) Fue allí donde me enteré de que pertenecía a la Resistencia y donde me habló por primera vez del periódico clandestino Combat. Allí donde yo evocaba –para él- España y la imagen de mi padre. Allí donde nos disputábamos el título de mar más bello y oponíamos el uno al otro, aquí “mi Océano”, allí “su Mediterráneo”, durante horas y horas hasta estallar la risa».

Tanto las memorias de María, como su epistolario, se convierten en la crónica, atravesada por los duros acontecimientos de su tiempo, tanto españoles como europeos, que les tocó vivir, de un gran amor, de una gran complicidad y lealtad, más allá de cualquier circunstancia y situación. El fuerte nexo que les unió solo se vio fatalmente interrumpido en enero de 1960, debido a la muerte en accidente de coche de Camus. «La muerte los separa –dirá la hija del escritor, Catherine Camus, en un emocionado prólogo a su correspondencia- pero no sin haber vivido “transparentes el uno para el otro”, solidarios, apasionados, teniendo que alejarse a menudo, llevando una existencia plena, los dos juntos, todos los días, a cada hora, con una autenticidad que pocos seres tendrían la fuerza de soportar».

Una de las cosas más llamativas al leer las memorias de estas grandes mujeres de la cultura española exiliadas es comprobar, en los momentos más exaltados de su composición o reordenación de recuerdos, cómo la palabra «España» va unida a un doloroso magma de amor y furia a la vez, de nostalgia exasperada y llena de cólera en ocasiones, al sentirse abandonadas y solas a pesar de haber sido auténticas estrellas de su tiempo. Y no les faltaba razón. Tanto en el caso de María Teresa León y su magnífica Memoria de la melancolía como en el de María Casares, estando a lo largo de sus vidas permanentemente acompañadas por las más rutilantes figuras nacionales e internacionales de su tiempo, relaciones que van sumándose sin cesar a lo largo de su camino, enriqueciendo sin duda su existencia y sus obras respectivas, no son raros tampoco los asomos de rencor por tanto desgarro y sufrimiento causado por aquella parte de España que tras una cruenta Guerra Civil las obligó a decir adiós a su tierra durante décadas (el caso de María Teresa León) o prácticamente para todo el resto de su vida, en el caso de María Casares. La actriz, ya nacionalizada francesa, solo regresaría en 1976, y sería un regreso breve y accidentado, para representar El adefesio de Rafael Alberti. Se trataba de la primera vez que atravesaba los Pirineos tras su partida al exilio cuarenta años atrás.

Por su parte, María Teresa León regresaría a España en 1977, tras un largo exilio comenzado en Orán, continuado en Francia, en Argentina durante más de 20 años y, por fin, en Roma. Con una escritura dotada de una sensibilidad, carga poética y elegíaca realmente admirables, de imágenes y evocaciones grabadas en lo más hondo, de gran belleza; rememorando los momentos más duros de una guerra despiadada y el dolor de tantos amigos desaparecidos («escuchando la radio francesa, oímos, entre dos anuncios, una pequeña noticia que se deslizaba: “Antonio Machado ha muerto en Collioure” (…) Rafael alcanzó a decir: Ahora sí que todo ha terminado. Todo, todo se nos concluyó aquel día y con aquella noticia (…) Nuestra literatura de combate expiraba. Federico, muerto al comenzar la agonía; Antonio Machado, al terminarla. Dos poetas. Ninguna guerra había conocido jamás esa gloria»); recordando viajes y encuentros legendarios («Eisenstein, el padre del cine revolucionario, había sido nuestro alegre compañero por el Cáucaso y Crimea»); viviendo en lo cotidiano un exilio que los abocaba a todos a una vida errante no deseada («durante años, únicamente sus amigos judíos comprendieron su soledad») esta soledad íntima, profunda, mezclada con un rumor o vaivén de «sonidos» (voces, palabras, murmullos, acentos, músicas del pasado) parece mecerla en algunas de sus más subyugantes páginas y conjurar, gracias a la escritura y el amor por la palabra «libertad», esa aspereza y herida siempre supurante, cercana a lo inhabitable, del destierro: «Sentada en esta tierra de nadie que es el destierro, veo a veces alrededor mío un charco de sangre (…) Llegan cartas; libros… Nos llegan quejas. Los que escriben nos dicen que se sienten ahogados (…) Sí, pero… ¿Y nuestra soledad? Es como si el agua se hubiera retirado de nuestras costas, llevándose cuanto nos pertenecía y ante nosotros quedase una extensión estéril de cantos rodados y conchillas rotas».

Autora de una treintena de obras, María Teresa León (Logroño 1903 – Madrid 1988) es hoy día sobre todo conocida por sus Memorias. Como ha sucedido con no pocas mujeres escritoras ligadas a astros de fama inconmensurable de su tiempo, como es el caso de su marido el poeta Rafael Alberti, y si a ello añadimos la «anormalidad» y ruptura brutal que significa para cualquier autor vivir y publicar tras la tragedia del exilio, no es el suyo un caso único en el que su recuperación (y ausencia injusta, tras una larga carrera en la que practicó todos los géneros, desde la novela, el ensayo, la poesía, el teatro, los guiones cinematográficos o la biografía) se haga de forma tardía en el tiempo. Por tanto, es una buena noticia que la editorial Renacimiento recupere progresivamente su obra en una Biblioteca dedicada a ella. Quizá –como dice el escritor Benjamín Prado, especialista en su obra, en el prólogo- ese regreso tiene el valor de una clara «reparación, dada la escasa o nula difusión de muchas de sus obras en España».

