Bernard Berenson no se había convertido aún en la última palabra sobre arte renacentista cuando un artículo suyo comentando la exposición de pintura veneciana organizada en 1895 por la New Gallery de Londres lo lanzó a la fama. Con la seguridad de un profeta investido por Dios, el joven crítico rechazó la autenticidad de buena parte de las obras exhibidas, incluidos treinta y dos de los treinta y tres tizianos orgullo de la muestra. El método para llegar a semejante conclusión lo había aprendido de Giovanni Morelli, historiador del arte italiano al que las atribuciones basadas en la tradición le parecían muy poco fiables. Su propuesta era confiar menos en la palabra de los antepasados que en el examen de los detalles inconscientes del trabajo artístico: la manera de pintar el lóbulo de las orejas o el drapeado de las telas, por ejemplo. Las huellas estilísticas, como las huellas digitales que acababa de introducir Galton en criminología, eran, a su juicio, las pistas de las que debía servirse el connoisseur, nombre bajo el cual se englobaba entonces a quienes, en virtud de su conocimiento o buen gusto, parecían capacitados para validar y valorar las obras de arte.
La figura del connoisseur, que los italianos llamaban dilettante, no era nueva. Desde que surgieron los primeros coleccionistas del Renacimiento, hicieron falta peritos capaces de distinguir a golpe de vista el cuadro correctamente atribuido del incorrecto, las imitaciones de los originales, la obra maestra de la mediocre, etcétera. Durante siglos este conocimiento fue inaccesible para los eruditos de cultura libresca. Las obras había que contemplarlas allí donde se encontraban, y esto suponía no sólo costosos viajes, sino también relaciones variadas y selectas como las que podía tener, por ejemplo, Thomas Howard, conde de Arundel, a quien Walpole consideraba el padre de la afición al arte en Inglaterra. Es comprensible, pues, que artistas de renombre ejercieran tales labores para sus mecenas (recordemos el caso de Velázquez, quien viajó dos veces a Italia a fin de enriquecer la colección de los monarcas españoles) o que se ocuparan de ello representantes diplomáticos, individuos bien relacionados en un territorio que actuaban como agentes para sus compatriotas (en la Venecia del xviii fue célebre el cónsul inglés Joseph Smith, marchante de Canaletto). La época dorada del connoisseur –que es también la del dandi–, defensor del buen gusto aristocrático frente a la vulgaridad burguesa, y del arte convertido en sucedáneo de la religión coincide con la vida de Berenson. Éste amasó una fortuna explotando su infalible golpe de vista (después se ha sabido que no tan certero ni insobornable como se pensaba), e igual le ocurrió a su principal rival, Roberto Longhi. Ambos desempeñaron el papel de expertos para los principales anticuarios de la época: sir Joseph Duveen y Alessandro Contini. La competencia que hubo entre ellos acabó, como era de esperar, en insinuaciones calumniosas sobre atribuciones falsas y presiones a fin de alterar los resultados de los peritajes, pero, a pesar de todo, y no existiendo estudios científicos capaces de sustituirlos, siguieron siendo la única referencia fiable a la hora de identificar y juzgar las obras. El caso de Max Friedländer, judío experto en arte flamenco y holandés que salvó la vida porque Göring necesitaba asesoramiento para organizar su colección, pone de relieve cuánto se prolongó ese estado de cosas. El paso del estilo intuitivo –sustentado en el gusto y la experiencia personal– al proceder científico –representado por la Historia del Arte– llevó, en definitiva, tiempo y dio lugar a una larga fase intermedia de hibridación y solapamiento en la que los contornos no estuvieron en ningún momento suficientemente claros. Como escribió el propio Friedländer, quizá la encarnación suprema de esa transición, el historiador del arte es un connoisseur renuente y el connoisseur un historiador del arte a su pesar.
La historia del arte, como disciplina diferente de la estética, la crítica artística o las labores de connoisseurs y anticuarios, se remontaba a Winckelmann y tenía ya un pasado (Burckhardt, Wölfflin, etcétera), pero el interés científico y humanístico por el arte como reflejo de las sociedades no empezó a tener consecuencias hasta bien entrado el siglo xx. Centros como el Instituto Warburg, donde se reunieron multitud de materiales con vistas al estudio científico de la actividad artística, no fueron posibles hasta bastante tarde (se inauguró en 1926), y personajes formados allí, rivales del diletantismo estético (Saxl o Panofsky, por ejemplo), sólo comenzaron a ser influyentes tras la Segunda Guerra Mundial. Su pretensión de ir más allá de la emoción y la impresión sensorial, de transcender lo visual o meramente plástico para descubrir los ocultos significados de las obras, tardó en calar aunque, cuando lo hizo, imprimió un giro radical a la visión del arte cuyos efectos se sintieron inmediatamente en todos los órdenes, desde los museos, que dejaron de ser simples depósitos para convertirse en lugares de estudio, difusión e innovación, hasta los catálogos, cada vez menos apegados a los problemas de orden material o técnico de las piezas artísticas y más interesados por sacar a la luz la compleja red de asociaciones a las que remiten. La creencia de que el arte constituye un testimonio privilegiado del paso del hombre por el mundo obligó, en fin, a admitir que el verdadero conocimiento no se reduce a una correcta atribución y que el buen gusto, arma secreta de los diletantes, no basta por sí solo, sino que hay que completarlo con un amplio y bien fundado saber.
