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POR JOSÉ LASAGA
 Pensé en una iluminación fugaz, que los maestros crueles son modelos imborrables. Es horrible, pero en el fondo los admiramos.

Alejandro Rossi

 

Comprender mi vida es una vanidad a la que ciertamente no aspiro.

Alejandro Rossi

 

Quizá el año y la ciudad donde comienza la trayectoria intelectual madura de Alejandro Rossi (1932-2009) fueron, como tantas cosas en su vida, fijados por el azar. En 1950, en la ciudad de Los Ángeles, Rossi toma un curso de filología con el poeta y estudioso de Cervantes, exiliado de la guerra civil española, Vicente Gaos. Este le hablará de su hermano José, entonces profesor de filosofía en la Facultad correspondiente de Ciudad de México. Al año siguiente, pedía una visa de estudiante y en el curso 1951-1952 inicia sus tareas en Mascarones, el viejo edificio en el centro histórico de la ciudad que albergaba entonces la Facultad de Filosofía y Letras. Primera noticia de la presencia de Rossi: en una carta dirigida a Alfonso Reyes, Gaos le informa de las solicitudes para ingresar en el seminario sobre Hegel. Sólo menciona a Rossi.

Alejandro Rossi nunca se sintió discípulo de Gaos, a pesar de su trato asiduo, y así lo dejó escrito. Las razones de ello son un interesante problema filosófico que examinaremos más adelante. No obstante, su proximidad al «maestro» es incuestionable al menos en los años que van del inicio de sus estudios hasta 1958. En ese año ocurren varias cosas en la relación Rossi-Gaos. Primero, aquel inicia su carrera profesional al ingresar en el Instituto de Investigaciones Filosóficas: tiene lugar la creación de un restringido seminario sobre Filosofía Moderna, con participación de Rossi, cuya primera sesión, a propuesta de Gaos, estará dedicada a «Filosofía y vocación»; Rossi publica su primer artículo sobre Gaos, «Las confesiones de José Gaos», dedicado a las Confesiones profesionales que el filósofo español había publicado ese mismo año aun cuando se había dictado como curso en la Facultad años antes, en 1953.

No sé hasta qué punto Rossi escribió esta generosa reseña pensando ya que Gaos no iba a tener descendencia discipular, si se me permite la expresión. Pero estoy seguro de que había comenzado a alejarse en sus preferencias filosóficas. Me referiré a ello con algún detalle cuando examine la contribución de Rossi al seminario sobre la vocación. Russell y Wittgenstein eran los pensadores que comenzaron a brillar con fuerza al llegar la década de los sesenta al menos para Rossi y su generación. Las antiguas luminarias como Heidegger o Sartre ingresaban en una zona de relativa oscuridad y olvido. Sólo Husserl conservaba algún prestigio y no por mucho tiempo. El historicismo y el existencialismo eran ya agua pasada.

En sus Confesiones profesionales, Gaos menciona tres generaciones de discípulos e identifica a la tercera como «los hegelianos». Las dos anteriores son «los historiadores» y los «hiperiones». Fue esa tercera generación la que se alejó con más decisión de las posiciones teóricas del maestro. Y creo que la razón fue ajena a la filosofía.

Cuando Rossi llega a México, la Segunda Guerra Mundial ha terminado hace seis años. El nuevo orden mundial comienza a consolidarse en torno a una metáfora que hizo fortuna gracias a su sintética descripción: «telón de acero» separando dos potencias militares económicas y políticas, dos visiones del mundo. Lo que pudo influir sobre las modas y tendencias en las filosofías académicas debió ser, primero, el sentimiento y luego el afán de los jóvenes en dar por amortizado el mundo anterior a la guerra, mundo de un ayer absoluto sin continuidad posible con el presente. ¿Acaso las viejas filosofías de la vieja Europa y las ideologías generadas por ellas no habían sido agentes determinantes de los desastres, por incitación o por omisión?

Llegar desde el existencialismo al individualismo burgués y de ahí al nacionalismo y a los fascismos suponía un vuelo corto; y lo mismo para el confuso historicismo que se movía en un relativismo moralmente sospechoso, para no mencionar su renuncia a la verdad. Del mismo modo, todas aquellas filosofías de la substancia y del ser, del destino y la voluntad, de la historia y del hombre, compartían la imposibilidad de construir enunciados cuyo significado quedara razonablemente delimitado dentro de reglas de lenguaje concisas, expresas, controlables y claras.

