IRONÍA
Otro filósofo que también evolucionó de la teoría a la ficción, con peor fortuna, sin duda, que Rossi, José Ferrater Mora, estableció una distinción entre ironía clásica e ironía romántica. La ironía romántica nace de la desesperación ante el descubrimiento de que la naturaleza no es divina o que Dios no está detrás y pendiente del mundo de los hombres. [7] Octavio Paz la ha descrito con rigor al vincularla con el motivo de la «muerte de Dios» y advertir que esa forma de entender la ironía conduce necesariamente a la melancolía. A mi juicio, la de Rossi no pertenece a este tipo: no desespera ante el espectáculo del mundo. Su ironía es sobre todo instrumental. Parte de la convicción de que la realidad se rinde antes a procedimientos oblicuos que a asedios perpendiculares. Encuentro cierto parentesco entre la forma de practicar Rossi la ironía y lo que Ortega llamó en Meditaciones del Quijote (1914) el «método de Jericó», que Rossi leyó y elogió.[8]
Aunque tiene un punto de coincidencia con la que Ferrater identifica como ironía clásica, no lo es del todo. Sí coincide con la ironía cervantina en que no degenera en burla o sarcasmo porque no quiere destruir su objeto sino mejorar su sentido, llevándolo a un nivel nuevo mediante conexiones inesperadas. Sus lecturas británicas y su trato asiduo con Borges son dos de las fuentes en las que ha bebido la ironía de Rossi. Aunque es consciente de servirse de ella, nunca ha desarrollado una teoría o al menos una reflexión sobre la ironía. La elogia en varios lugares. Gorrondona se sirve generosamente de ella, según hemos visto. Hallamos un magnífico ejemplo de ironía en el resumen de «lugares comunes» con que se despacha Leñada, relatados malévolamente por el narrador anónimo, en una entrevista con una periodista de moda a raíz de un premio literario: «Estamos en la época de la utopía vencida»; hay que «ahondar en las cavernas de la ontología»; «no somos animales del instante…»; «Requerimos temporalidad…»; «Nos orientamos en la vida a través de posibles proyectos…»; y «mientras hay proyectos hay esperanza…»; «Si falla la esperanza —Hoffnung, termino ya más técnico, … La esperanza colectiva, esta civilización decae, es la muerte ontológica…»; «Hemos perdido la brújula…». Heidegger, Ortega e incluso Gaos son los inspiradores del amigo Leñada. Sonrisa apenas insinuada de Rossi, sentado junto a Gorrondona en la mesa del fondo del café donde acaba de terminar la entrevista.
Aunque está en permanente tentación de saltar de la ironía a la burla, cuyo objetivo es la destrucción del objeto, en realidad no se deja arrastrar por esta inclinación de juventud: «Mi defecto —sólo filosófico, espero— era la insolencia y un cierto deseo continuo de demolición» (622). Insisto en que la forma de practicar la ironía en los ensayos de Rossi queda a medio camino entre la ironía clásica y la burla. Es difícil precisar más porque con frecuencia la intención del ironista queda velada. Sospecho que ello se debe a que muchas de las ironías de Rossi son autorreferenciales. Entonces no puede hacerse transparente del todo el sentido final del tropo ni si pretende construir un sentido nuevo o sólo destruir un mal planteamiento. Si hay algo de su formación analítica que ha pasado a su escritura es su aspiración a ayudar a pensar mejor. «La más dañina de las enfermedades filosóficas», nos recuerda, es sin duda «la mala argumentación» (622). Creo por tanto que la ironía en Rossi es más metódica que sustancial, como lo era en los románticos alemanes, de los que Paz sentenció: la ironía consiste en «dejar caer, en la plenitud del ser, una gota de nada».[9] El siguiente texto podría ser un buen ejemplo de ironía a la manera de Rossi, donde la negatividad se maneja con sentido del límite: «Es costumbre mía despreocuparme de lo que está lejos —las soluciones, el otro lado de la moneda, las páginas finales—; siempre he tratado, por otra parte, de no acercarme demasiado a la verdad o, cuando menos, a las grandes verdades, prefiriendo decididamente los terrenos laterales, los callejones sin salida, las ideas sin ningún futuro» (197).
