El gran cambio en la naturaleza del catálogo tuvo lugar tras la Segunda Guerra Mundial y la derrota de Hitler, quien organizó un expolio similar al de Napoleón y, de hecho, creó una fuerza especial cuyo objetivo era apropiarse de los bienes culturales de los territorios ocupados (la err, Einsaltzstab Reichsleiter Rosenberg). Esta vez, sin embargo, los Estados intervinieron tratando de proteger el patrimonio y recurrieron para ello a los historiadores del arte en vez de los tradicionales connoisseurs omniscientes. Un trabajo científico concienzudo, riguroso y completo siempre será más fiable que cualquier apreciación subjetiva. Conocer la biografía de los artistas, sus fuentes estilísticas, su forma de trabajar y, naturalmente, analizar a conciencia las obras, los materiales utilizados en ellas, etcétera son los pasos previos para desterrar o al menos minimizar la arbitrariedad. Sin embargo, la consolidación científica de los estudios artísticos, ligada a la idea de que una obra de arte es la expresión más compleja, ilustrativa y duradera de una época, no supuso un freno para la falta de escrúpulos propia del mercado: éste reaccionó rebajando, primero, sus exigencias («el objetivo del mercado –escribió Robert Hugues– es borrar todos los valores que puedan impedir que cualquier cosa devenga una obra maestra»), y explotando, luego, la idea de que el historiador profesional, académico, ha cometido tantos o más errores que el connoisseur (recordemos el gran escándalo que suscitó saber que Abraham Bredius, máximo experto en Vermeer, había dado por auténtica la falsificación de Hans van Meegeren de Los discípulos de Emaus, joya de la colección de Göring, y que esto llegara a saberse sólo gracias a la confesión del falsificador). Si los recursos de la tecnología –el estudio químico de los materiales, los rayos infrarrojos o las ampliaciones por ordenador– permiten ver detalles hasta hace poco inaccesibles, las categorías historiográficas, con su turbia carga ideológica (Boris Vian ironizaba a propósito de esto en un relato protagonizado por un arqueólogo que, emulando a Procusto, ajustaba el tamaño de las piezas que descubría al de las cajas donde tenía previsto transportarlas), resultaron a menudo una fuente de confusión mayor aún que los prejuicios subjetivos, las convenciones culturales o las limitaciones naturales de la sensibilidad. A la postre, y por mucho que esto disguste a los puristas, no queda otro remedio que reconocer que el mercado, con su codicia y falta de respeto por la verdad, también tiene su parte de razón, pues el arte no es patrimonio exclusivo de nadie, ni siquiera de los artistas o los sabios que se complacen desinteresadamente en su contemplación.

 

Tanto el mercado del arte como el estudio del arte y el arte mismo han cambiado mucho en los últimos tiempos. El papel que éste desempeña en la sociedad, «la sociedad del espectáculo», es muy diferente del que desempeñaba en el pasado. Aunque salte con regularidad a la primera plana de los periódicos la noticia de cualquier subasta millonaria, la compraventa de obras es ya sólo una parte insignificante del tinglado. El negocio apunta en otras muchas direcciones, algunas incontestablemente nuevas. Gracias al turismo, por ejemplo, los grandes museos reciben millones de visitas y las ciudades donde radican, convertidas en destinos culturales preferentes, obtienen beneficios astronómicos. Las exposiciones atraen a tal cantidad de público que algunos han dado ya el paso hacia su explotación sistemática abriendo sucursales y franquicias. Tanto es lo que se pone en juego que no basta con exhibir colecciones permanentes, sino que periódicamente son organizadas muestras temporales, superproducciones destinadas a captar la distraída atención de un público ansioso de novedades. El lugar central que antes ocupaba el connoisseur es hoy del curator. Esta palabra que en Roma designaba a los funcionarios encargados de velar en nombre del Estado por asuntos particularmente delicados –la emisión de moneda o la vigilancia de los bienes de los prisioneros de guerra– ha llegado a nuestra lengua desde el inglés para describir el oficio de quien no simplemente monta una exposición y se ocupa de que cumpla sus objetivos –el tradicional comisario– sino que, además, expresémoslo así, hace arte con el arte. En su condición de intérprete altamente cualificado que pone en conexión obras diversas ofreciendo al espectador una visión de conjunto que difícilmente podría obtener sin su concurso, el curator reúne en sí las cualidades que antaño era privativas del historiador, el connoisseur, el coleccionista y el crítico. La forma en que realiza su oficio depende, naturalmente, de sus peculiaridades individuales y puede ir desde lo más encorsetadamente académico a la más original fantasía, pero, al margen de cuál sea su estilo personal, sus propuestas marcan hoy las condiciones en que el arte es comprendido y debatido. No es raro, por eso, que al curator se le exija poseer el golpe de vista del connoisseur, la sólida formación del historiador y la capacidad creativa del artista, todo ello supeditado a una comprensión profunda del sentido del arte, pues sus ideas, materializadas con el respaldo de una compleja red de instituciones, sirven de base para el debate público. De esa materialización forma parte esencial el catálogo, un documento que no sólo recoge los motivos e intenciones de cada muestra, sino que impide que ésta caiga en el olvido una vez clausurada, siendo el testimonio último del sentido que quiso darle quien la concibió.