HISTORIA DEL CATÁLOGO
Cuando Berenson saltó a la fama, el catálogo artístico ya existía, pero en forma de simple inventario. Éste podía ser más o menos detallado dependiendo de que se tratara de las obras de un museo, los títulos en venta de una galería (Durand-Ruel publicó en 1873 un catálogo en tres tomos con reproducciones de las pinturas que había en la suya) o los cuadros de una exposición (el que se hizo para el Salón de París de 1875 fue un éxito editorial). Lo que no existía entonces –y puede que Berenson, con las desastrosas conclusiones a las que llegaba en su artículo, acelerara su nacimiento– era el catálogo mezcla a un tiempo de elenco informativo y estudio científico. A fin de cuentas, el punto de vista que había dominado hasta entonces el mundo del arte no era el de la desinteresada complacencia de la que hablaba Kant, sino el de la codicia del coleccionista, y los coleccionistas no empezaron a sentir con urgencia la necesidad de asesoramiento científico hasta que no vieron peligrar sus inversiones debido a las dimensiones extraordinarias del fraude en el mercado artístico.
Éste, a fines del xix, no era todavía esa cosa loca que es ahora aunque las posibilidades de ser engañado fueran similares. Por suerte para los coleccionistas, adquirir obras de prestigio, renacentistas o barrocas, seguía siendo entonces bastante barato y relativamente fácil. Iglesias secularizadas y familias venidas a menos favorecían una oferta inasimilable que mantenía los precios a raya. La contrapartida era un número extraordinario de piezas mal catalogadas, o sin catalogar, y de falsificaciones. Las secuelas de la Revolución francesa, cuando multitud de obras, sustraídas a sus legítimos propietarios, fueron puestas en venta sin criterio, eran aún patentes. El expolio sistemático organizado por Napoleón en los territorios conquistados y el caos posterior terminaron de embarullar las cosas. No es casualidad que los fondos italianos o españoles de los museos ingleses o rusos se constituyesen entonces, y que en ningún otro momento de la historia desaparecieran temporalmente tantas piezas de primer nivel (El matrimonio Arnolfini de van Eyck, propiedad real española, por ejemplo). Claro que, al igual que los coleccionistas compraron a bajo precio cuanto cayó en sus manos, también aceptaron sin discutir cualquier atribución. Marchantes avispados aprovecharon la avidez burguesa por hacerse con los símbolos de la aristocracia para atribuir las obras en su poder a los autores más cotizados, una operación que a menudo consistió simplemente en manipular las firmas o en condicionar la cotización. Lambert-Jean Nieuwenhuys, anticuario belga que vendió a principios del xix miles de cuadros procedentes del saqueo francés, probablemente haya ejercido con sus chanchullos e interesadas atribuciones tanta influencia en la historia del arte como los sabios más prestigiosos.
Todavía un siglo después del maremagno provocado por la caída del Antiguo Régimen, masas ingentes de obras anónimas, mal atribuidas, manipuladas o fragmentadas esperaban hora para ser estudiadas, si no con espíritu científico, sí al menos conforme a los modernos criterios de los museos. El siglo escaso que estos llevaban abiertos (el Museo Real de pinturas, precursor del Prado, se inauguró en 1819) había contribuido sin duda a mejorar las técnicas de catalogación y restauración, pero los presupuestos eran escasos y los catálogos se limitaban a una información concisa sobre el autor, la fecha de ejecución de la obra y algún detalle sobre sus características físicas. Podría afirmarse sin temor a exagerar que estaban más cerca del acta notarial que de la ciencia, y, de hecho, eran una especie de escritura de propiedad, indispensable dado el carácter de botín de guerra que por aquel entonces seguía teniendo el patrimonio artístico. Quizá no sea del todo casual que el padre de la museografía, Dominique Vivant Denon, primer director del Louvre, dirigiera y supervisara el expolio artístico que llevaron a cabo por orden de Napoleón los ejércitos franceses. Conocido como l’emballeur, el empaquetador, fue el primero en exhibir las pinturas con un criterio racional (antes se colgaban en las paredes unas al lado de otras, sin pensar más que en el tamaño) y en entender la necesidad de disponer de catálogos razonados. Pero ni él ni nadie hizo entonces mucho más, probablemente porque tampoco se daba demasiada importancia a las obras, como atestigua la manera en que se concebía su restauración. Hoy exigimos al restaurador que se limite a limpiarlas o preservarlas de cualquier daño, pero hasta la segunda mitad del siglo pasado lo usual era intervenir en ellas y retocarlas introduciendo incluso elementos inexistentes en el original. Si un restaurador eficaz a mediados del xx era el que conseguía borrar sus huellas; en la actualidad no se concibe una buena restauración sin un dossier fotográfico que documente paso a paso el proceso a fin de detectar cualquier ligereza, intervención abusiva o, por supuesto, fraude. Las obras de arte se han vuelto para nosotros tan sagradas que la primera regla es evitar lo irreversible.