Comenzó como una pregunta cuando dibujé una montaña. La misma montaña que había sido rodeada por mi avión antes de aterrizar en el aeropuerto de La Aurora, en Ciudad de Guatemala. Fue durante los últimos meses del pasado año. Noviembre, tal vez. Lo recuerdo ahora cuando busco el origen de estas notas inconexas y desordenadas. Había llegado a la capital de Guatemala para impartir un taller de dramaturgia en el Centro Cultural de España, que se ubica cerca de la plaza de la Constitución, en un viejo cine art déco, próximo a la Catedral de Santiago y al Mercado Central, en la conocida como Zona 1. Puede que eso fuera todo lo que yo sabía sobre la ciudad que iba a visitar, su división cuarteada en zonas. Puede que supiera eso y también algo más, como por ejemplo unas cuantas advertencias que había recibido antes de viajar. «No saques demasiado el teléfono móvil para hacer fotos, ten cuidado. No te subas a los taxis blancos, cuentan demasiadas historias fatales sobre el destino de sus pasajeros, ten mucho cuidado». Sabía lo de las zonas, las advertencias y también lo de las maras, eso era todo lo que conocía de Ciudad de Guatemala. Mis asesores en España repetían que tuviera sentido común frente a los riesgos de la delincuencia callejera. Sus consejos nunca los entendí bien. Al fin y al cabo, había viajado hasta la capital centroamericana para impartir un taller de escritura teatral gracias a un programa de colaboración entre el Centro Dramático Nacional y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, la AECID. El viaje, que más bien era una gira por toda la región, me había llevado a visitar Panamá y Costa Rica. Un paseo de tres semanas que, tras la última parada en Honduras, me traería de vuelta a casa. «Vas de mejor destino a peor destino», insistían mis asesores. Cuatro países y apenas cuatro o cinco días para perderme en cada uno de ellos. No habría problemas, me decía, porque había venido a trabajar con los alumnos de los talleres y, salvo una breve escapada a Antigua, no tendría tiempo apenas para convertirme en un turista-al-uso ni para exponerme a equívocos o encuentros indeseados. Por eso recuerdo, incluso antes de aquella pregunta durante el taller, la imagen de la montaña que seguía creciendo en mi imaginación. Una montaña que crece, pero que no es una montaña. «Ese que viste desde arriba quizá sea el Volcán de Agua, uno de los que duermen», dijo el chófer que me recogió en el aeropuerto mientras dejaba entrever, como un misterio maya que se revelaba tarde, su diente de oro.
2
Leo ahora sobre una erupción volcánica en Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, uno de los libros que traje a mi vuelta del viaje:
Nido vio desparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua, arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos. Un día en que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
El día que dura siglos es el símbolo del estallido. La imagen más próxima a lo que sucede en el interior de un teatro y de un volcán. El tiempo de dentro se espesa, se detiene, y el tiempo de fuera corre más deprisa. Así funciona el presente.
3
El taller de dramaturgia se completa a través de la lectura de dos textos teatrales sobre los que sostengo la teoría. Intento —porque a veces no lo logro— explicar un procedimiento literario que para algunos alumnos de teatro resulta inédito, pero que es demasiado viejo en la historia del arte y de la literatura: la mise en abyme. A la hora de exponer dicha herramienta a los talleristas, la ilustro con ejemplos pictóricos y rebusco ejemplos en las obras clásicas de la literatura universal. Cito aquí algunos como El matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck o Las Meninas de Velázquez, El Quijote, Las mil y una noches o, incluso, Hamlet —por la conocida escena de los cómicos—, prosigo con Gide, Borges y Cortázar, así como con obras más actuales, películas como Synecdoche, New York o cualquier cinta que David Lynch haya rodado. Relatos abismados, relatos espejados, relatos enmarcados. Todas estas obras contienen ficciones incluidas dentro de otras ficciones y juegan en su estructura, con mayor o menor ambición, a eso que algunos teóricos llaman construcción de muñecas rusas o de cajas chinas. Espero que entiendan adónde quiero llegar cuando aquí nombre los «abismos» y espero que este lenguaje que comparto ayude a la comprensión de mis palabras. Continúo: los abismos que estudiamos durante el taller pueden tener un aspecto visual. Es decir, podrían dibujarse sobre una pizarra y ordenar sus jerarquías a través de una imagen, de un esbozo o un garabato. Para que los alumnos se enfrenten a procedimientos tan difusos y poco estudiados académicamente, el primer día de taller suelo trabajar sobre el texto Lejos (Far Away), escrito por la dramaturga inglesa Caryl Churchill. A través de esta obra de teatro, un clásico estrenado