EL CATÁLOGO COMO GÉNERO

Una historia exhaustiva del catálogo tendría que remontarse por fuerza a los inventarios de los coleccionistas. Estos existen desde hace siglos. Aunque fuera sólo a efectos legales había que dejar constancia del patrimonio. El testamento de Isabel la Católica es buen ejemplo de hasta qué punto podían ser exhaustivos este tipo de documentos. Pero no era sólo la realeza la que tenía interés en registrar adecuadamente sus bienes artísticos. En Venecia se conservan documentos notariales del siglo xv relativos a colecciones de varias familias patricias. A mediados del xvi, son los aficionados quienes sienten interés por describir las grandes colecciones. Marcantonio Michiel, uno de los primeros connoisseurs con aficiones literarias, ofrece, por ejemplo, en su Notizia d’opere di disegno múltiples detalles sobre las obras de arte en poder de los Mocenigo, Contarini, Grimani, Vendramin y otras grandes casas venecianas. Aún más importantes por su influencia histórica son las biografías de artistas en las que se recopilan, describen y comentan sus obras: Las vidas de Vasari o Las maravillas del arte de Ridolfi, por ejemplo. Hablar en estos casos de catálogo es poco riguroso, pero se trata de precedentes dignos de mención. Igual ocurre con los libros o pinturas que contienen pinturas. El más célebre de los primeros es el Liber veritatis, cuaderno de dibujos donde Claudio Lorena reprodujo a lápiz y tinta cada pieza que pintaba, la fecha de ejecución y la persona que lo encargó a fin de combatir documentalmente las pretensiones de los falsificadores. En cuanto a los cuadros que contienen cuadros, por lo general exponentes de una colección ya existente, se trata de una tradición que se remonta al siglo xvi. Rubens y Jan Brueghel el Viejo, en la serie que dedicaron a los sentidos, representaron, por ejemplo, las obras más notables de la colección del archiduque Alberto, gobernador de Flandes. Este género de trabajos alcanzó mucha popularidad en los Países Bajos y tuvo numerosos practicantes: Willem van Haecht, el maestro de Rubens, un verdadero especialista en pintura de gabinetes; Brueghel el Joven; Gonzales Coques, etcétera. El que mayor renombre alcanzó fue quizá Teniers el Joven, conservador de la galería de otro gobernador de los Países Bajos (a mediados del xvii): Leopoldo Guillermo de Habsburgo. Teniers no se limitó a representar las obras señeras de la colección, sino que publicó además un lujoso catálogo en papel, Theatrum Pictorium, donde se describen y reproducen en grabados miniaturizados por él mismo doscientas cuarenta y tres de ellas. El Theatrum Pictorium, primer catálogo sensu stricto de la historia, convierte a su autor en el padre remoto de la «curatoría». El género del museo pintado, el gabinete de pinturas o el taller del pintor disfrutó de predicamento hasta el siglo xix, cuando aparece la institución museística como tal. El virtuosismo de los artistas que lo practican alcanza cotas extraordinarias, destacando Giovanni Nannini, experto en galerías de cuadros con vistas de Roma y sus monumentos. Coincidiendo con el creciente interés por las ruinas y el desarrollo de las vedute, el catálogo visual fue desde el siglo xviii un objeto particularmente atractivo para los coleccionistas. Y continúa siéndolo hoy día, qué duda cabe.

