POR JOSÉ MARÍA PAZ GAGO
Mujer de su tiempo aunque suene a tópico manido, siempre atenta a los avances de las ciencias y las técnicas de su época, doña Emilia no podía ser ajena a la prodigiosa imagen en movimiento que irrumpía en su admirada Francia hacia el año de 1895, cuando ella frisaba los cuarenta y cuatro años.

Mientras que Clarín solo cita en una ocasión el cine en sus escritos (Paz Gago, 2001-2002), Pardo Bazán fue diseminando comentarios sobre el invento de los Lumière a lo largo de los veinte primero años del siglo XX, justamente las dos décadas que sobrevivió al asturiano. La escritora coruñesa será una espectadora privilegiada del cinematógrafo, de modo que sus interesantes reflexiones sobre las proyecciones de películas permiten observar tanto la evolución tecnológica y artística del invento como su progresiva afición al visionado de películas.

Pardo Bazán dará cuenta en sus crónicas periodísticas del proceso evolutivo que lleva del modo de representación primitivo, limitado y teatralizado, al modo de representación institucional propio del cine clásico silente, basado en un lenguaje propio. El lenguaje cinematográfico, en efecto, empieza a configurarse a partir de los años diez del pasado siglo, haciendo posible su temprano estatuto artístico de pleno derecho, el séptimo arte.

Dando muestras de una sabiduría poco común, la escritora es capaz de rectificar su juicio sobre el defectuoso cine primitivo para valorar el cinematógrafo más evolucionado y perfeccionado en técnica y en resultados artísticos. De hecho, la autora de La Quimera terminará siendo una gran aficionada, entusiasta de películas como Cabiria (Pastrone, 1914) o Madame Butterfly (Fritz Lang, 1919). Este paso del odio al amor tendrá su recompensa, pues una cámara de cinematógrafo la captará un día de 1920 para dejarnos una imagen fiel e imperecedera de su augusta persona.

Si en 1900 afirma doña Emilia con contundencia: «Me fastidia el cinematógrafo», y en 1908 declara que el cine de ficción «no puede menos de infundirme cierto desdén»; a partir de 1915 comienza a apreciar un cine que acaba de inaugurar su lenguaje propio de la mano de David W. Griffith. En esa ocasión se corrige aconsejando: «No conviene desdeñar mucho las películas cinematográficas». Rememorando sus pasadas reticencias, rectifica sus opiniones en 1920: «Mi impresión de conjunto es ya francamente favorable al cinematógrafo, que ha llegado a contarse entre mis distracciones favoritas».

Doña Emilia hace gala de su visionaria inteligencia estableciendo una comparación entre cine y literatura: «He aquí que, al definir la impresión que el cine me causa, se me ocurre mirarlo desde el punto de vista literario, y establecer ligeras comparaciones con la literatura», tal como afirmaba ya en 1908. Espectadora de vistas cinematográficas primero y aficionada a la proyección de películas más largas después, Pardo Bazán no dejó de reflexionar sobre las posibilidades artísticas y literarias de aquel balbuciente arte de la luz y del silencio (Paz Gago, 2008).

 

CRÍTICA DEL CINEMATÓGRAFO PRIMITIVO

Diversión popular y atracción de feria en sus orígenes, la ilustre escritora no tendrá muy buena opinión de los espectáculos de variedades que se prodigaban en teatros y circos de entonces: desde números ecuestres y de prestidigitación, ilusionismo y adivinación, hasta fonógrafos o cinematógrafos. A ellos se refiere al hablar de la temporada teatral 1912-1913 en los coliseos madrileños, en los que –opina– los empresarios «han dado entrada franca, no solo al cine, a las varietés, las cupletistas, los ilusionistas, los adivinadores, duetistas, tríos y excéntricos» (Pardo Bazán, 23 de junio de 1913, p. 410). Lamentándose de que el madrileño circo de Parish ya no tiene público mientras los demás teatros se han convertido en circos, «o cosa análoga», se queja del «maleficio» que el cine parece haberles echado, cada vez más alejados del verdadero arte.

Si a ese entorno desfavorable unimos las deficiencias técnicas del cinematógrafo primitivo, lógicamente muy poco evolucionado en 1900, podemos entender el poco entusiasmo que en la autora de La Tribuna suscitó el cinematógrafo Lumière. Recién iniciado el nuevo siglo, doña Emilia dedica una de sus crónicas de La Ilustración Artística barcelonesa a diversos espectáculos, desde peleas de fieras a laberintos y panoramas, refiriéndose a toda una serie de inventos utilizados con fines recreativos: los cinematógrafos, los fonógrafos, los grafófonos y los calidoscopios (Pardo Bazán, 12 de febrero de 1900, p. 106). Es curiosa la opinión negativa que le merecen estas «invenciones», definidas peyorativamente en el texto como «juguetes de niños; juguetes de la ciencia, reñidos con el arte», pues son incapaces de producir ideas o sentimientos anímicos. Doña Emilia se refiere a estos aparatos importados del extranjero que empiezan a popularizarse en nuestro país, tecnologías embrionarias entonces que menosprecia por ser incapaces de producir «la emoción intensiva que el arte proporciona».

