POR PATRICIO PRON

1

No había terminado aún el siglo xx cuando la sección argentina de la editorial Alfaguara organizó en 1999 una encuesta entre setenta «críticos y escritores» para seleccionar el «mejor cuento argentino» del siglo; como recuerda Sergio Olguín en el prólogo al volumen (y observa Lorena Amaro en este dosier), la lista estaba compuesta en su totalidad por obras de autores masculinos, aunque la encabezaba un relato breve con una mujer como protagonista, la Eva Perón de «Esa mujer», el extraordinario cuento de Rodolfo Walsh.

Las listas, afirmó David Ives, son «antidemocráticas, discriminatorias y elitistas, y, para peor, a veces están impresas en una tipografía demasiado pequeña». La de los «quince mejores cuentos argentinos del siglo xx» se presenta en un tamaño de letra relativamente grande y de fácil lectura, pero no escapa a los otros aspectos de la invectiva del dramaturgo estadounidense. Es, sobre todo (y en eso se parece a todas las listas de su tipo), un espejo en cuya superficie se refleja, a la manera de un rostro, el zeitgeist del momento en que fue confeccionada; por supuesto, también en lo que hace a sus ausencias: ningún relato escrito por una escritora, nada perteneciente a la producción literaria de minorías étnicas y/o de otro tipo, ningún aporte de las llamadas «literaturas regionales», prácticamente ni un solo ejemplo de las literaturas de género (a excepción de «Vivir en la salina» de Elvio E. Gandolfo, un cuento de ciencia ficción) y un predominio claro de la literatura urbana y del fantástico rioplatense.

No se trata de que los relatos breves que conforman la lista carezcan de calidad; los quince cuentos («Esa mujer» de Walsh, «El Aleph» de Jorge Luis Borges, «Casa tomada» de Julio Cortázar, «Sombras sobre vidrio esmerilado» de Juan José Saer, «El jorobadito» de Roberto Arlt, «El perjurio de la nieve» de Adolfo Bioy Casares, «El matadero» de Esteban Echeverría, «A la deriva» de Horacio Quiroga, «La madre de Ernesto» de Abelardo Castillo, «Yzur» de Leopoldo Lugones, «El fiord» de Osvaldo Lamborghini, «Muchacha Punk» de Rodolfo Enrique Fogwill, «Caballo en el salitral» de Antonio Di Benedetto, «Vivir en la salina» de Gandolfo y «Las actas del juicio» de Ricardo Piglia), con dos posibles excepciones (la de Castillo y la del relato de Piglia, que, en mi opinión, no es el mejor de su profusa y muy valiosa obra cuentística), son buenos y delimitan, en líneas generales, el territorio del consenso en torno a la práctica del cuento en Argentina. Pero si el género goza de una gran reputación en ese país no lo es en menor medida debido a que hubiese sido posible (también) escoger otros quince cuentos distintos sin que el nivel de la antología hubiera perdido calidad.

La confección de listas no carece de dificultades, y Olguín menciona algunas en el prólogo al volumen: varios participantes en la encuesta se votaron mutuamente, un autor se votó a sí mismo, varios incluyeron cuatro o cinco cuentos de Borges, hubo algunos que llamaron luego de enviar su voto para modificarlo, tres uruguayos se colaron en la votación y (lo que resulta todavía más desconcertante) uno de los «mejores cuentos argentinos del siglo xx», «El matadero», fue publicado en 1871.

 

2

Veinte años después de este último esfuerzo de importancia por establecer el canon del cuento argentino, es más que probable que este último tendría una apariencia ligeramente distinta si se lo llevara a cabo en el presente: por una parte, debido a las intervenciones que en los últimos años han abogado decididamente por la supresión de la «trinidad» del relato breve argentino (Borges, Cortázar, Arlt) y su reemplazo por otras (Walsh, Lamborghini, Fogwill, por ejemplo), así como la recuperación de las voces de Silvina Ocampo, Sara Gallardo e, incluso, Marta Lynch; por otra parte, debido a que la popularidad adquirida en los últimos años por las literaturas de género (el policial, por ejemplo, con Sergio Olguín y Claudia Piñeiro entre sus principales figuras, y el terror, con Mariana Enríquez y Samanta Schweblin como sus cultoras más connotadas), al igual que la reputación adquirida por la no ficción (Leila Guerriero, Cristián Alarcón, Martín Caparrós, Josefina Licitra, etcétera) han supuesto desplazamientos y reescrituras del canon concebidas para legitimar esa nueva popularidad mediante el establecimiento de antecedentes y padres (y madres) fundadores.

