LA PATADA A LA ESCALERA
En un texto recogido en el Manual del distraído, Rossi inventa a un escritor llamado Leñada al que atribuye algunos disparates, falsas profundidades, teorizaciones, lugares comunes de los que desea burlarse. Uno de ellos fue la moda de leer o citar el Tractatus de Wittgenstein, lectura de perezosos que «quieren entrar en la modernidad». Y añade: «Imagínense a Leñada repitiendo que hay que dar una patada a la escalera» (303).
La metáfora de la patada a la escalera era bien conocida de Rossi. Es la imagen de que se sirve Wittgenstein para exponer su idea sobre la relación entre lógica y filosofía[2]. ¿A qué dio Rossi la patada? O dicho de otro modo, ¿qué dejó atrás con la escalera, en punto a su formación y orientación filosóficas? La pregunta podría responderse sumariamente diciendo que todo lo que aprendió en Mascarones y, más específicamente, lo que estudió en cursos y seminarios de su maestro Gaos.
Alejandro Rossi inició sus estudios en el curso 1951-1952. En noviembre de 1952 sabemos por una carta de Gaos a Alfonso Reyes que entre los aspirantes a ingresar en el seminario el año que viene, «sólo un joven argentino me parece digno de atención»).[3] En los años siguientes Rossi asiste al seminario sobre la Lógica de Hegel al que mucho más tarde dedicará un comentario despectivo en cuanto al método de trabajo que Gaos desplegaba allí. En su marco programa Rossi su tesis doctoral: «Lo racional y lo irracional en la ciencia de la Lógica de Hegel», aprobada, según sabemos por otra carta de Gaos a Reyes (15 de diciembre de 1955), por unanimidad magna cum laude. Gaos hará lo posible para que se publique la tesis de su discípulo, pero esta nunca verá la luz porque su autor decidió retirarla cuando estaba en pruebas de imprenta. Tiempo después, Rossi experimentó su formación en Mascarones como un encierro en la cárcel —para servirnos de un término caro a Gaos— de las filosofías del tiempo… de sus profesores: Historicismo y Existencialismo. Heidegger y Sartre, un poco de Ortega, algo de Merleau-Ponty; Husserl y Scheler, neokantismo en retirada, eran las lecturas más pertinaces y mejor vistas. Rossi tenía por delante las mencionadas generaciones estudiantes de filosofía, que habían consolidado algo parecido a una breve tradición en temas y métodos. Esta se había consolidado con la llegada de los exiliados españoles y la creación de La Casa de España, pronto transformada en El Colegio de México, privilegiada institución que cambió la forma de trabajar las humanidades. De las generaciones que le precedieron, la más importante para Rossi fue la de los «hiperiones», con los que tuvo una relación intensa. Colaboró a petición de Gaos en un seminario sobre Filosofía Moderna, del que luego hablaremos, en el que el resto de los miembros, Emilio Uranga, Luis Villoro y Ricardo Guerra pertenecían a este señalado grupo, cuya actividad a finales de los cuarenta marca una especie de cenit de la filosofía mexicana del siglo xx. Rossi dedicará comentarios y semblanzas a varios de sus colegas: a León Portilla, muerto prematuramente, en 1963, autor de uno de los mejores libros del grupo, La fenomenología del relajo (1966) y a Luis Villoro, hiperiones, y a Fernando Salmerón, compañero entrañable de estudios y de generación que ayudó al itinerante Rossi a aclimatarse rápidamente a los usos de un país del que puede decirse que nada o muy poco sabía cuando llegó al país. «Oportunidad de oro para enterarme de las cosas de México, historia, literatura… Y de lo más difícil: la melodía, el temple de un país» (635), evoca Rossi el comienzo de su amistad con Salmerón. Comparte con este y con Villoro trabajo en el Instituto de Estudios Filosóficos de la UNAM y fundan la revista Crítica en 1966, al ser nombrado Salmerón director del mencionado centro. Serán ambos amigos el vínculo con un pasado filosófico que no se perdió del todo con la patada a la escalera.