Sorprende tal opinión en una persona siempre interesada por los artilugios más sorprendentes, utilizados por los innumerables espectáculos precinematográficos tan presentes en los escenarios decimonónicos. Baste recordar las páginas de La Tribuna donde cobran protagonismo máquinas fotográficas y estereóscopos, o la alusión en uno de sus artículos, por ejemplo, al telekino (Pardo Bazán, 4 de diciembre de 1905, p. 778)[1].

Al reconocer a regañadientes que asiste a proyecciones de vistas en movimiento –«Solo cuando no tengo más remedio me acerco a esos juguetes de la ciencia»–, declara la molestia que le produce el cinematógrafo debido a las deficiencias técnicas de los primeros proyectores Lumière: «Me fastidia el cinematógrafo, con su parpadeo y su temblequeteo y su pase de chispas continuo». En efecto, su juicio negativo se explica por el estadio poco evolucionado técnicamente de un sistema de proyección premioso y torpe, responsable de que las cintas primitivas superasen raramente los 250 metros de longitud, menos de 5 minutos de duración, y por lo insoportable que resultaba a la vista de los espectadores el tembloroso arrastre de la película.

Tales deficiencias eran debidas tanto a la lentitud de la cadencia de proyección como a los destellos producidos por la doble fase de obturación/iluminación, entre las cuales la película se desplazaba ligeramente. Otra causa frecuente de la fatiga ocular era el mal estado tanto del soporte celulósico y de los clichés, que producían desenfoque, como de las perforaciones para el arrastre, responsables del temblequeo, auténtica «trepidación», en la pantalla.

Estos problemas derivados de un defectuoso arrastre de la película perforada y causante del molesto parpadeo desanimaron a sus propios inventores y quizás por eso Antoine Lumière, padre de dos geniales inventores pero pésimo profeta, hiciese aquella decepcionante declaración a Méliès: «Quizás el cinematógrafo pueda ser explotado como una curiosidad científica, pero es un invento sin ningún porvenir».

En 1908 volverá a ocuparse doña Emilia, también en su sección «La vida contemporánea» de La Ilustración Artística, de lo que llama entonces con mayor benevolencia los «espectáculos visuales», certificando el incremento y difusión imparables de cinematógrafos, fonógrafos o gramófonos, a los que ahora define, en sentido mucho más positivo, como «refinamientos de la más avanzada civilización moderna» (Pardo Bazán, 7 de diciembre de 1908, p. 380).

Da cumplida cuenta Pardo Bazán del enorme éxito que tiene entre el público el cinematógrafo –«Y es imposible que una concurrencia demuestre mayor satisfacción ante un espectáculo, que demuestra la de los cines»– para referirse de nuevo a los defectos y riesgos que comporta una tecnología visual todavía, nunca mejor dicho, balbuciente. Incesantemente protesta la escritora coruñesa contra «el peligro de incendio, siempre inminente», y los riesgos tanto para la vista como para el cerebro, debido al ya citado parpadeo de los proyectores y a las rápidas transiciones de luz, ofreciendo un par de soluciones para la protección de los ojos: utilizar gemelos de cristales verdosos y alternar los días de asistencia al espectáculo para evitar someter a los ojos a «violentas y prontas contracciones».

 

VALORACIÓN DEL CINE CLÁSICO SILENTE

La progresiva solución de esas imperfecciones explicaría su evidente cambio de opinión sobre el nuevo arte, tal como expone en una nueva crónica, esta vez aparecida en una publicación especializada en el nuevo medio, La Esfera Cinematográfica, en 1920. En efecto, en su último y definitivo escrito sobre el séptimo arte da cuenta de las consabidas razones técnicas de su inicial impresión desfavorable, de su declarado desagrado: «El parpadeo y el temblor especial de las imágenes, y aun la excesiva rapidez con que cambiaban las vistas (ignoro si se llaman así) que van sucediéndose. Temí yo que me causasen fatiga cerebral». Superadas esas dificultades, podrá valorar el séptimo arte con indisimulado entusiasmo.

Los problemas de visión que aduce la escritora eran percibidos en la época como médicos. De hecho, desde 1909 se empieza a hablar de las «cinematoftalmias» o trastornos oculares por cinematógrafo, enfermedad debida a un espectáculo nuevo para el doctor Ginestous (Lefebvre, 2004, pp. 131-137). Aunque se trataba de meras molestias sin carácter maligno dieron lugar a abundantes consultas oftalmológicas. En su comunicación ante la Sociedad de Medicina y de Cirugía de Burdeos, Étienne Ginestous expone un cuadro de estas molestias: fotofobia, lagrimeo, enrojecimiento de la conjuntiva o incluso conjuntivitis con picores. Para el doctor Dor, el cine provocaba asthenopia retiniana y acomodativa, síntomas inequívocos de fatiga ocular y surmenage visual.