POR JAVIER GARCÍA RODRÍGUEZ
Fotografía de Steve Rhodes

Puig/Cortázar/Borges

Quizá solo una investigación detallada en los fondos del Centro Harry Ransom de la Universidad de Texas (Austin), donde se conservan los archivos completos de David Foster Wallace, pudiera ofrecernos una información fidedigna sobre la relación del autor de La broma infinita con la literatura latinoamericana y de la posible influencia de esta literatura en la conformación de su proyecto narrativo. A la espera del resultado de ese rastreo, poco más que hipótesis podemos plantear en torno a la cercanía o la familiaridad de Wallace con la literatura en español escrita en el continente americano, una hipótesis validada por la imagen proyectada por el propio autor a través de las opiniones vertidas en las respuestas a las numerosas entrevistas que concedió. Y es sabido que las opiniones de los autores deben ponerse siempre en cuarentena por ser tantas veces interesadas y por pecar otras tantas de palabra, obra u omisión. La labor de autoconstrucción autorial (el siempre proceloso proceso de «self-fashioning») abusa en ocasiones de la búsqueda de filiaciones y afiliaciones (son conceptos de -Edward W. Said), de influencias que puedan definir premeditadamente una identidad, de relaciones que apuntalen una personalidad creadora acorde con unos estándares muy interiorizados. En el caso de David Foster Wallace, este proceso de autoconfiguración como autor sufre la paradoja de ser, al mismo tiempo, el resultado de asumir e integrar una tradición literaria y académica muy rigurosas -por vía familiar- y de ir añadiendo estímulos culturales, creativos y de entretenimiento hasta ese momento no utilizados o directamente rechazados. Foster Wallace es, utilizando a Eco, el más integrado de los apocalípticos. A través de las opiniones que fue vertiendo en entrevistas y en artículos, podemos llegar a conocer en lo básico la relación de Foster Wallace con la literatura latinoamericana, una relación aún muy poco estudiada pero posiblemente mucho más importante de lo que pudiera parecer. 

Entre los «materiales lectivos» preparados y utilizados por el autor a lo largo de las distintas experiencias en su algo errática -pero ciertamente muy comprometida- carrera como docente, no existen en sus programas de asignaturas (lo que hoy se llama «guías docentes») referencia alguna a autores latinoamericanos en las lecturas propuestas a los alumnos. Wallace es devoto de la narrativa norteamericana posmoderna con muchas reticencias, y también de los clásicos de los siglos diecinueve y veinte, pero también de la narrativa «de género» que, para él, no solo debía reivindicarse para los lectores (ahí está su faceta más «pop») sin que era un material extraordinario para la indagación en las técnicas narrativas. Pero no utiliza en las asignaturas más prácticas la obra de narradores latinoamericanos. Y resulta algo extraño porque después de la publicación en 1987 de La escoba del sistema, su primera novela, le escribe una carta a Gerry Howard, 2 de enero de 1987, según se recoge en el libro de D.T. Max Todas las historias de amor son historias de fantasmas. David Foster Wallace, una biografía (2013, pág. 426). En esa carta, Wallace se queja de una reseña en la que le afean como «pausas pseudowittgensteinianas» el uso de puntos suspensivos en un diálogo para indicar una falta de respuesta. En su defensa alega: «Si esa técnica está plagiada de alguien, es de Manuel Puig». Efectivamente, esa técnica es uno de los puntales sobre los que se asienta la obra del escritor de General Villegas (Argentina), sobre todo, aunque no solo, en su conocida novela El beso de la mujer araña (1976), que Wallace parece conocer muy bien, como conoce muy bien el uso que hace de las notas al pie. Las conversaciones entre Molina y Arregui, los dos presos argentinos que comparten celda -uno por su opción sexual y otro por su opción política- configuran un modelo de autoconocimiento a través del lenguaje y de sus silencios. En una conversación con Helen Dudar en abril de 1987, lo reitera con vehemencia:

«A causa de los nombres disparatados y del humor absurdo que perfila la narración, los críticos le mencionan a menudo en la misma frase junto a Thomas Pynchon y Don DeLillo. El señor Wallace desearía que no lo hicieran: “Son escritores que admiro, aunque el niño de cinco años que hay en mí empuja hacia fuera el labio inferior y dice: Ya vale, yo también soy persona. Y tengo mi propia obra”. Además, una de sus influencias más fuertes ha pasado totalmente desapercibida. La escoba tiene capítulos enteros de virtuoso diálogo ininterrumpido que, dice su autor, están en deuda con Manuel Puig».1

