«El escritor no puede profetizar ni administrar la libertad del lector»Por Reina Roffé

© Miguel Lizana

El escritor Blas Matamoro (Buenos Aires, 1942) vive en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de los diarios argentinos La Opinión y La Razón y, asimismo, de la revista mexicana Vuelta, bajo la dirección de Octavio Paz. Entre 1996 y 2007 dirigió Cuadernos Hispanoamericanos y ha colaborado como crítico literario y musical en el diario ABC y en publicaciones como Scherzo, Diverdi, Letras Libres y Revista de Occidente. En su prolífica obra ensayística destacan La ciudad del tango (Galerna, Buenos Aires, 1969), Genio y figura de Victoria Ocampo (Eudeba, Buenos Aires, 1986), Por el camino de Proust (Anthropos, Madrid, 1988), Puesto fronterizo. Estudios sobre la novela familiar del escritor (Síntesis, Madrid, 2003), Lógica de la dispersión o de un saber melancólico (Mirada Malva, Madrid, 2007), Novela familiar. El universo privado del escritor (Páginas de Espuma, Madrid, 2010), Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (Fórcola, Madrid 2012), El amor en la literatura. De Eva a Colette (Fórcola, Madrid 2014) y Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina (Fórcola, Madrid 2017).

 

Usted es ese tipo de autor que se caracteriza por tener siempre un tono de pensador ingenioso y una escritura incisiva, llena de ironía y humor. Además, se atreve con todo y con todos. Se ha metido con grandes mitos argentinos, como Carlos Gardel, Domingo Perón y con la más aristocrática dama de las letras, Victoria Ocampo, y también con Freud, a quien pone en el diván para analizar su relación con el padre y las mujeres, nada menos. Semejante osadía solo se puede llevar a cabo con eficacia cuando quien la comete es alguien que tiene un conocimiento profundo y diverso en muy distintas disciplinas. ¿Se considera un erudito? ¿Cómo se ve a sí mismo?

No me considero un erudito si por tal se entiende un sujeto dedicado a recoger y ordenar información. Me considero un ensayista, alguien que intenta saber sin contar con métodos predispuestos para el hallazgo de la verdad. En ese sentido, me ocupo tanto como puedo de averiguar algo acerca de asuntos de mi interés. Admito que alguna gente me considere erudito, pero esto atañe a ella y no a mí. Detesto lo profesional en cuanto a la escritura y la erudición es una profesión.

 

Uno de los temas que ha tratado con especial énfasis en las copiosas páginas de sus libros de ensayo, principalmente en Puesto fronterizo. Estudios sobre la novela familiar del escritor, es aquel vinculado con la figura enigmática del creador y el significado que adquiere el arte para su artífice. ¿Ha podido dilucidar ese enigma? ¿Qué significa para usted la escritura?

En esos estudios y en un libro posterior llamado Novela familiar me he ocupado de la antropología del escritor: cómo juega su historia familiar en la aceptación de su vocación y qué significa la escritura para cada cual. Si hablo de vocación, que quiere decir llamado, me refiero a algo oscuro que solo se elucida en la tarea de escribir. Tal vez se trate del inconsciente. Para mí, la escritura significa un vínculo obsesivo con la palabra, una tarea infinita que solo interrumpe el silencio de la muerte. Genera una labor: no poder decir nada del todo y, entre tanto, no parar de decir.

 

Además de ensayista, usted es creador de ficciones. Da cuenta de ello una variada obra narrativa compuesta por títulos como Hijos de ciego (Ceal, Buenos Aires, 1973), Viaje prohibido (Sudamericana, Buenos Aires, 1978), la novela histórica El pasadizo (El taller de Mario Muchnik, Madrid 2007), el libro de cuentos Los bigotes de la Gioconda (Tres rosas amarillas, Madrid, 2012) y las nouvelles Las tres carabelas (De Parado, Buenos Aires, 2019) y La canción del pobre Juan (De Parado, Buenos Aires, 2020), entre otros. ¿Qué imágenes suscitan en usted los cuentos y cuáles las novelas?

Incontables. Solo puedo dar un ejemplo, acaso por haber olvidado los demás. Para El pasadizo: un hombre llamado Lucio, romano de época incierta, camina por un pasadizo oscuro con una luz en la mano. Ve al fondo un espejo y, al acercarse, la luz se apaga y él debe seguir a tientas un camino que no conoce.

 

Y el cuento, ¿qué representa para usted? Hay una tradición de grandes cuentistas en el Río de la Plata. ¿Por qué son tan excepcionales en este género?

La Argentina es más un país de cuentistas que de novelistas, si se lo compara, por ejemplo, con México. La primacía del cuento tiene que ver con una visión de la vida como fragmentaria e instantánea, en tanto la novela apela al proceso y a la historia como continuidad.

Me considero un ensayista, alguien que intenta saber sin contar con métodos predispuestos para el hallazgo de la verdad

 

Usted se da a conocer como escritor en una época de gran debate intelectual en la Argentina. Algo que fomentaba la reflexión y, tal vez, la escritura. ¿Cuáles eran los grandes temas que se discutían?