El desarrollo del catálogo artístico como documento escrito (la ilustración era un lujo hasta que llegó la fotografía) estuvo vinculado lógicamente a las exposiciones de arte antiguo. Éstas se remontan al siglo xvii, cuando aristócratas romanos adoptaron la costumbre de exhibir en ciertas fechas señaladas sus colecciones de pintura en los claustros de las iglesias, pero sólo a partir del xix empezaron a elaborarse catálogos propiamente dichos. Los museos fueron los primeros en dar el paso. En el último que confeccionó Vivant Denon, ligado a la exposición de 1814 sobre los primitivos italianos y flamencos, no se limitaba a enumerar las obras expuestas, sino que trataba de conectar unas con otras y seguir, en lo posible, el desarrollo estilístico de los autores. Un año después, George Beaumont, futuro fundador de la National Gallery, escribió su célebre Catalogue Raisonné para cuestionar las atribuciones de algunas de las obras exhibidas en la muestra que la British Institution dedicó ese año al arte flamenco y holandés. El texto, publicado anónimamente, era más un panfleto que un catálogo, pero su título constituye ya una verdadera declaración de intenciones. ¿Puede existir un catálogo que no se limite a ser un inventario de títulos? La historia del arte, con su aspiración a poner de relieve las referencias que tornan posible la comprensión de autores, escuelas y estilos, fue decisiva en este sentido. Desde su perspectiva, ya no se trataba sólo de separar las obras auténticas de las falsas, ni de prevenir sobre manipulaciones y retoques, sino también de aclarar los asuntos sirviéndose de toda clase de recursos. Es lo que se hizo en 1871 en Dresde cuando se confrontaron en una exposición la Virgen del burgomaestre Meyer de Holbein el Joven y la copia de Bartholomäus Sarburgh (entonces no se sabía que era una copia) a fin de establecer cuál era la original. Desde ese momento, el catálogo se vuelve cada vez más complejo. A las fuentes documentales que servían para garantizar una correcta atribución se van añadiendo meticulosas investigaciones científicas (fotografías, radiografías, análisis químicos de materiales y pigmentos, estudios del cuarteado de los colores con el tiempo, etcétera) y exhaustivos elencos bibliográficos. Todo esto agrega valor a las obras y convierte el catálogo en un producto doblemente interesante. Por un lado, se trata de un libro científico dotado del atractivo añadido de la ilustración; por otro, funciona como documento que preserva la experiencia estética suscitada por una exposición.

En su condición de libro, el catálogo está a medio camino de muchas cosas: el ensayo, el estudio científico, la biografía, etcétera. Las fronteras entre los géneros se disuelven y esto lo convierte en uno de los productos editoriales típicos de nuestra época. Antes, cuando toda la información que contenían estaba directamente ligada a una exposición, el carácter documental primaba sobre cualquier otra consideración, pero hoy, gracias al abaratamiento de los costes de impresión y el fácil acceso a las imágenes, sirven también para ampliarlas, complementarlas y explicarlas. Frente a quienes creen que el catálogo debe ceñirse a su objetivo primitivo –si es el catálogo de las obras de un autor o de las piezas de una colección o un museo, incluir exclusivamente éstas; si lo es de una exposición, conformarse con registrar los títulos exhibidos, etcétera–, va abriéndose paso la idea de que, en su condición de libro, debe disfrutar de plena independencia y, por lo tanto, funcionar como un espacio de libre creación. De hecho, no es descartable que en un futuro sea frecuente encontrar catálogos de exposiciones nunca ejecutadas, proyectos de imposible realización debido al alto coste de reunir y asegurar las obras, pero que tendrían sentido por sí solos en la medida en que ofrecen una visión nueva de cualquier tema. El elemento creativo de los autores, apoyado en imágenes de las más diversas procedencias, prevalecería sobre todo. Los editores innovadores ya apuestan, de hecho, por este tipo de publicaciones ilustradas, quizá las únicas en las que el papel sigue teniendo ventaja sobre digitalización.