En Sergio Pitol (1933), Carlos Monsiváis (1938-2010) y José Emilio Pacheco (1939-2014) el género se distiende hasta resultar indistinguible de la crónica, el reportaje, la reseña, el juicio crítico, las memorias, el diario o la ficción narrativa. A esta generación le tocó vivir la irrupción de la cultura de masas en los años sesenta. La alta cultura pudo sobrevivir durante la posguerra sólo en compañía de esta cultura de masas. Es el tiempo de la nueva izquierda y de la creciente hegemonía de la escuela de Fráncfort instalada ya en Nueva York, la nueva capital del arte y la cultura desde la cual las nuevas corrientes del «pensamiento crítico» exportarán su mensaje de emancipación a los países periféricos. Por supuesto, ni en Monsiváis, Pacheco o Pitol existe tentación teorizante alguna. Las auténticas bacanales de la cultura popular y los espectáculos a las que se entregaba Monsiváis están a salvo de cualquier conciencia equívoca que las haga ver, por ejemplo, desde la perspectiva de las industrias culturales. Asimismo, los ensayos de Pitol o los textos de José Emilio Pacheco escritos a lo largo de los años y recientemente antologados en Inventario (2017) serían parientes un tanto forzados del temperamento de un Benjamin fragmentario y enamorado de los «pasajes» baudelaireanos. En todo caso, Pacheco es un erudito más cercano al polígrafo Alfonso Reyes. Del mismo modo, no es extraño que Sergio Pitol cuente entre sus textos un ensayo estupendo sobre Reyes, además de muchos otros en donde sobresale una ostentosa nostalgia por el «imperio perdido» de la alta cultura centroeuropea.

Sergio Pitol ocupa un lugar privilegiado e indiscutible como tutor de las nuevas generaciones de narradores y ensayistas de nuestra lengua al finalizar el siglo xx y en lo que va de éste. Es una deuda reconocida. Entre sus deudores confesos se encuentran Juan Villoro, uno de nuestros mejores ensayistas y críticos y, fuera de México, Roberto Bolaño (también notable ensayista, aunque apenas considerado) o Enrique Vila-Matas y César Aira. Entre los miembros de la generación de los cincuenta, Pitol ha sido tal vez el autor con mayor proyección, en parte debido a la relevancia de su obra, pero también por su estrecha experiencia al lado de algunas de las casas editoriales españolas determinantes para el desarrollo del nuevo panorama cultural y literario a partir de la segunda mitad de los años noventa en México, como Tusquets y Anagrama. En esa década aparecieron tres de sus reuniones de ensayos más importantes: La casa de la tribu (1990), El arte de la fuga (1996) y Pasión por la trama (1998).

José Emilio Pacheco comparte con Zaid esta misma identificación con la cultura pública; es decir, la literatura, y en particular el ensayo, en relación irrenunciable con la heterogeneidad de sus lectores. En el caso de Pacheco la simbiosis con esta cultura pública se manifiesta de diversas maneras, pero, sobre todo, por su colaboración cotidiana en el medio de la publicaciones periódicas y editoriales, esto es, desde su experiencia como joven redactor y, con posterioridad, como infatigable animador de la célebre columna «Inventario», sostenida a lo largo de casi cuarenta años y en la que su generación, lo mismo que aquellas que la sucedieron, contaron con uno de los más vastos y sensibles caleidoscopios de la cultura contemporánea. Este trabajo de periodismo cultural podría parecer una labor ordinaria, sin embargo, en su caso la columna periodística constituye un modelo que es a la vez una manera de concebir la cultura y la literatura, literalmente expuesta al tráfico de la vida de todos los días y abierta a todos —así sean todos nosotros, sus lectores—. Lo que importa incluso es esa pluralidad al grado que una de las constantes de Pacheco ha sido esa máxima alfonsina «Todo lo sabemos entre todos», pluralidad de un nosotros anónimo, en efecto, pero también heterogeneidad de una tradición compartida (palabra que con Pacheco aún no conoce las suspicacias anticanon) y por lo mismo común. En Inventario, y como dijera Monsiváis a propósito de la poesía de Pacheco, la crítica ensayística mantiene viva la lengua sólo en la medida en que la pone en circulación, es decir, sometiendo a prueba la vigencia cotidiana de su lectura.