Una vez más (y esto ha resultado evidente en Argentina en los últimos veinte años, no sólo en el ámbito de la literatura), la negociación acerca del pasado común es la instancia en la que se dirime la legitimidad de ciertas prácticas del presente. ¿Qué ha sido el cuento argentino desde su fundación? ¿Quiénes fueron sus principales autores?, ¿cuáles, los mejores cuentos? La respuesta a estas preguntas es, respectivamente, lo que es actualmente, los que han anticipado las tendencias del cuento contemporáneo, los que mejor representan algo que es percibido como el «suelo» sobre el que los cuentistas contemporáneos pisan (o pisamos), a veces, incluso, firmemente.

 

3

Este pequeño dosier indaga en estas cuestiones a partir de una hipótesis de trabajo algo atrabiliaria, la de que es posible pensar en el cuento argentino de forma novedosa si se hace no desde su interior (que es lo que hizo la sección argentina de Alfaguara en 1999) sino desde «afuera», desde el exterior de la práctica de su escritura y en relación con la forma en que es definido y evaluado en otras tradiciones literarias.

Así, el traductor y escritor brasileño Gustavo Pacheco (Río de Janeiro, 1972) realiza en este dosier un ejercicio de sociología de la literatura en el que, al poner de manifiesto que la recepción del cuento argentino en Brasil ha tenido lugar en dos tramos y se ha visto prácticamente reducida a los autores más relevantes (Borges, Walsh, Piglia, Cortázar, Bioy, Arlt, Lugones), da cuenta de lo que puede ser visto como un cierto desinterés de los brasileños por el cuento argentino más reciente, así como por sus autores menos consuetudinarios. La crítica y académica chilena Lorena Amaro demuestra, en contrapartida, que los vínculos entre el cuento argentino y la literatura de su país son mucho más fluidos de lo que el enfrentamiento histórico entre ambas naciones hacía imaginar; al tiempo que aborda la figura de escritores argentinos como Manuel Rojas y Bernardo Kordon, que se radicaron en Chile en un momento u otro de sus vidas, así como las de chilenos que vivieron y/o viven en Argentina y/o han visto su obra publicada sólo allí (Cynthia Rimsky, Enrique Lihn), Amaro propone algunas «parejas de baile» particularmente atractivas: María Luisa Bombal y Borges, Macedonio Fernández y Alejandro Zambra, Juan Emar y Roberto Arlt, Hebe Uhart y Diego Zúñiga, Roberto Bolaño y Antonio Di Benedetto. Las vecindades personales y estéticas entre todos estos autores (y, en particular, el extraordinario interés de Bolaño por los escritores argentinos) ponen de manifiesto, una vez más, que la distribución nacional de las filologías las vuelve ineficaces a la hora de abordar unas literaturas cuya circulación (al igual que la de sus autores) no sabe de fronteras.

Ante la ausencia de aportes en torno a qué es leído como «cuento argentino» en España y México debido a dificultades de última hora de dos colaboradoras, este pequeño dosier se abre, finalmente, con la provocadora intervención del escritor y crítico argentino Martín Prieto (Rosario, 1961), cuya mirada se corresponde con la de la mayor «otredad» posible en el ámbito de la literatura argentina: la de quienes la producen y la piensan fuera de Buenos Aires, en un impreciso «interior» que, en la capital de ese muy centralista país que es Argentina, es visto como una tierra de nadie. En su texto, Prieto propone la hipótesis de que la totalidad de las posibilidades del «cuento argentino» está contenida en dos libros, Ficciones y El Aleph; en las obras de Borges estarían incluidos, también, su negación (los cuentos de Roberto Arlt y de Horacio Quiroga), los desarrollos futuros del género (a manos de Piglia, César Aira, Gandolfo o Uhart) y su acabamiento como consecuencia de dos factores de relevancia: por una parte, su paroxismo en la obra de Borges y, por otra, la intervención radical en ese ámbito por parte de Saer, cuya literatura tensa y retuerce este género (y otros) hasta convertirlo en otra cosa.

La sucesión de catástrofes que caracteriza la historia política del país sudamericano del que todo esto proviene hace del escenario acuático del ensayo de Martín Prieto, si no uno realista, al menos uno susceptible de poder serlo: al fin y al cabo, no hay distopías literarias en Argentina, sino sólo textos realistas que se han anticipado a los hechos. No sabemos si el «submarinista especializado en literatura argentina» del texto de Prieto salvará también revistas literarias y dosieres en sus incursiones al país sumergido; pero (a la espera de averiguarlo) el lector está invitado a hacer aquí sus propias exploraciones en el cuento argentino, del que la literatura de este país extrae una de las más poderosas razones que la mantienen a flote.