POR DANIEL ESCANDELL

David Foster Wallace tuvo la suerte de saber que su obra llegaba al público antes de que la depresión crónica desembocara en suicidio. Su nombre ha sido asociado con la posposmodernidad, por la pluralidad de técnicas narrativas y voces que se hacen presentes a lo largo de su escritura, abriendo caminos que han seguido siendo recorridos desde entonces. Por eso, cumplidos los veinticinco años de la aparición de su segunda e influyente novela, Infinite Jest (1996), desde el proyecto «Exocanónicos: márgenes y descentramiento en la literatura en español del siglo XXI» (PID2019-104957GA-I00) financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033, nos complace dedicarle este espacio en colaboración con Cuadernos Hispanoamericanos. El impacto de DFW trasciende rápidamente en el ámbito de la lengua inglesa, y también en España: traducida como La broma infinita, tuvo notable impacto pronto. La novela fue tildada al mismo tiempo de distópica, filosófica, tragicómica, crítica, ácida y muchos otros adjetivos, supuso un antes y un después. 

En sus páginas nos encontramos el enunciamiento -de hecho, el presagio- de un mercantilismo radicalizado y sus consecuencias, todo ello desde el punto de vista de quien ve claramente el mundo, pero se sabe Casandra. El modo en que dibujaba la debilitación de lo público frente a lo privado, y las fracturas sociales que ahora son evidentes y palpables, solo revalida su influencia más allá de los límites de la literatura universal.

En estas páginas, Javier García Rodríguez y Cristina Gutiérrez nos permiten recordar su figura y reflexionar sobre cómo ha sido su recepción en España. Dice Gutiérrez que el autor estadounidense cayó de pie en España, y así es. No podemos discutir que su figura y obra se hicieron más públicas a raíz de la noticia de su fallecimiento en 2008, pero la temprana publicación de su obra en esta parte del mundo había permitido que escritores ahora consolidados pudieran leerlo en la más absoluta sincronía con él. Han pasado pocos años, pero conviene recordar que el final del siglo pasado estaba todavía lejos de la velocidad en comunicaciones y distribución de libros (físicos o no) de la que gozamos hoy en día: un océano y una lengua entonces eran mucho más frontera que hoy.

Esta relación con nuestra tradición no se limita -sería imposible- al espectro peninsular: García rememora en su texto también cómo DFW ha marcado a autores hispanoamericanos a través de esa relación literaria que se establece entre Bolaño y Wallace, una cuestión que aborda con claridad antes de llevarnos a nombres como Leila Guerriero, Alberto Fuguet o, claro, Rodrigo Fresán. Gutiérrez presenta, por su parte, una extensa nómina española que incluye a nombres tan diversos como Javier Calvo, Cristina Morales, Laura Fernández o Germán Sierra que deja patente su influencia transversal.

García nos recuerda también cómo la obra de DFW es posible por la suma de dos factores que visiones empobrecidas del mundo todavía hoy consideran como opuestas: el choque de alta y baja cultura. Pero como apunta García, ese choque no es tal, sino suma. Su fuerza creativa nace de una formación y tradición literaria exquisita y rigurosa a la que se incorpora la cultura popular. De esa combinación surge su visión del mundo, su estilo y, claro, también el adherirle la etiqueta de la posposmodernidad (o cualquier otro término equivalente que nos resulte más eufónico). Pasados estos veinticinco años de legado, solo podemos esperar ser testigos de los que están por venir.

* Este artículo es parte del proyecto PID2019-104957GA-I00 financiado por MCIN/ AEI /10.13039/50110001103.