La década del sesenta fue una época muy letrada, en ocasiones demasiado letrada. Una sopa de letras a menudo indigesta. Pero, en todo caso, reflexiva, lectora y discutidora. Los temas son incontables. En materia de hermenéutica de la cultura, la discusión entre los formalismos –en especial, el estructuralismo– y el sociologismo. Son conciliables si tomamos el método estructural como procedimiento, pero no como filosofía, un positivismo enmascarado.

 

¿Qué quedó de esa época letrada?

Como tal, es un episodio de época, se lo puede estudiar desde la historia de la literatura. Después, los escritores han hecho cada cual su obra. Los que no lo consiguieron, desaparecieron con las fechas.

 

Uno de sus últimos libros publicados se titula Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina. El tango y su país de origen persisten en el tiempo, aunque es bueno recordar que usted ha ido construyendo una obra tupida y variopinta en cuanto a temáticas y focos de interés. ¿Es este su libro de ensayo más autobiográfico o es el que refleja su estado emocional y el incesante compendio de sus inquietudes y obsesiones más íntimas?

No puedo contestarle. Soy un mal lector de mis libros. En cierto sentido, todos mis libros y todos los demás son autobiográficos.

 

Las páginas de este diccionario, digamos, sentimental de la Argentina, están pobladas de figuras representativas del pasado y del presente: el escritor y político Domingo Faustino Sarmiento, el pintor Cándido López, la actriz Niní Marshall, Carlos Gardel, el Che Guevara, Eva Perón, Jorge Luis Borges, Astor Piazzolla, Diego Maradona o el papa Francisco, entre otros. ¿Estas figuras componen para usted una forma de excepcionalidad?

Como individuos son excepcionales. Por eso sus nombres perduran. A la vez, construyen lo que podríamos denominar la normalidad argentina. Un país hecho sobre el desierto –el de los románticos del siglo xix–, que carece de origen y siempre se está fundando.

 

En ese libro se refiere, al menos, a dos caudillos significativos: Rosas y Perón. ¿Llegaron para dar sustento a una sociedad sin padres o, simplemente, fueron pura promesa, ilusión traicionada que dejó a la sociedad más sola y desamparada?

Rosas y Perón tienen historias fechadas, en manos de los historiadores. Ahora bien, en un país afecto a la circularidad, se los resucita en plan mitológico y se los vuelve a tratar como si estuvieran vivos.

 

En cierta ocasión, comentó que la música «viene hacia nosotros y nos invade todo el cuerpo, hasta ese lugar imponderable que tenemos la costumbre de llamar alma». Además del tango, otras músicas tocaron su alma. De hecho, la música clásica y la ópera también han dado sustento a muchas de sus páginas, ya sea en forma de libros o en artículos. ¿Cuál de todas se ha encaramado a usted con mayor fuerza o a cuál acude con mayor frecuencia?

La lista es interminable. Por citar a un solo músico diría Johannes Brahms. Luego los tangos «Mi refugio» de Cobián, «Flores negras» de Francisco de Caro y «Sans souci» de Enrique Delfino.

 

¿Se puede decir que usted se hizo escritor a partir de un libro titulado La ciudad del tango, que se publicó en la Argentina en 1969? Si es así, ¿por qué?

No me he hecho escritor, me estoy haciendo a medida que trabajo en mis textos. No soy escritor sino alguien que escribe de vez en cuando según las ganas que tenga de hacerlo. La escritura no es una profesión que me permite decir que soy un escritor, porque nunca he ganado con ella como para mantenerme. Si acaso, para cigarros.

 

¿De dónde parte su interés por el tango?

Supongo que de reminiscencias infantiles. De niño sabía cantar el tango «Nido gaucho». Descubrí la poesía escuchando, a los siete años, a los chicos de la escuela cantar «El aguacero» de Cátulo Castillo: «El viento de la cañada / trae gusto a tierra mojada». ¿Por qué gusto y no olor?

 

Las letras de tango están llenas de padres ausentes y de madres (viejitas) buenas y sacrificadas, además de muchachos compañeros de la vida, también de vagos o haraganes y de chicas solteras y embarazadas. ¿A qué se debe este entramado?

Es muy largo de explicar. Se trata de una familia inmigratoria cuyo padre no se sabe bien quién es. Por eso el hijo varón carece de modelo paterno y las hijas, si no se casan, corren el peligro de prostituirse. Raramente aparece la mujer que trabaja. Más al fondo, una sociedad sin padres que clama por uno, un caudillo.

 

¿El tango permite imaginar la ciudad de Buenos Aires y volverla perdurable, como alguna vez dijo? ¿Sigue pensando lo mismo?

Sí. Perdura, justamente, por ser imaginaria. La ciudad real es cambiante.

 

¿Cree que el escritor es un artesano? ¿Qué cosas siempre se le escapan y busca con la escritura?

Sí, reivindico la artesanía, el empezar y acabar la obra él solo como un ebanista labrando una silla. En la escritura busco las cosas que se me escapan para tratar de averiguar en qué consisten. Si no se me escapasen, no me interesarían, serían obvias y habituales, de ningún efecto escritural.

 

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