POR MERCEDES HALFON

Entre los poetas suele haber una desconfianza, o por lo menos la había, hacia los poetas que se pasan a la narrativa. Ambos géneros están separados de muchas maneras: en los anaqueles de librerías y bibliotecas, en los espacios de lectura pública, en los talleres de escritura y hasta en los looks portados por unos y otros. Nadie duda de que escribir poesía o prosa son asuntos diferentes, pero la cuestión es si, como dice la canción, son asuntos separados. Narradores que hayan escrito poesía hay pocos y si lo hicieron, lo atesoran en lejanos tiempos de misterio y confusión en su temprana juventud. Hasta la lectura de poesía suele ser muy ocasional; cuando se les pregunta por vates favoritos, alzan los ojos al cielo y terminan mencionando algún nombre indiscutible. Inversamente, los poetas que empiezan a escribir narrativa o que pretenden hacer las dos cosas a la vez son mirados de soslayo por sus colegas, como si estuvieran perdiendo alguna clase de virtud. Aun cuando este juicio no sea colectivo o público, lo es privado: es que es muy difícil, una vez adquiridos los ritmos de la narrativa, volver a la cautela, la concentración y el silencio que requiere escribir poesía. Aunque quizás esté hablando solo de mí.

Hace algunos años que doy un taller de poesía en una carrera de escritura creativa en la universidad, donde la gran mayoría del alumnado quiere escribir cuentos, novelas o guiones cinematográficos. Su vínculo con la lírica es escaso, raleado, mediado por las materias anteriores que tuvieron en la cursada. La mayor parte confiesa no haber leído poesía hasta entrar en la carrera. Así es que atraviesan la materia con mayor o menor entusiasmo, siempre aquejados por la supuesta inefabilidad del poema, condición contra la que lucho vivamente. De un poema se pueden decir tantas cosas como de cualquier texto, pero son cosas que a veces se pasan por alto: la musicalidad, la disposición en la página, el juego de vocales y consonantes, el pacto misterioso que se establece con el lector, al que debe imantar rápido como una mariposa hacia la luz. Entender por qué un poema funciona no es más complejo que hacerlo con un texto narrativo, pero hay que utilizar otras partes de nuestra mente. El poema -digo habitualmente, sentada con media nalga sobre el escritorio- hace salir al lenguaje de su funcionamiento rutinario, y eso, en realidad, es algo que siempre debería buscar la literatura. Poema, prosa, no son tan distintos. Lo que entendemos de un género nos sirve para el otro y viceversa. Les hablo a ellos, pero también me estoy hablando a mí.

No tenía idea del concepto de autoficción. Y preferiría seguir ignorándolo. Para mí lo escrito, aunque tomara el formato de novela breve, tenía el mismo grado de verdad de un poema. Es decir, el que tiene por su forma, por su sentido, por sus sugerencias. Por estar en el mundo. Por lo que sucede al leerlo. Quien escribe, aunque diga yo, es y no es el autor/a.
Si se inventó toda aquella aventura o si le pasó tal cual lo narra, es lo menos importante

Debo decir que mi arribo a la narrativa fue inverso al de mis alumnes de taller. Después de años de leer y escribir exclusivamente poesía, me anoté en una maestría de escritura creativa donde no me quedaba más remedio que ejercitar la escritura no versificada. En realidad, mis primeras armas habían sido hechas poco antes. No viene a cuento por qué, pero me había propuesto escribir sobre un tema bastante central en mi vida como lo eran –y lo son- mis problemas en la vista. Estaba obsesionada. Quería reflexionar sobre el sentido de la vista partiendo de mi caso particular, pero rodeándome de otras historias atravesadas por la cuestión de los ojos. Pensarlo, si se me permite la redundancia, desde distintos puntos de vista. Fui escribiendo algunas páginas breves en las que hablaba en primera persona, pero solo en un aspecto, el ocular. Así fueron apareciendo unas viñetas breves, autoconclusivas, que se iban sumando, una tras otra. Más que una estructura lineal que se desarrollaba en el tiempo, me surgía una forma esférica, como si estuviera construyendo las capas de una cebolla.

