Ya que ha escrito una novela histórica, me gustaría preguntarle: ¿Indagar el pasado requiere de una dosis de cierto delirio?

No más que otras invenciones. Siempre considerar algo que se está plasmando a partir de lo imaginario comporta una dosis delirante. Eso que se está imaginando adquiere realidad, tiene algo de delirio. Luego cabe la corrección, cuando se estabiliza y se conforma eso que ese otro ha imaginado y ha impuesto como realidad delirada.

 

¿La literatura es desnudar y vestir, como una vez me dijo?

Sí. Se desnuda el deseo y la palabra lo señala, lo admite y lo viste. El deseo es indecible y la palabra es efable.

 

¿Todas las novelas son la Odisea?

Sí. Todas las narraciones son un viaje por regiones ignoradas que deben resolverse como propias. Es un ejercicio de probanza y dominio, lo que le pasa a Ulises. Las sirenas son sus sirenas, las arpías son sus arpías, su isla perdida es su isla propia.

 

¿Sigue pensando, como en Puesto fronterizo, que «el modelo del desarrollo neurótico de la subjetividad es una novela»?

Así es. Lo narró Freud. Todo sujeto es neurótico y por eso es sujeto. Poder narrar su neurosis construye su novela personal, que es su novela familiar.

Todas las narraciones son un viaje por regiones ignoradas que deben resolverse como propias

 

«Pensar –dice refiriéndose a Montaigne– es caminar, ir trazando un itinerario, solitario y creador de poblaciones». Y señala otra cosa que, como al pensador francés, le ocurre seguramente también a usted: sentirse «al final de una experiencia de lectura» donde todo parece haber sido dicho. No obstante, ¿es posible descubrir otro lugar para seguir pronunciándose? ¿Tal vez «el entredicho», «la glosa de la glosa»?

Es la lección montaiñiana. Lección es lectio o sea lectura. Somos sujetos de infinitas lecturas, las que nos han hecho y las que seguimos haciendo. Es lo que Blanchot llama conversación infinita. Es una de las tareas constantes del animal humano.

 

Lo cito: «La escritura es el lugar intermedio entre el anárquico yo, que todo está por decir, y el código de la lengua, donde todo está ya dicho». ¿Por qué?

Porque en la lengua todo está dicho. De otra manera no podría enseñarse ni aprenderse. Pero el habla es lo que siempre está por decir y somos animales hablantes. Una lengua sin habla es una lengua muerta.

 

Su libro Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales parece diseñado con una estructura meditada, cada pieza ensambla en armonía con la siguiente. ¿Fue pensado así, con un orden preestablecido, o responde a la magia de la creación, que tiene su propia lógica secreta?

No. Yo me propuse hacer una novela con los impostores que decían ser Luis XVII, el delfín de Francia que murió en el Temple y cuyo cadáver nunca fue hallado. Varios impostores se reúnen y discuten acerca de la veracidad de sus mentiras. Me di cuenta de que la novela era imposible e interrumpí la escritura. Luego surgió otro tema, el del desaparecido, tan patéticamente presente en los argentinos de aquel tiempo. Entonces me puse a trabajar sobre ese otro tema, que se me había surgido, se me había insurgido: la relación del cuerpo con la narración. Me di cuenta de que, en buena medida, era un relato autobiográfico disfrazado de investigación.

 

Cuando usted escribe, ¿se ve iluminado por eso que podríamos llamar el sentimiento artístico?

No, para nada. No creo en las iluminaciones ni en nada místico. El arte es sentimiento como la cocina, la convivencia, la música, el dolor de muelas.

 

El ensayo que citamos anteriormente tiene una motivación musical. En él no se desarrolla un tema propiamente dicho. Es a partir de ciertas imágenes cuando surge una variación que busca su tema. ¿Son las que impregnan su imaginario?

El libro se iba a llamar Variaciones sin tema. Esto horrorizó al editor, que me dijo: «Con ese título nadie querrá leerlo». Entonces me propuso el definitivo, que me parece más eficaz y editorialmente más adecuado.

 

¿Continúa sin obtener respuesta satisfactoria a eso que, desde Aristóteles, se preguntan historiadores y poetas? Eso que usted señala con esta frase: «¿Era necesario que ocurriera lo que finalmente, necesariamente ocurrió?». Entre otras cosas, la tremenda pandemia que ha generado la COVID-19.

De la pandemia no puedo hablar porque no soy epidemiólogo. Sí puedo decir que la literatura se debate entre lo ocurrido como necesario –por ejemplo, para el realismo– y lo ocurrido como posible. El escritor opta por lo posible, escoge una posibilidad o lo posible como narrativamente necesario. Me remito al final de La educación sentimental de Flaubert, cuando los dos amigos de juventud se encuentran en su madurez y se preguntan si aquella noche no hubiera ocurrido lo que ocurrió, ¿qué habría sido de nuestras vidas? También Borges ha meditado esto en «El jardín de senderos que se bifurcan». Una novela que explorara todas sus posibilidades sería imposible de escribir. Si acaso, un fragmento de novela y esto obligaría a una solución necesariamente formal, la del punto final, el abandono de la escritura. No habría literatura, que es una decisión de fragmentos.

 

¿Es la historia, como dice en el mencionado ensayo, «un sistema de amnesias con unas contadísimas islas de memoria»? De cara al olvido, ¿qué papel ocupa el escritor?

