Luego reviso las notas que tomé sobre una caminata que hice junto a Balza (¿2004, 2005?) por la calle Carretas de Madrid, cuando acababa de aparecer su libro Caligrafías en la editorial Páginas de Espuma. En esa ocasión, mientras yo buscaba el lugar donde estuvo ese café Pombo dentro de cuya tertulia participaba Pedro Emilio Coll, Balza me contó, con respecto a los años pasados, que algunos físicos actuales creen entender que el tiempo, tal y como lo hemos entendido desde Aristóteles, no existe; tal vez por eso el pasado puede volver como alucinación, como recuerdo, y en el caso de los escritores, como hecho mental: «Nacer y morir son una huella irrefutable del transcurrir. Pero para mí es como si el tiempo no hubiese transcurrido; todo está allí, a la vez. Sigo mirando a mis amigos que han muerto, sigo mirando los lugares que han desaparecido porque todo está situado en un mismo punto del espacio y puedo tocarlo».

Finalmente, recuerdo varias de las novelas de José Balza. Desde su obra mítica y central, Percusión, sobre la que ha afirmado Carmen Ruiz Barrionuevo que intenta anular el tiempo con su juego de fusiones entre un pasado y un presente inmersos dentro del círculo del eterno retorno; a novelas como Marzo anterior, en la que la contraposición de dos espacios narrativos diluye las divergencias entre memoria y tiempo actual —a tal punto que Josefina Berrizbeitia dice que, en este libro, no hay «tiempo interior», sino «espacios psicológicos interiores»—, o Largo, donde el incesante regreso a un mismo punto del espacio repliega el tiempo y lo atrapa de tal manera que le impide avanzar y expandirse.

Por distintas vías llegamos a la evidencia de que la escritura de Balza, en ciertos segmentos de su desarrollo, ha hecho una abrumadora incidencia en la presencia de lo espacial, de tal modo que, a un mismo tiempo, ha troceado, ralentizado, encapsulado la temporalidad al punto de producir por instantes el vértigo y la impresión de que asistimos a su parálisis.

Todo escritor sabe que tiempo y espacio son indisolubles, pero que la acentuada exacerbación de uno disminuye la aparición del otro. Y esa necesidad de elevar el espacio sobre otros elementos del relato sería un reflejo de la contemporaneidad dentro de la que ha surgido esta obra, pues como afirma Celso Medina: «El hombre de la postmodernidad es un ser de espacio y no de tiempo. De allí que establezca nuevas relaciones con el pasado. Este último interesa en tanto potencia su presente, su discurrir instantáneo. De allí que su nostalgia se plantee como un fenómeno petrificador. El ser es, entonces, un ente del perpetuo presente. La cultura postmoderna es una cultura del espacio… Ellos (los narradores) llegan a abolir la anécdota por la sencilla razón de que ya no hay nada (pasado) que contar».

Bien ha afirmado en diversas ocasiones el propio José Balza que no es la anécdota lo que construye al narrador contemporáneo, sino el trabajo sobre la forma, sobre el eje del tiempo y del espacio, lo que edifica su originalidad y su vigor narrativo. De allí que no sorprenda la posibilidad de leerlo como un autor que en ciertas ocasiones se sumerge en el eterno presente de espacios que todo lo incluyen y lo devoran.

Retomo entonces mi idea del caminar como ejercicio cuentístico. El paseo, el ejercicio de quien camina es un deslizamiento en el presente del cuerpo que se traslada. Los músculos no tienen memoria. Los brazos, las piernas que avanzan dentro de la rotundidad de un espacio, conocen a fondo la sensación del momento; sus plenitudes, sus dolores, su fatiga, su repentina vigorosidad. Caminar es cuento. El cuento camina.

Varios de las narraciones cortas de José Balza tienen la caminata como eje vertebrador. Son caminatas de distinta duración que desembocan en un pequeño momento epifánico o de revelación que quiebra la normalidad del personaje.

En «El saludo del árbol» un personaje realiza un paseo por una ciudad en la que se encuentra de visita y contempla un cuadro dentro de una iglesia. Lo hace durante un largo tiempo; tan largo que duda si se ha sumergido en esa actitud durante minutos o siglos. Dentro de esta temporalidad dislocada resulta consumido por la contemplación de dos árboles que destacan en aquel óleo, es entonces cuando el personaje tropieza con una mujer que le ofrece mostrarle otro árbol especial. Así, juntos, emprenden un paseo por la ciudad. La mujer como una suerte de inesperado, impredecible, guía.