Se trataba claramente de una trampa, no voy a negarlo: cada uno de esos fragmentos eran escritos como si fueran poemas. Con un poco más de desarrollo, con la mano más suelta, con menos condensación. Pero finalmente el trabajo con cada texto no había sido distinto del habitual procedimiento para la poesía. Quizás, pensé después, fue por eso que me llevó tanto tiempo escribir ese libro. Muchos años. Porque escribía de a una palabra por vez. De a una oración por vez. De a una página por vez. Claro que siempre se escribe así, pero en mi caso esto era de modo radical. Cada noche que, agotada, decidía irme a dormir y dejar el texto para el día siguiente, no tenía la más mínima idea de cómo iba a seguir. Cada mañana tenía que empezar de vuelta. Cada página concluida era un pequeño triunfo sobre la nada.

Algo de esto escribe Fabio Morábito en su precioso libro El idioma materno, en un texto llamado «Verso y prosa» donde se pregunta en concreto por la diferencia entre la prosa y la poesía. Él dice: «La verdadera diferencia, diría la única, es que sólo hay una forma de escribir un poema, y es verso a verso, mientras que no se escriben un cuento o una novela línea por línea. El cuentista y el novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo; el poeta solo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene ocupado, y más allá de él no sabe nada; así cada nuevo verso lo toma por sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe, y en consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se reafirma a cada paso, en cada verso». Es muy complejo escribir narrativa con los presupuestos de la poesía, es decir, construir algo sin voluntad de construir nada, entregándose a la sorpresa, a la palabra que aparece como consecuencia de la anterior, en un golpe de la suerte, o de la inspiración. Hay que tener verdadera paciencia. Me estoy dejando esto anotado para mí.

Otra sorpresa que me llevé con ese, mi primer libro en prosa: nunca pensé, hasta mucho después de haberlo terminado, si el personaje que estaba viviendo esas peripecias con su estrabismo, su hipermetropía, su astigmatismo, era yo. Jamás me pregunté si tenía que preocuparme por eso. Ni en mis sueños más angustiantes me cuestioné si se trataba de una ficción o su opuesto. En síntesis: no imaginé que alguien podría preguntarme cuán graves eran mis problemas oculares reales, o si mi padre había muerto ya que no lo mencionaba en ningún momento del texto. No tenía idea del concepto de autoficción. Y preferiría seguir ignorándolo. Para mí lo escrito, aunque tomara el formato de novela breve, tenía el mismo grado de verdad de un poema. Es decir, el que tiene por su forma, por su sentido, por sus sugerencias. Por estar en el mundo. Por lo que sucede al leerlo. Quien escribe, aunque diga yo, es y no es el autor/a. Si se inventó toda aquella aventura o si le pasó tal cual lo narra, es lo menos importante.

Pero volvamos a la construcción, a las formas de escritura que propicia cada género. Releyendo lo anterior pienso que puse a la poesía del lado de lo impredecible, del arrebato, de lo que se escribe a ciegas y a la narrativa del lado de la técnica, el trabajo, la voluntad de construcción. Pero lo cierto es que es un poco más ambiguo, menos antinómico: son figuras que pueden intercambiarse. Más atrás dije que el poema no es inefable, que muchas ideas se desprenden de él y muchas otras lo propician. Además, tampoco es tan claro de qué hablamos cuando hablamos de inspiración.

Tratando de echar luz sobre estas cuestiones acudo como tantas otras veces a mis apuntes de la universidad –¡Suéltame pasado! – porque recuerdo un diálogo platónico donde se explayaba sobre la creación artística con una posición fuerte que podría servir reponer. Se trata del hermoso diálogo Ion. Recuerdo perfectamente leerlo en el bar enfrente a la Facultad, con un café de un lado y un resaltador del otro. Allí Platón asocia poesía e inspiración: el poeta es un médium o intermediario de la divinidad o las famosas musas. Está fuera de sí, es decir, crea en estado de enthousiasmos. Esta palabra griega –theos es dios- hace referencia a cómo el poeta está de algún modo poseído, se convierte en una suerte de transporte divino. Eso es estar entusiasmado. Algo muy parecido a cómo me sentía a los veinte años. Lo escribo para no olvidarlo.