En Rossi, compiten la pasión terapéutica de construir buenos argumentos y la ironía que destruye viejas arquitecturas y libera el suelo para levantar nuevas «invenciones». Hablando de Ortega, otro gran ironista filosófico, y de su definición de ensayo, lo describe como un caso de «relación entre estilo y convicciones filosóficas» (667). [10] Quizá podamos hablar en Rossi de dos caminos paralelos, procedimientos lógicos y estilo literario, mediados por la ironía.
ROSSI FRENTE A GAOS
Cuando en 1956 Rossi fue a ver a Heidegger —el rey oculto de la filosofía, hacia 1927, cuando apareció Sein und Zeit, como lo bautizó su discípula Hannah Arendt— resultó inmune a sus encantamientos ontológicos. Probablemente Rossi ya había iniciado su viaje hacia «el nuevo mundo» filosófico, pero aún iba a permanecer algunos años atado a su pasado. El año decisivo en su «liberación» fue, ya se ha dicho, 1958. En él, se acumulan una serie de acontecimientos que terminaron, si no por precipitar, al menos a encauzar la ruptura con el horizonte filosófico de su formación: historicismo, existencialismo, antropología filosófica, cuyo gestor máximo fue, como sabemos, José Gaos.
En 1958 Gaos decide dar a la imprenta sus Confesiones profesionales, escritas varios años antes. El texto ponía sobre la mesa los credenciales filosóficos de un Gaos que leyó los signos filosóficos del tiempo en términos de lo que llamó «personalismo» y que no era sino un perspectivismo tan extremo que cada vida humana, mónada aislada y ensimismada, no podía comunicar más que lo que percibía y argumentaba desde su propia cárcel de experiencia. Ello conducía a uno de los escepticismos más radicales de la historia de la filosofía y la renuncia a las aspiraciones históricas de la filosofía desde su fundación en Grecia: la aspiración a descubrir la verdad de las cosas y a darle forma en un lenguaje válido objetivamente.
Rossi tuvo que confrontarse públicamente con las ideas del maestro en dos ocasiones ese mismo año. La primera fue al redactar una reseña del libro, «Las confesiones de José Gaos»; la segunda, en el primer seminario de nueva creación en la reformada Facultad de Filosofía y Letras sobre «Filosofía moderna» cuya dirección, encomendada a Gaos por el nuevo director de la Facultad, Francisco Larroyo, determinó que el primer tema a debatir fuera «Filosofía y vocación», justo el punto decisivo de las Confesiones que acababa de publicar. Él mismo eligió a los participantes y fijó el método de trabajo con la intención de publicar después los resultados. Formaron parte, junto con su director, tres hiperiones, Emilio Uranga, Luis Villoro, Ricardo Guerra y sólo un estudiante de la generación posterior, Alejandro Rossi.
Conocemos los contenidos de los debates gracias a que mucho después de celebradas las sesiones, Aurelia Valero las publicó en una impecable edición con el aparato crítico justo y un epílogo de Guillermo Hurtado.[11] Aquí sólo nos interesa la reacción de Rossi, aunque es inseparable del clima general que se respiraba en la sala de reuniones, clima que tendría que ser descrito como de cierta frialdad en general y de manifiesta hostilidad por parte de Uranga.
Gaos contribuyó a ello desde un estado de ánimo que reflejaba cansancio y la sensación de fracaso que traslucía el final de Confesiones: «Tal amargura y desasosiego se hicieron patentes en el texto que presentó a sus alumnos, en el que cuestionaba lo acertado de sus motivos, la autenticidad de su vocación, el sentido de sus persistencia en ella y, más importante aún, el futuro de sus ideas» (FV, 7). Añadamos que el fracaso de su vocación filosófica le parecía inseparable del fracaso de la filosofía misma, de toda filosofía: Valero menciona un texto inédito perteneciente a uno de sus proyectos más ambiciosos, unas Jornadas filosóficas que nunca salieron del archivo de Gaos, en donde describe su evolución personal: «la trayectoria del filósofo desde la vocación hasta la obstinación por la filosofía, pasando por la profesión y la decepción…» (FV, 15).
Rossi se movió en la zona templada. No fue crítico con la persona sino con el enfoque de los problemas. Desde el primer momento, cuestionó las conjeturas de que partía Gaos, a saber, que la filosofía no da razón del mundo sino de sus autores, el vínculo explicativo entre filosofía y vocación o el supuesto fracaso de la metafísica.