Conceptualmente, la imagen de la patada remite a la enérgica ruptura que Rossi lleva a cabo. Antes, como ya sabemos, se sintió interesado en el método fenomenológico de Husserl y en el enfoque ontológico que Heidegger dio a la antropología existencial, orientación que culmina en su visita a Friburgo en 1956. Consigue ser aceptado en un seminario privado (y restringido) de Heidegger sobre Hegel, cuyo azaroso proceso nos ha contado en «Gato fino» (1999). La sorpresa surge cuando se encuentra con que «el mago de Messkirch» habla sobre todo de lógicos medievales: «Heidegger me devolvió a los temas de Coffey, el olvidado manual de mi adolescencia». Ese fue el motivo de que el primer curso que dictó en la Facultad de Filosofía fuera sobre problemas de lógica medieval, «sin afanes ni motivaciones religiosas», lo que prueba que se sintiera ya entonces cada vez más lejos de los asuntos y preocupaciones de sus profesores y buscara aquella tradición en que la lógica se tomaba en serio, aunque sólo fueran tautologías que carecían de sentido, peldaños de una escalera que no permitía pensar el mundo. Pero cuando hizo las maletas no voló a Roma o a Lovaina sino a Oxford, «un viaje que marcó mi vida» (496).
Para el curso 1960-1961, Rossi había ganado una beca de la Fundación Rockefeller y el permiso de su universidad para hacer una estancia de estudios en Oxford, donde le aguardaba la filosofía que iba a encajar en su vocación filosófica, suponiendo que tuviera una. Su mentor fue Gilbert Ryle, uno de los miembros de la escuela de Oxford más influyentes. Rossi menciona, entre sus lecturas decisivas de aquel viaje, a Austin, Frege, y al «exasperante Wittgenstein», al que describe como «el filósofo esencial del siglo, cuyos textos rondé con perplejidad y estupor…». Menos mal, porque parte del inmenso prestigio de su primer libro, el célebre Tractatus lógico-philosophicus (1921), se basa, a juicio de algunos de sus lectores más prestigiosos, como Russell o Ayer, en un malentendido, confusión que afectaba precisamente al núcleo de su fascinación: cualquier enunciado de contenido metafísico o que exprese una visión del mundo carece de sentido. Pero el Tractatus contenía una metafísica implícita, sin la que no se podía comprender. El programa fisicalista y cientificista, etcétera, no era compatible con los planteamientos del libro y así lo hizo notar su autor en varias ocasiones, debatiendo con miembros del Círculo de Viena como Carnap o Neurath.
Se sentía en casa. Luego descubriremos que la casa estaba lejos y que aún era necesario construir la propia. Evocando la trayectoria de Fernando Salmerón casi treinta años después de aquel viaje iniciático, escribe, refiriéndose expresamente a la empresa obligada para «el filósofo de lengua española»: «Las circunstancias nada felices de nuestra historia le han impuesto [a Salmerón] obligaciones adicionales, que yo resumo con esta frase: hay que construir la casa» (636).
La productividad filosófica que dejó su militancia en la filosofía analítica no fue muy considerable. Se resume en el librito, de ciento y cincuenta páginas, Lenguaje y significado, que reúne cinco escritos: salvo el primero, que está dedicado a las Investigaciones Lógicas de Husserl, los otros cuatro son breves papers al estilo y con temas propios de la Escuela de Oxford, dedicada casi exclusivamente a la reflexión sobre el lenguaje común.[4] Su actividad docente, en consonancia con estas publicaciones, se centró en cursos de lógica matemática y seminarios sobre Wittgenstein, Russel, Frege, siempre en relación con la orientación de positivismo lógico o filosofía analítica, que asumió desde su primera visita a Oxford, y siempre en el área de lógica y filosofía del lenguaje. El expediente académico consultado llega hasta 1969,[5] año en que imparte un curso sobre teoría del conocimiento dedicado a «La identidad de los indiscernibles», en relación probablemente con el principio de los indiscernibles» de Leibniz, el más lógico de los filósofos clásicos de la tradición racionalista.
Es sabido, y esa es una de las perplejidades a que invita la biografía intelectual de Rossi, que a su escasa producción en el área de la filosofía analítica le corresponde una escritura bastante más abundante, aunque tampoco excesiva, en el campo de la literatura en general, ensayo y ficción. De creer a Rossi, este giro o cambio o evolución o transporte, que no sé cómo llamarlo, se produjo casi por casualidad cuando una tarde le llamaron de la redacción de la revista Plural para proponerle que escribiera un texto al mes de temática libre. Reconoce que la literatura siempre estuvo ahí y que los amigos que le insinuaron la colaboración adivinaron, «porque la amistad es esa divina capacidad de descubrir los secretos deseos del otro» (571).
