En efecto, desde mediados de esa década la práctica del ensayo se ha visto afectada paulatinamente por esta disputa, polarizando a la crítica en un extremo u otro. Tal es el punto en que nos encontramos en este 2017. Y no es sólo que el pasado inmediato está en discusión; el rechazo se ha radicalizado e incluye al pasado en su conjunto y, con ello, la noción misma de tradición, aquella que se renovaba y preservaba en obras como las de Paz, Fuentes y Alatorre. Decía yo que la obra de este último era ilustrativa debido a que los Ensayos sobre crítica literaria abordan temas y autores concretos que, si en su momento eran casos aún aislados, hoy constituyen la norma del ensayo. De modo que, si en aquella década Alatorre polemizaba con una naciente neoacademia, personificada en los argumentos de Evodio Escalante (1946) —a quien están dirigidos algunos de los ensayos del volumen—, Octavio Paz había protagonizado ya su propia batalla recibiendo los ataques de acaso el primer adalid en México de las teorías críticas, Jorge Aguilar Mora (1946), cuyo La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz (1978) constituyó un verdadero parteaguas en los estudios sobre el poeta y también en la orientación del ensayo. A partir de Aguilar Mora y Escalante la crítica ensayística comenzó a volverse casi exclusivamente universitaria. Los practicantes de las teorías críticas hoy se concentran sobre todo en los núcleos académicos, aunque eso no quiere decir que todo ensayista que se encuentra en ellos personifique una modalidad de la neoacademia. Este fenómeno es verificable no sólo en México. Existen ensayistas que ejercen la crítica cultural, como los norteamericanos Tony Judt, Mark Lilla o el mismo Harold Bloom, que, perteneciendo al mundo universitario, escriben a salvo del radicalismo teórico e ideologizante. Del mismo modo, en México existen ensayistas integrados a la academia cuyos títulos están dirigidos a lectores a quienes no se les exige una empatía previa con las jergas de la neoacademia, como Guillermo Sheridan, Roger Bartra (1942), Jesús Silva-Herzog Márquez (1962) o el muy joven Luciano Concheiro (1992).

Tampoco es exclusivo de México otro de los fenómenos que afectan al ensayo y a todas las formas y géneros de lo escrito. Con la desaparición de literatura como centro de la vida cultural, parecería que «la cultura» ha dejado de ser pública para transformarse en una esfera regida por categorías y prácticas muy similares a las del mundo universitario. De hecho, con la mengua de la república de las letras y su órbita de publicaciones periódicas y editoriales independientes, sobrevino una «profesionalización» del escritor más bien equívoca. En tal profesionalización el escritor no vive de escribir, sino de una plaza en las instituciones educativas o gracias al mecenazgo estatal y su sistema de becas. En este contexto, quien vive del cotidiano ejercicio de la escritura es una rareza y —para la nueva torre de marfil de la academia— algo espurio en la medida que aquello que cae fuera del sistema universitario pertenece al Estado o al mercado, ambos condenables. Este hecho ha conducido a una apreciación muy discutible. En efecto, para nuestra neoacademic era, la crítica tradicional está liquidada, ya que entre sus colegas sólo se practica alguno de los múltiples derivados de la teoría. Sin embargo, el ensayo ajeno a las aulas es tan vigoroso hoy como ayer. Ahí están para demostrarlo la reunión de ensayos de Juan Villoro publicados bajo el título De eso se trata (2008) o El secreto de la fama (2009), de Gabriel Zaid. Sin duda, ambos ejemplos cuentan con un mayor número de lectores que cualquier otro título de entre los más conocidos de nuestros ensayistas de la neoacademia, como Jorge Aguilar Mora, Evodio Escalante o Ignacio Sánchez Prado (1979).