Pero Gaos hacía además un diagnóstico del futuro de la filosofía: era evidente que nunca volvería a practicarse como metafísica, en el sentido tradicional del término. Hacia el final de su exposición escribía: «El cultivo de la filosofía desciende así forzosamente desde las alturas o las honduras de la participación en lo divino, transida de temor a la tentación demoníaca por excelencia, hasta las llanuras y llanezas humanas […] de las ciencias humanas». Y pocas líneas después subrayaba la idea: «el porvenir de la filosofía: el cultivo de las disciplinas filosóficas y científicas, desde la lógica matemática, a la cabeza de las ciencias exactas, hasta la antropología filosófica, a la cola de las ciencias humanas, acabando ella misma en el reconocimiento de los límites de la razón, del conocimiento, de la ciencia…» (FV, 42, 43).
Gaos predijo el movimiento que iban a hacer algunos de sus estudiantes y entre ellos Rossi. La diferencia esencial entre ambos reside en su forma de entender la situación histórica de la filosofía después de la Segunda Guerra Mundial. Mientras que Gaos concluyó que lo que fracasaba era toda la filosofía, que terminaba lo que había comenzado con ese turbio nombre en la Grecia de los siglos vi y v a C., y que ello implicaba nada menos que el fracaso de una cultura y una civilización enteras, y que nunca más habría filosofía como la habíamos conocido y aprendido en los manuales del pasado, Rossi, por el contrario, creyó que la filosofía gozaba de buena salud y que era más bien el problema biográfico de Gaos lo que estaba en juego en sus reflexiones sobre el futuro de la filosofía. Cabe pensar que hoy sigue el debate abierto pero me inclino a dar la razón a Gaos ya que lo que perdura son escuelas cerradas sobre sí mismas, que sólo sobreviven gracias al sostén institucional, incapaces de dialogar entre sí y con los retos de lo real.
Rossi ya apunta en sus intervenciones del seminario maneras analíticas. Se centra en pedir que se planteen bien los problemas: «Confieso con toda honestidad que no tengo la menor claridad acerca de la importancia y de la significación del preguntar por qué se estudió y se sigue estudiando filosofía». Más adelante aclara que esa no le parecía una pregunta filosófica, «que le falta interés filosófico porque no dice nada «de» la filosofía» (FV, 50). En «Las observaciones al trabajo del doctor José Gaos», insiste en la misma queja de falta de claridad en el planteamiento de las cuestiones. Aquí subraya algunas conclusiones que Gaos da por probadas, por ejemplo, el fracaso de la metafísica, que «no ha sido explicitado en términos precisos», y reclama que se discuta «a fondo las razones por las cuales ha decidido usted que la filosofía no tiene valor de verdad objetiva» (FV, 85 y 86).
A pesar de su sosegada respuesta, Rossi no debía estar muy satisfecho con el seminario y no debió hacer gran cosa para su publicación. El hecho es que quedó inédito hasta la edición de Valero en 2012, a pesar de que Gaos intentó que se publicara: en 1959 redactó una introducción para justificar su publicación. Uranga y Villoro imprimieron sus contribuciones por su cuenta. Rossi Se olvidó de sus textos pero en cambio redactó ese mismo año la reseña de las Confesiones para la Revista de la Universidad de México.
Aquí no encontramos, a pesar de la proximidad temporal, una distancia sostenida sobre preguntas incómodas. Es un resumen inteligente y generoso de un texto que, se advierte, le ha impresionado, aunque no esté de acuerdo con sus planteamientos y conclusiones. Pero no era aquel el lugar para mostrarlo ni tampoco el momento. Me interesa destacar que, consciente del problema biográfico de fondo que las Confesiones plantean, Rossi corta el nudo del debate afirmando desde el principio que aquí se da «un mentís rotundo» a los que dudan de «la unidad temática de su pensamiento» —de Gaos; y describe el libro como la historia del origen de una idea que convierte a su dueño en «un filósofo, digámoslo de una vez» (643). Reparemos en el énfasis retórico de la fórmula, subrayada por mí, que pudiera apuntar a una cierta duda al fondo. En cualquier caso, la reseña termina insistiendo en el mismo motivo. Después de elogiar su extraordinaria vocación de profesor, ante lo que Rossi no podía sentir ninguna reticencia por su experiencia propia, termina: «Quede la crítica para otra ocasión y que esta Nota cumpla la función de una invitación a la lectura de un auténtico filósofo» (653).