Y no veo por qué esa adrenalina mística no pueda aplicarse a la escritura de prosa. No veo por qué no puede ese enthousiasmos ser también el que guía cuando tenemos ideas que aparecen en nuestra mente de la nada, solamente por estar escribiendo. Ese ánimo acelerado y bello que nos hace darle al teclado como si fuéramos Martha Argerich.

Pero para ser sincera, lo que más me sorprende de mis apuntes de Platón no son las ideas que aquí comparto, que igual me encantan. Lo que me sorprende es mi propia letra manuscrita de los veinte años, resumiendo esos conceptos. Su trazo, su legibilidad. Esos resúmenes me parecen una auténtica cápsula del tiempo. Aparece clara la escena del bar enfrente a la facultad bebiendo múltiples cafecitos y anotando párrafo a párrafo lo que consideraba las ideas principales. (No van a creerme esto, pero el bar ubicado enfrente de la facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, se llamaba Platón. Estaba en la misma cuadra que otro, llamado Sócrates, al que iban los profesores. Fue en ese bar donde hice todos mis resúmenes de la facultad. Hoy en el mismo lugar hay un local de shawarmas. Sócrates en cambio sigue existiendo, pero de ser un clásico bar de Buenos Aires, vetusto en el mejor sentido, pasó a ser un bar moderno, súper iluminado y carísimo. Bromeábamos que ahora debería llamarse Foucault.).

Es evidente que en aquel momento, principios del nuevo siglo, se vivía en un clima todavía analógico, que los cuadernos y carpetas ocupaban mucho lugar en nuestra mochilas, que no se usaba ni de cerca la computadora tanto como ahora, o que si se la usaba era en instancias claves, digamos para pasar en limpio un trabajo que se iba a entregar. Algo que, por supuesto, previamente había sido bocetado a mano. Ese hábito, escribir a mano, pensar sobre el papel, cada vez nos queda más lejos. Más allá de un apunte, una dirección, una lista para el supermercado, ¿quién escribe a mano? Parece parte de otra era.

Y no veo por qué esa adrenalina mística no pueda aplicarse a la escritura de prosa. No veo por qué no puede ese enthousiasmos ser también el que guía cuando tenemos ideas que aparecen en nuestra mente de la nada, solamente por estar escribiendo. Ese ánimo acelerado y bello que nos hace darle al teclado como si fuéramos Martha Argerich

Quiero decir que hoy solo uso letra manuscrita para escribir poesía, cosa que, por otra parte, no hago nunca. Pero puedo remitirme al pasado y decir que mi relación con la poesía quedó signada por la escritura a mano y mi método nunca se actualizó. Recuerdo perfectamente estar componiendo un poema con la mente, tener un verso, el siguiente, el siguiente, y parar en un quiosco para comprar una lapicera porque si no, me iba a olvidar. Ese es el modo que la poesía estaba en mi vida, la posibilidad de ir caminando por la ciudad y al mismo tiempo, ir escribiendo hacia adentro, las palabras se aparecían en mi mente como carteles de neón.

Las escasísimas oportunidades en que me aparece la idea para un poema, tengo la necesidad imperiosa de un cuadernito. No tengo una respuesta demasiado elaborada para esto. Diría que quiero ver los tachones o añadiduras en cada verso, las versiones que voy copiando abajo; necesito que quede testimonio de cada modificación. Si lo escribiera en la computadora, esos cambios se tornarían, digamos, invisibles y sería una pena. No sucede de igual manera con una prosa, sea cual sea, en la que no preciso observar ese ir y venir, que además en un texto largo se volvería demasiado engorroso. Ahora mismo, que escribo esto, cambio una palabra por otra. La palabra desaparece. Es reemplazada por una, tal vez, mejor. No me importa. No me angustia. Puedo perder esa palabra. Pero con un poema no podría permitirme esa desaparición.

Hace algunas décadas, cuando empezaba esta nueva era y se apagaba la analógica, hubo un sitio web -un blog para ser precisa- en el que se le preguntaba a diferentes poetas cómo y por qué escribían. El sitio se llamaba «La infancia del procedimiento» y ahora me parece que hay ahí una clave de toda esta cuestión. La escritura de poesía como si fuera la infancia, pero una infancia perenne, que no se apaga y está en el origen de cada cosa que escribo. Lapicera y papel. Ojos y ciudad. Dejo escrito esto para no olvidarlo nunca.