Desde una esquina, más tarde, con un dedo me indica la plaza de Gervasio. Sólo veo en el reducido ángulo, algunos árboles grandes, de verde violento. Me precede y camina con lentitud. Por nuestra acera vienen dos o tres personas cuyos rostros se concentran como si atendieran un sonido inaudible. Levanta entonces la mirada y al seguirla descubro, en el centro, un árbol frágil y firme, de altas ramas serenas, movidas por un líquido luminoso. Lo veo como si descubriera una presencia conocida…

 

El cuento se cierra con la complicidad del personaje, que abraza al árbol con felicidad rotunda y que, en cierto momento, contempla con perplejidad que el mundo a su alrededor se está transformando: «Cierro los ojos: ahora siento como si también ella se fundiera con el árbol y yo los abrazara. Un riguroso aire nos une, quizá llueva dentro de mi cuerpo. Me desprendo con suavidad y la busco. ¿Dónde está? Tres muchachas con aspecto de turista se acercan ahora, y gritan, alegres. También ellas quieren tocar».

Lo primero que percibo en esta deliciosa historia es que la realidad tangible del lugar donde transcurre se desliza a un plano secundario. Quizá la ciudad sea París: la fecha que, como paratexto, aparece al final de la narración, la referencia a la plaza (¿plaza Saint Gervais?) y las leyendas conocidas en torno a un olmo que resplandece en ese lugar parisino y que también se encuentra representado en la iglesia cercana pudiesen ofrecernos pistas geográficas que apuntasen hacia esta hipótesis. Pero el lugar verdadero no importa; lo que refulge en nosotros es el lugar contenido en la historia; ese centro del mundo en el que un árbol singular ofrece el milagro de un encuentro con la solidez del entorno; esa ambigüedad en la que una mujer enigmática conduce al protagonista hacia el chispazo de una experiencia trascendental, casi mágica, casi sobrenatural.

Pienso en un poema de Rainer María Rilke: «El espacio fuera de nosotros gana y traduce las cosas / Si quieres lograr la existencia de un árbol / Invístelo de espacio interno, ese espacio / Que tiene su ser en ti. Cíñelo de restricciones. […]». Percibo que esos versos dialogan con naturalidad con el cuento de Balza pues, dentro de esta historia, el árbol transmite una sensorialidad particular que el personaje experimenta como plenitud; pero, de alguna manera, también el personaje, con su reflexividad y su entrega a esa pequeña aventura en la que sigue con sus pasos a una mujer desconocida, construye un espacio interno dentro del propio árbol.

El abrazo del personaje recibe y entrega; es puerta sensorial; el árbol viaja hacia el hombre y su reciente caminata, pero el hombre también viaja hacia el árbol y edifica dentro de su madera un lugar donde la mujer desaparece y se funde.

Hablamos de una caminata que lleva a un centro, a una forma que se transmuta en espacio sagrado, el árbol: conexión con el mundo subterráneo, con la tierra, con la luminosidad del cielo. Conjunción de tres capas del mundo. Materialización de la totalidad.

Tal y como nos explica Cirlot, el árbol «representa, en el sentido más amplio, la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración. Como vida inevitable equivale a inmortalidad… Tratándose de una imagen verticalizante, pues el árbol recto conduce una vida subterránea hasta el cielo». La caminata del protagonista de este relato es el desplazamiento hacia la luminosidad, hacia el fulgor y la elevación.

Otro hombre caminante en un cuento de Balza es la figura que inicia «Calle movible»:

Una mezcla de pastelería y bar, y desde aquí, a la izquierda, algo de la iglesia inconclusa. Muchos árboles, descuidados edificios, el cine. Nacho acaba de levantarse y mira hacia ambos lados. Cierta transparencia de diciembre le impide recordar que, a diario, viene aquí desde hace tiempo…

Por una esquina surge el hombre. Delgado, alto, seguro como si nadie fuese a verlo (o como si fuera a ser visto por primera vez)…

 

El texto inicia con un narrador que se aproxima a la historia con la gelidez de una cámara, y la temperatura va creciendo con sutileza desde el instante en que aquella figura enigmática reaparece para hacer su rituálico y delirante paseo. No es complejo, frente a la lectura de una narración que como ésta va experimentando diversos climas, mutaciones expresivas, puntos de vista, tonos emotivos, recordar las palabras que Robert Louis Stevenson dedicó al arte de caminar: «Desde el regocijo inicial hasta la flema de la llegada, el cambio es, sin duda, considerable. Al avanzar el día, el caminante se desplaza desde un extremo al otro. Se incorpora cada vez en mayor medida al paisaje material, y la borrachera de aire libre avanza en él a grandes zancadas».