Muy otro fue el temple y el estilo con que, años después, redacta «Una imagen de José Gaos», escrita, alude a ello, después de su muerte en 1969. No se trata, aclara pronto, de hacer homenajes sino de someter «su actuación como profesor y escritor» —repárese en que evita los términos «pensador» o «filósofo»— a un examen «severo e irreverente de la labor de José Gaos» (139).
Primero lo evoca en el aula, en una actividad que debía llenarle de felicidad, la de dictar sus clases, «actor del personaje que él mismo había inventado para aquel escenario» (141). Pero Rossi se equivoca al situar dicho escenario como ajeno a su vida, en suma fuera de una realidad que Rossi le imagina «árida y desabrida». Por el contrario, pienso que sus clases constituían para Gaos, sí, un teatro si se quiere, pero formando parte entrañable y entrañada de su realidad. Desde ella se conformaban el resto de sus ocupaciones y empresas, las traducciones, las publicaciones y la exigencia de tener una filosofía propia.
Rossi critica, en primer lugar, su tarea como profesor y desde ahí llega a sus temas filosóficos. Describe su concepción del trabajo como una visión arqueológica de la filosofía, obsesionada con el texto, al que sacraliza, hasta el punto de caer en beatería. Se burla de los interminables seminarios, como el de Hegel, que duró cuatro años, en que se leía la obra línea a línea. Y concluye: «frente al texto, Gaos carecía de libertad científica». Esta peculiar expresión quiere decir que Gaos incurría en una negativa metodológica a reinterpretar teóricamente una determinada tesis (144) y prefería mostrar lo que los filósofos de la tradición decían. Rossi quizá peca aquí de «adanismo», esa maldición de nuestras prácticas intelectuales.
Esta visión de la docencia es consecuencia de la idea que Gaos tenía de la filosofía. La filosofía no es, a la luz de su multiplicidad y confusión históricas, sino «una serie de imágenes privadas del mundo» en sintética expresión de Rossi. En conclusión y parafraseando al propio Gaos, «la filosofía es la disciplina frustrada por excelencia: intenta hacer ciencia y sólo llega a la confesión personal» (145). Entonces, el texto es lo único seguro, fiable, digno de ser transmitido. Rossi no oculta el suelo filosófico en que se apoya para su «irreverente» análisis. Digamos, con conciencia de simplificar, que contempla la ruina arqueológica que para él es la obra de Gaos desde el mirador de la filosofía analítica. Es fácil reconocer su filiación en los dos reproches principales que dirige al maestro: ignorar los análisis argumentativos y despreciar el valor de verdad que pueda ofrecer una tesis filosófica en función de sus pruebas, argumentaciones, rigor lógico, etcétera.
Pero Rossi fue más lejos de estos reproches de método e hizo algunas afirmaciones de calado digamos histórico filosófico, que merecen un comentario.
La primera es sobre la «faceta lógico semántica» en que se movió el pensamiento de Gaos: «se mantuvo prácticamente aislada dentro de los límites que señalan las Investigaciones lógicas de Husserl» (147). Tomada al pie de la letra, la afirmación parece defender que Gaos ignoró las revisiones que el propio Husserl hizo de su primer enfoque de la fenomenología, desde Ideas I y II hasta su obra más tardía, la famosa Crisis de las ciencias europeas; o la destrucción de esos mismos límites ontológico-lógico-semánticos que supuso la aparición de Ser y tiempo o la filosofía de la realidad radical de Ortega o la fenomenología mundana de Merleau-Ponty. Ciertamente Rossi no ignoraba todos estos desarrollos filosóficos que iban llegando inmediatamente a las aulas de Mascarones, al mismo tiempo que las novedades que sí le resultaban interesantes a Rossi y nada a Gaos: Frege, Russell, Wittgenstein…
Cabe hoy entender la crítica general a Gaos como el fruto de una elección dogmática, formulada desde una determinada concepción de la filosofía, que es la que casaba perfectamente con sus preferencias biográficas, como él mismo reconocerá en su discurso de toma de posesión en el Colegio Nacional, titulado, justamente Cartas credenciales.[12]
Rossi vivió, como el resto de su generación, la ilusión, en el sentido cervantino (o quijotesco), de hallar una respuesta válida a la desesperada posición heroica que había adoptado el «maestro», fiel al tiempo que le tocó vivir y que Rossi describe con precisión: «el escepticismo que Gaos llevaba en los huesos» y al que había que vencer porque el escéptico encarna en su propia posición la muerte de la filosofía.[13]