Portada de Memoria de la melancolía de María Teresa León.

«Volví acompañada de mi nieto mayor, cuando él tenía trece y yo treinta de haberme ido», recuerda la poeta, dramaturga y editora Concha Méndez (Madrid, 1898 -Ciudad de México, 1986) en su libro Memorias habladas, memorias dictadas, grabadas por su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre, en compañía del escritor y profesor mexicano Héctor Perea en 1991. Unas excelentes memorias estas que sobre todo nos acercan a la personalidad sumamente atractiva, transgresora desde sus inicios («sus desplantes de rebeldía –se escribe en el prólogo- no fueron gestos exhibicionistas para escandalizar a la sociedad; al contrario, correspondieron a un verdadero esfuerzo por transgredir, desde su interior, todos los valores sociales y morales con los que le tocó nacer») de una escritora, de una mujer de firme espíritu independiente, nacida en el seno de una familia acomodada que, en aquellos días, a comienzos del siglo XX, no alentaba a las mujeres en el estudio y el conocimiento. Al contrario, las reprimía duramente, prohibiéndoles, pura y simplemente, «pisar la Universidad».

Una escritora cuya obra fue desconocida por el gran público y olvidada durante décadas, atrapada en el callejón muchas veces sin salida del exilio y, sobre todo, a la sombra, de nuevo, de un marido poeta y figura de la cultura de gran prestigio en su época: Manuel Altolaguirre. Una escritora que sufriría la pena añadida, ya en México, en la que sería su segunda vida, de un exilio solitario como creadora: «Si Gerardo Diego no la había incluido en su famosa Antología -se explica en el prólogo a las memorias- mucho menos iba a ser tomada en serio en un mundo literario que no era el suyo. Como había ocurrido antes de la guerra, los hombres se negaban a ver en ella algo más que a la mujer de un poeta: nunca quisieron reconocerla como escritora por cuenta propia, a pesar de haber publicado varios libros que lo demostraban. Su vocación ya estaba latente desde mediados de la década de 1920, mucho antes de casarse. Y esta marginación se agudizó a partir de 1944, fecha en la que ella y su marido se separaron (…) Después pasó al olvido. No pudo encajar en el grupo social de los exiliados (…) Los exiliados, sobre todo los hombres porque las mujeres se asimilaron a la vida cotidiana, siguieron con sus antiguos pleitos entre partidos políticos, en tertulias, en cafés». No hay que decir que en esas tertulias y cafés la aparición de mujeres era siempre escasa. Novia de Buñuel, descrita por María Zambrano como «una mujer con arrojo, un nombre de los que llenan el momento que se está viviendo», Concha Méndez fue amiga de Maruja Mallo, de Salvador Dalí, de Cernuda (que, en el exilio de México, vivió en una pequeña casa prolongación de la suya), de Aleixandre, Alberti, Moreno Villa, Lorca, Gregorio Prieto, Octavio Paz y Elena Garro, de Paul Eluard (cuando partieron ella y Manuel Altolaguirre al exilio) y, en general, de todos los grandes nombres asociados a las vanguardias de los años 20 y 30.

Sería García Lorca («Federico era divertidísimo, nos sorprendía por su manera de mirar las cosas, las flores y la gente se amplificaban por su personalidad») quien le presentó al impresor y editor malagueño Manuel Altolaguirre, con quien Concha se casó al año siguiente. Junto a su marido, como editores, contribuyeron a la difusión de la obra de la generación del 27, publicando colecciones de poesías y revistas como Poesía, 1616 (título que hacía referencia al año de la muerte tanto de Shakespeare como de Cervantes), y Caballo Verde para la Poesía (dirigida parcialmente por Pablo Neruda). ​Los testigos de su boda serían nada más ni nada menos que Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, José Moreno Villa y Luis Cernuda. Junto a Altolaguirre ambos crearon la imprenta La Verónica en una habitación del Hotel Aragón, y empezaron a editar la revista Héroe, en la que aparecieron obras de Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Pedro Salinas, Luis Cernuda y Jorge Guillén. Por esas fechas, a comienzos de los años treinta, Concha Méndez publicó obras de teatro como El personaje presentido, El ángel cartero y El carbón y la rosa, las dos últimas dirigidas a los niños. También por entonces publicó varios libros de poesía de tendencia vanguardista en obras como Vida a vida, Niño y sombras y Lluvias enlazadas. Tras pasar por París y La Habana, en 1944 el matrimonio se instaló en México, donde poco después se acabaron separando. «Todos perdimos –dirá Concha Méndez en su libro, recordando la guerra cruel que los había marcado para siempre a todos y que había separado a familias, entre ellas la suya, partidas en dos bandos enfrentados- los españoles peleaban entre hermanos y en ambos lados se cometieron horrores e injusticias. España fue utilizada para plantear problemas ajenos a ella. Por un lado, los nazis habían comprado a los militares encabezados por Franco y, por otro, se infiltró la ideología estalinista».