Pocos años después, y una vez que David Foster Wallace ya había publicado algunas de sus obras fundamentales2 como el libro de relatos La niña del pelo raro, concede una entrevista Kennedy y a Greoffrey Polk3. Cuando este último le pregunta «¿Hay algún escritor vivo que te deje boquiabierto de verdad?», antes de ponerse a hablar de sus contemporáneos, responde Wallace:

«Soy un fan acérrimo de Don DeLillo, aunque creo que su último libro es uno de los peores. Me encanta el DeLillo de Americana y End Zone y Great Jones Street. Quizá El arcoíris de gravedad sea mejor libro, pero no creo que haya nadie en su línea desde Nabokov que haya publicado una colección de obras mejor que la de DeLillo. Me gusta Bellow, y también mucho el Updike temprano: La Feria del asilo, En torno a la granja y El Centauro, simplemente en términos de pura escritura jodidamente bella. También hay muchos escritores latinos: Julio Cortázar, Manuel Puig, ambos fallecidos recientemente».4

Ese mismo año de 1993 Wallace se reúne con Larry McCaffery y entre ambos construyen la que es, casi con seguridad, la mejor y más completa entrevista realizada al escritor.5 Responde Wallace a sus primeras experiencias de escritura y las primeras crisis personales ante la incapacidad para lograr la calidad literaria que espera de sí mismo, los momentos de epifanía creativa, las experiencias íntimas de encontrar soluciones estilísticas: el «clic» de una caja bien hecha (tomó la imagen de Yeats) del que tantas veces habló Wallace como momento especial en el que algo especial sucede. Wallace lo había sentido desde muy joven durante el estudio de la filosofía o de las matemáticas. Y se descubrió a sí mismo tratando de encontrarlo también en la ficción -propia y ajena- recién terminados sus estudios universitarios en Amherst y en medio de lo que él mismo denominó una crisis de la mediana edad a los veinte años. Así lo explica Wallace:

«Aunque ya tenía experiencia persiguiendo el clic, tras todo el tiempo que pasé ocupado con pruebas. En algún momento de aquel otoño, leyendo y escribiendo, descubrí que el clic también existía en literatura. Fue una verdadera suerte que justo cuando dejé de ser capaz de lograr el clic con la lógica matemática empezara a obtenerlo con la ficción. Los primeros clics ficcionales que encontré estaban en “El globo”, de Donald Barthelme, y en partes del primer relato que escribí, que lleva en el baúl desde que lo terminé. No sé si tengo mucho talento natural reservado en cuanto a la ficción, pero sé que, cuando hay un clic, puedo oírlo. En las cosas de DeLillo, por ejemplo, oigo el clic en cada línea. Puede que sea la única manera de describir a los escritores que me encantan. En Donne, Hopkins, Larkin. En Puig y Cortázar. Puig hace clic como un jodido contador Geiger. Y ninguno de ellos escribe prosa tan bella como Updike, aunque no oigo mucho el clic en Updike».

Puig y Cortázar, como vemos, son los nombres que se repiten constantemente. El primero, por la instrumentación de la técnica narrativa; el segundo por -suponemos- la capacidad para la fabulación y para la integración de los niveles narrativos realidad/ficción en un cotinuum que no puede descomponerse sin afectar a la totalidad. Hay un tercer nombre, quizá inevitable para cualquier lector y escritor a partir de los años ochenta: Borges. Aunque no me parece que la huella borgiana sea muy patente en Wallace, sí que sabemos de su interés en la obra y en el personaje: aunque no muy proclive a reseñar libros (cuando lo hace es extraordinario), Wallace lo hace en su artículo «Borges en el diván» (versión original en The New York Times Book Review, 2004), donde reseña la biografía de Borges elaborada por Edwin Williamson Borges: una vida, y que critica ferozmente por el uso de los relatos borgianos como documentos explicativos de su biografía en términos vagamente psicoanalíticos.6

Presencia de DFW: catálogo de urgencia

Si tomamos prestado el título de una de las colecciones de ensayos de David Foster Wallace, y aunque suene demasiado categórico, podríamos postular que la narrativa latinoamericana reciente ha sido, «en cuerpo y en lo otro», más bolañista que wallacista, por más que el propio Bolaño fuera wallacista a su manera (Fresán ha explicado muy bien esa relación: Bolaño era capaz de hablar mal de Wallace, a quien admiraba, si en una reunión los elogios le parecían exagerados). La larguísima sombra de Bolaño, quizá más acorde con lo que «esperaban» los nuevos narradores latinoamericanos y quizá menos «gringa» ha cobijado, de manera casi intrusiva las líneas creativas de las décadas más recientes. Con todo, podemos trazar un catálogo de urgencia con los autores y obras en los que mejor parece reflejarse la influencia de David Foster Wallace.