Un repaso a las evocaciones de niñez y adolescencia que tiene diseminadas por algunas de sus distraídas colaboraciones en revistas nos pone en la pista de un lector ávido desde que de niño una criada le lee, cómo no, Las mil y una noches, y se encuentra con Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Luego, en el bachillerato bonaerense, descubre necesariamente a Borges, el escritor cuya impronta se hace sentir más, aunque sin restarle gracia y frescura a su prosa: «Borges era el modelo venerado, guía de mis lecturas y creador de mis gustos» (520). Azorín y Baroja le acompañaron desde muy pronto. Gómez de la Serna fue muy estimado desde el principio. De entre los italianos menciona con fervor a Montale. De entre sus contemporáneos, a Octavio Paz y Juan Nuño.
Antonio Machado le da la ocasión de elaborar una lista de los géneros de su preferencia, que son acaso los que ha practicado. En el ensayo «Un profesor apócrifo», dedicado a Juan de Mairena, argumenta su admiración por esta criatura inventada por el poeta español: «Por razones oscuras —aunque quizá triviales— me atraen los libros que reúnen cosas diversas: ensayos breves, diálogos, aforismos, reflexiones sobre un autor, confesiones inesperadas, el borrador de un poema, una broma o una explicación apasionada de una preferencia. Un libro, además, cuyo lenguaje sea cristalino y traducible…». Y sigue exponiendo algo parecido a una poética que yo me atrevo a resumir en dos palabras: artesanía e invención, preocupación por un estilo tan transparente como el agua clara ―la metáfora, reiterada en más de una ocasión, es del propio Rossi, una prosa ajena, dice más tarde, ajena a «los monumentos y a los oradores» (186).
Como lector de Rossi, me inclino a pensar que no renunció a sus convicciones filosóficas analíticas, sino que les dio un empleo inesperado al escribir ficción (en el sentido más amplio que pueda darse al término). Más tarde intentaré una interpretación de cómo puede articularse su preferencia por una filosofía sin metafísica, modesta en sus temas y comedida en sus procedimientos, con la libertad de invención que se dio como autor de ficciones. Precisamente, este término, «procedimiento», como sinónimo de método, tiene cierta importancia en el vocabulario de Rossi. De sus primeras lecturas, entre otras, el ya mencionado manual de lógica de Coffey, el jesuita irlandés, sacó «un hondo desinterés por los sistemas de creencias y un interés casi exclusivo por los instrumentos conceptuales», es decir, lógica matemática y análisis del lenguaje (493). La literatura quedaba entonces como el único instrumento de compresión de la realidad.
No obstante, Rossi no se entusiasmó con el confort espiritual hallado en su nueva morada. Le atrajeron antes ciertas virtudes negativas, ciertas limitaciones, que sus logros reales. Allí estaba, escribe, «el atractivo de hacer filosofía sin arrastrar concepciones del mundo, políticas o religiosas». Puede. Pero mantengamos una sombra de duda que él mismo fomenta: «El precio era… quedarse filosóficamente algo mudo ante una multiplicidad de asuntos». Y admite que la práctica analítica de la filosofía «peca a veces de ingenua. La clave de su adhesión es negativa: ciertas prácticas filosóficas favorecen la obsesión, hacen crecer sin medida «las telarañas intelectuales». Es posible que esté pensando en algún maestro, en cierto compañero de seminario…
Se ha escrito mucho sobre Rossi como autor literario, faceta que quizá ha oscurecido la de filósofo. No deja de ser interesante que él no se reivindique ni de la literatura ni de la filosofía y que confíe a un rincón de su obra la siguiente confesión: «Pertenezco a una generación enamorada de minucias, incapaz, me parece, de inventar un mito poderoso o un símbolo de la condición humana» (361-362).