Si cada escritor es en menor o mayor medida hijo de su época, nadie mejor que Carlos Monsiváis para caracterizarlo. Hablamos del 68 mexicano, y de la irrupción, asimismo, de la cultura de masas sobre los distintos estratos de una clase media urbana y su adopción de los estereotipos de la moda, el consumo y la cultura del entretenimiento. Tal es el horizonte desde el que discurren las múltiples y ubicuas apariciones de Monsiváis, tan numerosas como sus páginas escritas y publicadas sobre una gran variedad de temas, de lo popular a lo intelectual, de la cultura de masas vernácula a la alta cultura también local o aun universal. La omnipresencia inobjetable de Monsiváis en la cultura mexicana desde los años sesenta hasta la primera década del siglo xxi sólo es explicable y concebible dada la avidez del medio en correspondencia con la disposición de un personaje también mediático. Si en autores precedentes o de su misma generación la vocación literaria exigía el tortuoso y demorado aprendizaje de quien se esfuerza en alcanzar la elocuencia virtuosa de lo bien escrito, con Monsiváis esa escritura batalla aun contra sí misma y en favor de la oralidad instantánea de la ocurrencia, producto de una ironía aguda y casi siempre letal. Más que estilista, Monsiváis siempre se imaginó a sí mismo como un cronista de lo instantáneo y sus formas. Al cabo nunca se sabe si sus crónicas ensayísticas eran un fin o derivado, un pretexto para continuar hablando y, de ese modo, seguir escribiendo. Si para José Emilio Pacheco aún tenía sentido la frase de Alfonso Reyes «Todo lo sabemos entre todos», extendido a esa suerte de cultura ecuménica donde «todo lo escribimos entre todos», palpable en algunas columnas del Inventario, para Monsiváis no sólo el saber y la literatura es cultura, sino todo, y hay que hablar de ella y escribir sobre ella y sus personajes. Leyendo a Monsiváis siempre se tiene la impresión de participar en un torrente de palabras que ya había iniciado y que no concluye. La imagen que lo identifica no es la del paciente redactor de una prosodia directa o de significados múltiples pero sintéticos, sino la trama sobrepuesta e inacabada de hablas y textos. No es extraño, así, que Juan Villoro vea en él al profeta de la cultura de masas y aun del algoritmo (un hipertexto portátil) que nos puso a las puertas del fenómeno que hizo mutar a las venerables masas del siglo xx en las isoformas de las multitudes globales. Pese a todo, Monsiváis pertenece al siglo xx, a una época de transición a la que supo adelantarse sin llegar a encarnar los fetichismos de la tecnología ni sus correspondientes devaneos utópicos del nuevo siglo. Las nuevas generaciones comparten esa veneración que los medios le manifestaron en el último tercio de siglo, pero sólo porque ven en él a un precursor del activismo de las identidades y porque, además, y más que en su valoración por la alta cultura y la tradición, coinciden con él en el reconocimiento de la cultura popular aún en el filo entre el consumo y las representaciones de la idiosincrasia nacional, eso que Monsiváis definiría como los rituales del caos. En efecto, el autor jamás hizo suyas las premisas de la neoacademia ni cayó en la tentación teorizante en su intento por explicar la realidad. La urgencia de lo inmediato lo obligaba siempre a mantenerse muy cerca del habla viva. Ésa es la fascinación que ejerce sobre la neoacademia y, asimismo, el origen de las posibles reticencias que ésta siente por su vastísima obra, pues la izquierda académico-revolucionaria se transformaría en una izquierda académico-identitaria.

Tras la muerte de Octavio Paz, el ensayo en México se ha visto afectado por la creciente disputa entre la literatura y su crítica ejercida con base en los presupuestos comunes de una tradición y, por otra parte, la literatura como extrapolación, objeto y pretexto de las teorías críticas. Ahora bien, es necesario señalar que los episodios de esta disputa son para un consumo exclusivo y gremial que apenas afecta a la práctica pública de la lectura en nuestro país, la que podría medirse casi desde cualquier óptica, pero nunca por querellas de litterati. En este sentido, me parece que a cualquiera le resulta obvio que un libro de ensayos de Juan Villoro se encuentra entre lo más leído del género; de igual modo, parecería que el crítico literario más leído y discutido hoy sea Christopher Domínguez Michael. En un contexto como el mexicano, de probado laicismo y culto institucionalizado a la revolución, nada más denigrante que un insulto acompañado por el adjetivo «conservador». A últimas fechas, la polémica literaria está marcada por el recurso indiscriminado de este calificativo, sólo superado en resonancias ominosas por «fascista», más socorrido cada vez. El comentario viene a cuento porque entre de los argumentos de emergencia, cuando los sistemas conceptuales y demás arsenal teórico fallan, se encuentra el de rematar el balance de los juicios negativos sobre la tradición ensayística ajena a las teorías críticas con la definitiva denuncia sobre el carácter conservador de quienes aún suscriben la acumulada enseñanza de la tradición y citan a generaciones de escritores del pasado. Tras la generación de los cincuenta y entre los ensayistas más reconocidos se encuentran, por ejemplo, Roger Bartra, Hugo Hiriart (1942), Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze, Rafael Pérez Gay, Luis Miguel Aguilar, entre otros. Todos con una firme actividad en revistas, suplementos y editoriales independientes y ocasionalmente oficiales, con algunas excepciones como Jorge Aguilar Mora y Evodio Escalante, cuya trayectoria se ha desarrollado sobre todo en la academia. Se trata de una generación nacida en los años cuarenta que, junto con los nacidos en los cincuenta y algunos de los sesenta, han protagonizado las actividades y polémicas de aquello que Gabriel Zaid describe como la cultura libre, concebida y realizada en contacto vivo con una amplia comunidad de lectores más allá del gremio profesional o de los estudios especializados.

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