En los últimos años he leído algunas obras cuya escritura me conducía a David Foster Wallace. Los caminos de la influencia (lo sabía el primer Bloom) son inescrutables. Dejo aquí constancia de esas obras: Las teorías salvajes de Pola Oloixarac, Mil de fiebre de Juan Andrés Ferreira, La Historia de Martín Caparrós. Todos ellos, y seguramente muchos más, sienten, como casi todos, la sensación que cantaba Andrés Calamaro en “La balada de Foster Wallace

Partiré de los autores y las autoras latinoamericanos que participan en el volumen David Foster Wallace Portátil: relatos, ensayos & materiales inéditos (2016), una recopilación basada en el original The David Foster Wallace Reader (2014) que contiene una muestra de las obras de Foster Wallace tanto en el ámbito de la ficción como de la no ficción, y una serie de «epílogos» resueltos por los escritores invitados. No puede faltar, por supuesto el argentino Rodrigo Fresán, crítico de cultura extensísima, criterio crítico y cintura teórica, quien, además del modo fosterwallaciano de escribir sus críticas, muestra trazas de Wallace en su trilogía La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada, además de en Mantra, su novela sobre México DF. Fresán es, con toda seguridad, quien mejor ha entendido, como creador y como estudioso la obra de Wallace: «es un lenguaje, es un estilo», afirma. Y tiene toda la razón. Leila Guerriero se ocupa de la faceta de Wallace como el periodista que nunca fue, esto es, de sus ensayos publicados originalmente como reportajes para revistas. Guerriero, ella misma uno de los nombres capitales del periodismo/columnismo en español, destaca de Wallace «su mirada devoradora y su escritura aluvional», al tiempo que recuerda que «empezó a hacer algo que no se parecía a nada». Y si en algo hubiera que resumir la mirada común de Wallace y Guerriero, me atrevería a adjudicarles a ambos la frase que esta última le adjudica a él: «Fue el campeón de las descripciones, de los símiles y las metáforas». En los artículos de la propia Guerriero se observa también que «Fue capaz de hacer algo para lo que es necesario tener coraje, humildad, erudición y soberbia: considerar varios puntos de vista a la vez -el suyo, el de otros- para construir párrafos de los que nadie salía indemne, cargados de algo mucho más peligroso que la incorrección política: la ausencia total de hipocresía». Por su parte, el chileno Alberto Fuguet, afirmaba de Wallace: «…es uno de esos seres capaces de digerir y procesar y entender el mundo antes que el resto. DFW nombró, fundó, miró, bautizó y procesó el mundo que nos ha tocado. Nosotros, a lo más, vivimos en él. Y lo leemos para entender más, para que nos escandalice menos, para conectar y empatizar y tomarlo también con un poco de humor». 

Para terminar, un apunte final como lector. En los últimos años he leído algunas obras cuya escritura me conducía a David Foster Wallace. Los caminos de la influencia (lo sabía el primer Bloom) son inescrutables. Dejo aquí constancia de esas obras: Las teorías salvajes de Pola Oloixarac, Mil de fiebre de Juan Andrés Ferreira, La Historia de Martín Caparrós7. Todos ellos, y seguramente muchos más, sienten, como casi todos, la sensación que cantaba Andrés Calamaro en «La balada de Foster Wallace»: 

Los suicidas literarios se ríen de mí,

de este antes y después de Foster Wallace.

[…]

1. Helen Dudar, «Un joven prodigio y su original primera novela», en Wall Street Journal, 24 de abril de 1987. Recogido en S. Burn (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Málaga, Pálido Fuego, 2012 (or. 2012) pp. 31-32 (p. 32).

2. Por lo que parece, en este punto ya había terminado también la escritura de La broma infinita, aunque el trabajo de revisión y edición de la misma se demoraría hasta 1995.

3. Hugh Kennedy y Geoffrey Polk, «Buscando una lanza de la que ser punta: una entrevista con David Foster Wallace», en Whiskey Island Magazine, primavera de 1993. Recogido en S. Burn (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Málaga, Pálido Fuego, 2012 (or. 2012) pp. 35-46.

4. Kennedy y Polk, p. 45.

5. Larry McCaffery, «Una entrevista ampliada con David Foster Wallace», en Review of Contemporary Fiction, verano de 1993. Recogido en S. Burn (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Málaga, Pálido Fuego, 2012 (or. 2012) pp. 47-86.

6. Puede leerse en En cuerpo y en lo otro, Barcelona, Literatura Mondadori, 2013, pp. 267-275 

7. En cierta medida Edmundo Paz Soldán: https://historico.prodavinci.com/2012/09/16/artes/una-biografia-de-david-wallace-foster-por-edmundo-paz-soldan/

*Este artículo es parte del proyecto PID2019-104957GA-I00 financiado por MCIN/ AEI /10.13039/50110001103.