por el Royal Court Theatre a comienzos del siglo xxi, pretendo ilustrar cómo se elabora, desde la estructura, una pieza teatral contemporánea. Aparte de la genialidad de Lejos, dos motivos me deslumbran en este texto. Por un lado, el trabajo sobre el lenguaje y la precisión con la que este lenguaje se hace, a cada paso, más desordenado y caótico —podría decirse, más literario— conforme la obra avanza hacia la entropía. Por el otro, la fragmentación irregular con la que se ordenan la trama y los eventos de la fábula. Me explico. La pieza está dividida en tres escenas de dos personajes. Tres ejes de acción que ocurren tras diferentes saltos temporales, aunque son escenas sucesivas en el tiempo, pero que ocultan décadas entre cada una de ellas. La primera y la última son de mayor extensión, pero la escena central está troceada en microsecuencias de una brevedad insólita y muestran la evolución de los personajes durante una semana de trabajo. Los tres bloques ofrecen un conflicto apenas esbozado, con un tema diferente en cada uno, aunque los bloques evolucionan y se conectan a través de un personaje recurrente durante toda la función. Al concluir la lectura, me gusta acometer el dibujo de esta pieza en la pizarra, una tarea que realizo junto al grupo. El diagrama que esbozamos suele asemejarse a la silueta de un paisaje montañoso. Una cordillera que muestra su horizonte ascendente en cada una de las partes, pero que, entre ellas, ofrece también un vacío. El dibujo, en definitiva, está plagado de fallas; así que realizamos el descubrimiento en comunidad, todos juntos: la pieza de Churchill se construye en realidad, no en lo que enseña, sino en sus carencias y sus vacíos. Los grandes sucesos que afectan y configuran el mundo de los personajes ocurren fuera de la escena y de la palabra. Ante el desconcierto general, yo bauticé esta forma de escribir como Estructura Halong Bay. Si lo buscan en la red, el nombre se refiere a una zona costera al noreste de Vietnam, cerca de Hanoi, la capital. Si han visitado sus playas, pronto recordarán los montículos terrosos que se elevan sobre el mar de oriente, bloques de arena que se anexionan, que se enlazan. Se forman islas verticales que, en algún límite, contienen caídas directas hacia el agua salada. Esos pedazos de tierra irregular, de fragmentos indexados pero solitarios, reflejan lo que el dramaturgo escribe en el papel y lo que los actores dicen sobre el escenario. Los vacíos entre dichos fragmentos, los intermedios de aire y agua serían, entonces, lo que nunca escribió, la elipsis, lo que se evita, aunque pronto el autor será consciente de que ahí, en esos espacios, reside el verdadero valor de la obra que está escribiendo y el sentido de su texto. La nada que el dramaturgo tiene entre las manos, de la que es dueño, pero que, al mismo tiempo, quedará fuera de su control. ¿Por qué un bloque de tierra se une con otro? ¿Qué busca el autor al construir la obra a través de unidades separadas? ¿Por qué dos ideas que están lejos en el espacio/tiempo/significado se ordenan en continuidad? Ante la obra de teatro clásica, con un diagrama más parecido a la imagen de un puente de acero y hormigón, la que crece progresivamente hacia adelante y cumple con la regla de las tres unidades de Aristóteles (acción/tiempo/espacio), enfrentamos la obra de teatro contemporánea, la que está formada por bloques de tierra que se desmorona, rota y dañada, sobre un mar oscurecido e infestado de vacíos, como el corazón hueco de un volcán.
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Establecer en estas páginas una poética personal se me antoja una cuestión difícil. Cada texto que escribo surge de la grieta que no supe cerrar en la obra que precedía. Pienso en un lenguaje de la huida que termina encontrándose con el de la violencia. Pienso que el camino del olvido se enfrenta tarde o temprano con el de la memoria. Hallar la verdad, alguna verdad, tal vez ése sea el conflicto que permanece en todas mis obras. Es una lucha contra la percepción. La verdad y la realidad se parecen demasiado. La verdad es como un día nublado y la realidad, como el día que sigue a la erupción de un volcán. La nube fría o el humo negro se observan en su pegajoso parecido. Por lo tanto, en este tiempo nuevo en el que las ficciones han suplantado lo real, en el que los simulacros acontecen allá donde miremos —encendamos la televisión, adentrémonos en Internet—, el teatro puede ser una certera herramienta para silenciar el ruido del mundo en el que vivimos. La literatura se suma al artificio, a la irrealidad que reina en todo lo demás. Otra capa, arriba, debajo. Vivimos en nuestro propio abismo, por lo que si habitamos nuestras ficciones, si usamos las mismas herramientas de los poderes que manejan nuestro destino, quiero pensar, quizás así estemos más cerca de ofrecer las preguntas adecuadas a nuestro tiempo.