Cuando escribe Rossi: «la verdad es que no tuvo, propiamente hablando discípulos» (146), habría que añadir: con permiso de Zea o Salmerón. Incluso con permiso del «no-discípulo» que polemizó con Gaos con insistencia y saña, Emilio Uranga. Aunque, valga la paradoja, hay que darle la razón a Rossi, como se la hubiera dado el propio Gaos, ya que la posición en la que este termina es teóricamente insostenible, como ya se ha mostrado al hablar de su escepticismo: «La Filosofía de la Filosofía del curso ha concluido que toda filosofía es en conjunto subjetiva ―o válida únicamente para su sujeto o su autor. Consecuentemente ―conmigo mismo, no puedo proponer el curso a ustedes, ni a nadie, como válido para ustedes, ni para nadie; no puedo más que considerarlo como una exposición de mi «perspectiva» que no puede ser compartida por nadie más que en la proporción en que sea idéntico conmigo mismo. Por lo tanto, no espero el asentimiento de ustedes, sino justamente el disentimiento ―que es lo único que puede confirmarme en mi perspectiva…».[14]
El callejón sin salida de su personalismo era un mal lugar para seguir pensando, para levantar la casa, aunque fuera modesta, de una tradición. Acaso la única forma de continuidad de escuela habría sido la de pensar dicho callejón sin salida como el problema filosófico real, histórico que era, y no la posición subjetiva y biográfica de un profesor español exiliado en México. Pero para ello faltaba perspectiva histórica. Desde el mirador de la postmodernidad las cosas se ven de otra manera. Al menos se ve claro que la filosofía llegaba a su limes en el que terminaba de forma abrupta aquella cultura filosófica llamada modernidad. Al otro lado, la barbarie, lo desconocido o ambos.
Cuando nos dio su imagen de Gaos en 1969, Rossi tenía las ideas muy claras sobre qué es y qué no una filosofía. Tanto que desliza esta afirmación sorprendente: «Gaos se equivocó en la elección de su tradición filosófica» (147). ¿Pero, acaso se eligen las tradiciones? Rossi, tan preciso a la hora de discriminar los términos, prefiere hablar de tradición en vez de escuela o tendencia. Gaos habría continuado en México la herencia cultural de su maestro Ortega, confinada en una visión historicista del conocimiento y la práctica filosóficos. Rossi tuvo la suerte de vivir lo que Ferrater llamó «un cambio de marcha en filosofía», que obedeció más a motivos geopolíticos, como insinué en mi introducción, y que afectó a su generación y no sólo en México. Pero Gaos, desde la perspectiva generacional propia, sabía que aquella filosofía importada desde los venerables claustros medievales de Oxford estaba por debajo de «la altura de los tiempos» que es siempre un nivel de problematicidad objetiva; o dicho de otro modo, que la filosofía del lenguaje, salvo por las intuiciones de Wittgenstein, presentaba una estructura neo– y por tanto estaba abocada a convertirse en una especie de escolástica. El reproche que al final de su texto le dirige Rossi me parece injusto: «nos puso al margen de las grandes corrientes formadoras del pensamiento contemporáneo» (149).
Las tradiciones filosóficas no se eligen. Pertenecen a la estructura permanente de la propia vida, como la lengua en la que tendremos que expresar nuestros análisis, y lo único que podemos hacer frente a ella es abrazarla y salvarla o traicionarla. Gaos y Rossi tuvieron la mala suerte de encontrarse con una tradición filosófica que apenas lo era. España, la campeona de Trento, había abandonado la modernidad filosófica justo en el momento en que se iniciaba la formación de las filosofías en lenguas nacionales y con ellas, sus respectivas tradiciones, una de las cuales fue la vetusta tradición del empirismo británico que con tanta eficacia sedujo a Rossi. [15] No fue hasta Unamuno y Ortega, alboreando el siglo xx, cuando ese mismo proceso se inicia para la lengua española. En pocos años se crearon las instituciones necesarias que permitían augurar que en unas pocas generaciones estaría constituida una tradición filosófica en dicha lengua, incluida en su proceso las naciones americanas de habla española. [16] Pero la guerra civil de 1936 cercenó el proyecto en marcha. Gaos llegó a México con la vaga impresión de que cabía «transterrar» dicha balbuciente tradición y, por un tiempo, los instrumentos conceptuales de la razón vital sirvieron para echar a andar. Pero ni dicha filosofía estaba plenamente pensada ni Gaos confió lo suficiente en su misión y en sus dones. Escribía en un castellano conceptista y reiterativo que bordeaba, según Rossi, lo incomprensible; y no pudo superar el diseño solipsista de su propia filosofía, eterno escéptico corroído por la necesidad de «autentificar» su quehacer filosófico.