Por un lado, el olvido es el escultor de la memoria. Si pudiéramos recordar puntualmente todo lo vivido, no podríamos resolverlo en un texto porque tenemos menos palabras que cosas. Seríamos como otro personaje borgiano, «Funes el memorioso», que no puede olvidar y no puede decir todo lo no olvidado, es decir, que no podríamos pensar ni decir nada. La totalidad de la memoria es amorfa y el arte es conformación, límite.

 

¿La historia es un cuento de nunca acabar?

Mientras exista siempre lo será.

 

¿El ensayo es el equivalente letrado de la rapsodia?

Sí, son variaciones en busca de tema.

 

¿El escritor inventa su obra como también inventa su vida? ¿Esa invención va por separado o pertenece a la misma trama imaginativa?

Para contestar debería poder separar vida y obra. No me considero capaz y sospecho que sin la obra no quedaría nada de la vida de un escritor más que un archivo de datos notariales como los de cualquier otro ser humano. Si nos abstraemos de los ladrillos que ha manejado un albañil en su vida, ¿qué resta de su vida?

 

En su libro Novela familiar. El universo privado del escritor, usted dice que la escritura es «el resultado comprometido de un acto de liberación» y habla de «una nueva legalidad, una nueva madre y una nueva paternidad». ¿Qué otorga esa otra legalidad?

El escritor escribe desde su libertad, es decir, desde su indeterminación. A su vez, se determina escribiendo. El compromiso es obra del lector, que determina con qué está comprometida la escritura. Es una oposición dialéctica, un acto mestizo entre libertad y determinación. El escritor no puede profetizar ni administrar la libertad del lector. Es imposible saber qué determinó a Dante escribir su viaje al infierno. Lo que importa es lo que hoy le hacemos decir a partir de lo dicho. Hay indeterminación, agujeros, blancos, en toda escritura, ambigua de necesidad.

 

¿El lector usurpa el lugar paterno?

Sí. De lo contrario, lee mal o no lee nada.

 

Al escribir, ¿nos estamos rehaciendo a nosotros mismos?

Más bien nos estamos haciendo, a veces a costa de deshacernos. Hay un poco de todo.

 

¿El espejo del escritor es su página escrita?

Sí, enmarcado y enturbiado por la palabra.

 

Se dice que la autobiografía funciona como una novela en primera persona donde el autor se sincera, aun cuando se pruebe que el autobiografiado miente. Pero la mentira es, para usted, o puede ser el diseño de una verdad.

El escritor puede mentir, pero la palabra nunca miente porque denuncia la verdad del deseo. El mentiroso desea mentir y esa es su verdad.

 

Usted escribe un diario desde hace años. ¿Qué revela el diario al diarista?

Supongo que lo que revela cualquier escritura. De mis diarios nada puedo decir porque los corrijo a medida que los anoto y no los vuelvo a leer.

 

¿Hay una lengua dentro de la lengua, una variante idiomática personal en la que escribimos?

Necesariamente. Escribir es redactar en un idioma dentro de la lengua y también fuera de ella, inventando vocablos y giros. Exagerando, diría que todo auténtico escritor obra a favor de la fantasía de un dialecto personal, el que descifrará la sociedad de sus lectores.

 

Inicia su libro El amor en la literatura: de Eva a Colette con algunos epígrafes muy elocuentes. Una cita de Chamfort: «Quitad el amor propio del amor, quedará poca cosa. […] El amor, tal como existe en la sociedad, es apenas el intercambio de dos fantasías y el contacto de dos epidermis». Otra de Marcel Jouhandeau: «Si el universo considera con indiferencia al ser que amamos, ¿quién está en la verdad?». Y otra más, de Nietzsche: «Siempre hay algo de locura en el amor, pero también siempre hay algo de razón en la locura». ¿Reflejan lo que usted piensa sobre el amor y el sujeto amado?

Me hubiera gustado inventar estos epígrafes. Llegué tarde y reconozco la deuda. Desde luego, al ponerlos como preludio al texto forman parte de él. El amor es la síntesis de fantasía y piel. El amor absolutiza al ser amado y lo sustrae al resto del mundo. El amor es loco amor y razón de amor, dos categorías de la cortesía medieval: locura que razona. La prueba está en la literatura amorosa.

 

¿El amor es una forma de la utopía?

Sí, como tantas armazones que monta el deseo para sostener la vida. Además, suele ocurrir lo propio de las utopías. Si se realizan, convierten su sueño en pesadilla. Así, en el amor: la utopía del Yo perfecto que halla al Tú perfecto torna imposible la relación, porque alguien perfecto no necesita nada del otro, es decir, que no puede amar ni, por lo mismo, tampoco ser amado.

 

Según afirma en su libro, «el amor no puede decirse, pero hace decir». ¿Es lo que permite generar toda una literatura?

Sí. Me remito a lo anterior. No habría literatura sin ese vínculo entre lo decible efable y lo indecible inefable. Los griegos lo resumieron en el mito del étimo. Hubo un tiempo fabuloso en que las palabras y las cosas coincidían a la perfección. Era el étimo, algo perdido para siempre. Aquí conviene añadir otro mito, bíblico, pero que también aparece entre los mayas de América Central: la torre de Babel.

Escribir es redactar en un idioma dentro de la lengua y también fuera de ella, inventando vocablos y giros

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