Decía yo que los años noventa fueron la última gran época de la cultura impresa en nuestro país y que sus ensayistas más notables pertenecían a la generación de los cincuenta. En este breve espacio no se puede hablar de cada uno de ellos y sus respectivos títulos. Por lo mismo, me limitaré a señalar algunos de los rasgos que han dejado huella sobre las generaciones posteriores. Reconocido como uno de nuestros ensayistas más originales, además de un lúcido polemista, Gabriel Zaid (1934) publicó en esas fechas tres libros fundamentales: La nueva economía presidencial (1994), Adiós al PRI (1995) y Tres poetas católicos (1998) y, más acá, El secreto de la fama (2009), Dinero para la cultura (2013) y Cronología del progreso (2016). ¿En qué radica la originalidad de Zaid? Las variables de una posible respuesta a esta pregunta han sido casi siempre incómodas para nuestra vida cultural desde los años sesenta, cuando comenzó a publicar en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Zaid es un intelectual católico en un medio marcado por el jacobinismo anticlerical y oficial, al menos desde el triunfo del liberalismo de la Reforma. Ahora bien, se trata de un católico sui generis, distante del conservadurismo vernáculo y más cercano a la tradición práctica del utilitarismo anglosajón, enemigo de las explicaciones abstractas y ajeno a las ideologías omnicomprensivas y, por lo mismo, aliado del sentido común y las soluciones concretas para situaciones también concretas. En este sentido, desde sus primeros ensayos de crítica cultural se ha situado naturalmente en contra del vano intelectualismo, en particular, en contra de esa simbiosis muy latinoamericana, pero, sobre todo, mexicana, entre los libros (el capital curricular de la clase universitaria) y el poder. Sus polémicas en los años setenta documentan esa relación, y ejerció desde entonces una crítica severa a la intelligentsia en una de sus variantes más nocivas, como legitimadora y cómplice del fallido desarrollismo que caracterizó a casi medio siglo de presidencialismo antidemocrático. No es extraño entonces que Zaid emerja como discípulo incisivo del filósofo de la desescolarización, Iván Ilich, y desconfíe —católico como él— del saber legitimado institucionalmente y fuera del cual no existe salvación. Este mismo antiintelectualismo debe ser entendido en su raigambre socrática, peripatética y dispuesta a la charla antes que obsesionado con las conceptualizaciones, e identificado a la vez con cierto temperamento (no una doctrina) a la inglesa: la política entendida como soluciones locales para problemas también locales. Se trata de una posición por completo adversa a las ingenierías sociales omnicomprensivas, en busca de la solución definitiva a los males de la historia. Si Zaid ha sido un crítico de la clase universitaria, cabría esperar de él algunas respuestas al ascenso de lo que Alatorre definió como la neoacademia; sin embargo, las «teorías críticas» y su creciente presencia en la crítica cultural y literaria apenas si llama su atención. El dato resulta curioso tratándose de un poeta e intelectual que difícilmente compartiría la idea de que, por ejemplo, un comentario a las aliteraciones de López Velarde sólo encubre nuestras diferencias sociales con el propósito único de mantener el dominio de los privilegiados. Lo cierto es que la crítica de Zaid a nuestra clase universitaria proviene de alguien perteneciente a un ámbito del todo ajeno a las aulas. De profesión ingeniero industrial, Zaid es consultor y un escritor interesado en la vida pública que nunca aparece en público. Esa independencia le ha permitido interesarse y escribir en el contexto de lo que ha definido como la «cultura libre» de la prensa y el mundo editorial. En ella ha seguido un modelo de lectura que comparte con Alatorre, el de la crítica práctica entendida y ejercida como experiencia de lectura y juicio compartido con el lector, cualquiera que éste sea. En ambos casos son relevantes tanto la experiencia de lectura como el público a quien se dirigen, una pluralidad heterogénea por definición, pues el ensayista busca compartir esa experiencia, publicarla y —al hacerlo— volverla pública. De ninguna manera podríamos imaginar a Zaid involucrado en debates académicos sobre Foucault, Žižek, Derrida y Vattimo, el «campo cultural» o la «posverdad», menos compartiendo categorías e ideas sobre una obra o una tradición desde los reclamos de legitimidad de cualquier identidad.

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