Como en el caso de las preferencias que menciona en su nota sobre Machado, los elogios que dirige a otros escritores son pistas eficaces para reconstruir el modelo de escritura que prefiere y que aspira a ejercer: No más que ejercicios de tono y ritmo —dice ser el humilde anclaje de sus primeros escritos para Plural, en combinación con un ethos basado en la tolerancia intelectual y la mesura contra la hybris (606-607); ciertos hallazgos de oficio, una inesperada secuencia de nombres, el adjetivo preciso, en fin, la gramática como ética o «el deseo profundo de escribir una prosa noble y clara, agua fresca, una prosa tranquila y convincente…» (361).
En dos de sus libros hay una serie de textos escritos por un escritor anónimo, entre ellos uno titulado «Sin sujeto», donde elogia precisamente una literatura que se desentienda del yo del autor. Dicho escritor, poco más que una voz sin historia y sin nombre, tiene dos amigos, también literatos, uno ingenuo, condenado al éxito y a la confusión, y otro, grueso, fracasado y destructivo, Gorrondona, que le sirven para reflexionar sobre todo lo relacionado con la escritura, su creación, su misterios, los equívocos que trae consigo la recepción de una obra.
Quizá sea un error interpretar las historias sobre estos tres escritores, Leñada, Gorrrondona y la voz que los cuenta, como fuente de información sobre las ideas literarias de Rossi; podrían ser alter egos, idealizaciones rebajadas y deformadas por la ironía. En cualquier caso, me interesa la figura de Gorrondona que hace su aparición en un texto titulado significativamente Leibniz, el filósofo de la tradición que más importancia y atención concedió a la lógica y a los procedimientos. De este Juan Gorrondona sólo sabemos que es «un erudito respetable pero pasajero» que dedicó su vida a aislar «esas frases subterráneas y decisivas» que según él hay en cada libro. La relevancia de este erudito reside en que se encarga de rebajar los humos a las pretensiones del escritor anónimo que decido interpretar como la voz más cercana a Rossi. En «Sin misterio», el relato arranca con una declaración: «El fracaso cansa», dicha en una entrevista a una muchacha «trágica pero sin ortografía». Fracaso no de lectores, aclara, sino que «mi obra —siempre enigmática y a veces perfecta— ni siquiera roza el territorio anhelado» (259). Más adelante reconoce que aspiró a llegar al éxito de las muchas lectoras (sic), «susurrarles al oído, imponerles mis aventuras, robarles el tiempo, presentar ante ellas los feroces dilemas de nuestro tiempo…». Pero, escribe en la página siguiente, «conocí a Gorrondona y caí bajo su influencia nefasta» (268- 269).
¿Qué enseña Gorrondona? Gorrondona es un conceptista extremo que prohíbe toda lectura excepto la del diccionario. Enseña a «escribir y olvidar. Romper las cuartillas, desterrar de la memoria las frases y los versos predilectos…». En otro relato se pronuncia sobre la metafísica, compartiendo probablemente prejuicios de Rossi. Tuerce la boca: «sueño de monjes». Leñada, el tercer escritor, inventado para exponer las torpezas y esnobismos de la profesión, protesta: «La metafísica ordena nuestras perplejidades». La réplica de Gorrondona no puede ser más expeditiva: «Leñada, usted confunde el asombro legítimo con el pasmo. Un error conocido. Lo primero engendra un respetable presocrático, lo segundo un ontólogo de barrio» (294-295).
Leñada quiere hablar todo el tiempo del escritor y sus fantasmas. Rossi se burla de ello. También de su gusto por las teorizaciones. En este caso es el literato sin nombre quien nos advierte: «Todo escritor, me dije con pavor, pasa por su momento filosófico y quisiera, con la desesperación de un tartamudo, articular una aburrida teoría» (296). De la importancia de esta advertencia da fe el hecho de que, pocas páginas después, repita la idea como dictum de Gorrondona: «Tarde o temprano los escritores enferman de teoría. Los templados sudan las fiebres y sobreviven. La táctica es no contradecirlos» (303).[6]
En Rossi, filosofía o teoría, y literatura nunca se mezclan, aunque pueden darse misteriosas injerencias. La literatura sólo vale cuando es capaz de atrapar en una red de palabras algo de lo real, un poco de la experiencia humana concreta, sin abstracciones. Quizá sea la ironía, la más filosófica de las figuras retóricas, la que mejor cuadra con la forma en que Rossi practica la literatura.