En sus «confesiones profesionales» tituladas, como ya sabemos, Cartas credenciales, dice Rossi: «No es fácil encontrar la tradición que nos conviene» y aclara lo que ya sospechamos, que lo que «nos conviene» no puede ser sino lo que encaja con nuestros «gustos y facilidades» (493). Pero inmediatamente se da cuenta de que reducir la cuestión al propio gusto o a la habilidad con que hemos nacido, nada explica y, lo que es peor, imita el psicologismo que se le imputó a Gaos. Por eso añade pocas líneas después: «En el mundo hispanoamericano… no hemos vivido en culturas filosóficas propias, asentadas y, por consiguiente, las generaciones y grupos han debido elegir, a veces sin antecedentes previos, no sólo este o aquel problema, sino la cultura filosófica en el que discurre» (ibidem). Este fue su caso. Pero, ¿no había comenzado a construirse una cultura filosófica propia en lengua española? La respuesta de Rossi es que no. Y sin embargo no ignora que el esfuerzo de los hiperiones al plantearse el problema del ser del mexicano —que califica de «aquel grotesco enredo» (623)— iba en la dirección acertada de mantenerse en el surco de una tradición de pensamiento propia, como los trabajos del seminario sobre el «Pensamiento en lengua española» sobre el pasado mexicano o las reflexiones de Zea sobre la filosofía mexicana como «filosofía sin más», las discusiones de Gaos con el neokantiano Francisco Larroyo, sus polémicas con Eduardo Nicol, la docencia mexicana, breve pero notable, de David García Bacca, que también se ocupó de cuestiones lógicas, etcétera.
El propio Rossi parece corregirse a sí mismo cuando, en su hermoso elogió a Salmerón, reconoce en él «la fidelidad sin tacha» de este a don José Gaos, puesta en valor en el trabajo arduo y lento de editar las obras completas del maestro. No se le escapó a Rossi el significado profundo de este esfuerzo, en verdad ímprobo, como apreciará cualquiera que conozca los diecinueve volúmenes de dicha obra, sostenida casi en exclusiva, mientras vivió, por Salmerón, significado que interpreta Rossi como afán de «volver palabra viva la tradición que nos ha rodeado y nos ha formado». Y como si quisiera disculparse por algunas opiniones vertidas sobre este asunto, añade: «Una manera de recordarnos nuestra circunstancia filosófica, que no estamos tan solos como a veces presumimos» (633).
Aunque, para decirlo todo, Rossi no había cambiado de opinión. Sólo era un poco inconsistente porque, en realidad, nunca le preocupó lo relativo a la historia y transmisión de las filosofías. Aquella «tradición» de su juventud le pareció insuficiente y equivocada. Había que «internacionalizar la atmósfera, encender algunas lámparas en la cueva folklórica» (638), escribe Rossi en las páginas dedicadas a Salmerón. ¿Realmente era el México de los sesenta menos cosmopolita que los autosatisfechos británicos en sus cátedras inmóviles? Quizá era más caótico, improvisador, joven e inexperto que el mundo filosófico británico o europeo, y sobre todo era más pobre. ¿No es «cueva folklórica» fumar en pipa, las chaquetas de tweed, él te de las cinco, el pastel de riñones, la gaita escocesa y el balbuceo inseguro de quien aparenta que no sabe qué va a decir mientras rebusca alguna originalidad con que sorprender a su invitado, recién llegado de un lugar salvaje llamado Ciudad de México, donde asesinan a los profesores de Filosofía cuando salen de su facultad? [17]
Puede ser que Rossi sólo esté ocultando su propio fracaso como filósofo que concebía la filosofía como una especie de educación y cuidado de las buenas maneras argumentativas y más conversación y menos monólogo. Pero se ve en la tesitura de terminar el elogio de su amigo Salmerón reconociendo que este dedicó su vida a construir con «empeño de artesano» una mejora de «civilización en una sociedad tan atravesada por la barbarie» (639).