Todo ello contribuyó a dotar de fuerza a una filosofía del pasado que había reaparecido tímidamente poco antes del desastre: el neopositivismo vienés y la estrella solitaria pero de un extraordinario fulgor, de Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Que al filo de la expansión nazi la mayoría de sus miembros terminaran en Londres y otros destinos británicos o estadounidenses es historia bien conocida.

Terminada la guerra, una certidumbre se abrió paso en el mundo occidental. La filosofía debía ser sometida a una severa dieta de adelgazamiento. Nada de metafísica, de términos incontrolables como libertad, bien, ser o alma, nada de argumentos mal construidos, nada de dejar hacer a las palabras como si fueran las dueñas del pensamiento. Análisis lingüístico y control lógico de los razonamientos, prohibición de las filosofías que cuelan de matute visiones del mundo, reconocimiento de la ciencia natural como el éxito de la razón y el modelo exclusivo que debe guiar a la filosofía, en la medida en que aspire a ser racionalidad y no otra cosa, magia o poesía. Este fue el credo que triunfó a un lado del «telón de acero» y para el que hubo cátedras, revistas, becas y un notable consenso sobre los efectos beneficiosos que a medio plazo ejercería sobre la moral, el derecho y la ciencia política, es decir, sobre las disciplinas sociales (de razón práctica) que tendrían la responsabilidad de orientar a los hombres de acción, a la ciudadanía. (Dejemos de lado el espinoso asunto de la tendencia de estas escuelas a ser filosofías neutrales en cuestiones de valores éticos y políticos.)

Que Rossi quedara deslumbrado por ese enfoque es más que probable, sobre todo teniendo en cuenta el malestar creciente que él, junto con la mayoría de sus colegas, experimentaba ante el salvaje escepticismo al que el maestro Gaos se abandonaba. No es azar que cuando evoca su paso a la filosofía analítica hable de llegar a «un nuevo mundo filosófico» (497). [1] La fenomenología era valorada aún como un método valido pero no tan pulcro y eficaz como los procedimientos metodológicos de los analíticos.

No sé cuánto tiempo duró el idilio. Los idilios suelen durar poco, pero probablemente Rossi siempre se sintió en casa en la filosofía analítica, a pesar de los problemas que algunos enfoques, sobre todo de Wittgenstein, le daban. Si hubo abandono, cosa que más adelante discutiremos, no fue por otra visión o escuela filosóficas sino por la literatura y el ensayo.

En el lado oriental del ya mencionado telón también triunfaba la impresión de que había que superar la vieja filosofía contaminada de metafísica y teología. Había que dejar de interpretar para pasar a la acción transformadora, según Marx. Pero, a pesar de las inconfundibles raíces hegelianas, el marxismo-leninismo triunfante también se veía a sí mismo como ciencia. Esa coincidencia en que la filosofía dejara de ser idealismo descontrolado para convertirse en saber positivo fue el sueño de la razón compartido, que engendró una filosofía vacilante y medrosa en un sitio y una ideología agresiva, orientada a la conquista del poder por la revolución, única forma de cambiar el mundo realmente existente, el capitalista y burgués, en el otro.

En la segunda mitad del siglo xx la filosofía, pues, se acomodó a vivir de ideas que habían sido pensadas en el mundo limitado de la Europa liberal burguesa del siglo xix. Rossi compartió parte del sueño aunque se mantuvo distante y alerta: no se hizo muchas ilusiones. Quizá su dedicación a la literatura en las últimas décadas de su vida guarde relación con ello. Captó pronto el cambio de atmósfera que se produjo desde mediados de los sesenta, cuando se hizo imperativa la fidelidad ideológica a las filosofías del lado oriental, lo que provocó que «el clima mental general se envenenara con una ideologización pedestre» (629).

Hay una imagen que no me resisto a evocar y que refleja simbólicamente el mundo que surgió de la Segunda Guerra Mundial. Fantaseemos con un planeta dividido en dos bloques y cada uno de ellos regido por el poder espiritual de una momia: la de Lenin, desde su mausoleo en la Plaza Roja de Moscú y la de Bentham, fundador del Utilitarismo y decidido defensor del capitalismo, desde Londres, en la urna del University College. Aunque persiste una diferencia: la primera era venerada por el pueblo; la segunda era robada periódicamente por estudiantes dipsómanos para divertirse un rato.