POR JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ
En el año 2002 se presentó en la FNAC de Madrid el libro La mujer de la roca (y otros ejercicios narrativos). Un volumen antológico editado y seleccionado por Ernesto Suárez en el que se recuperaban varios de los momentos más lúcidos y esplendorosos de la narrativa de José Balza. De aquel día retengo muy pocos datos; es inevitable; las presentaciones suelen parecerse y hay algo en ellas que nos cubre de niebla, que nos aturde; son la posposición al verdadero momento que aguardamos: la intimidad frente a las palabras del autor.

Sin embargo, admito que de aquella tarde perduran al menos tres detalles: la lectura pública de uno de los cuentos de ese volumen por el actor y director de cine Frank Spano: agudeza de la voz, ritmos ondulantes. Luego, las propias palabras de Balza: encadenamiento de lucidez sobre el género cuentístico y evocación de paisajes volcánicos que el autor venezolano reconstruyó a partir de varios fragmentos de André Bretón. Y un tercer momento que para mí es claramente inolvidable: el instante en que Balza conoció a Medardo Fraile.

Los vi juntos, caminando por la calle Preciados, hablando, dando pasos cortos hacia la Puerta del Sol y hacia el ruido vibrante de algún bar donde nos reuniríamos para cenar esa noche. Yo no tenía plena conciencia de ello pero en ese momento se estaban conociendo dos de los más grandes cuentistas del idioma español. Un encuentro feliz, entrañable, como el que alguna vez contó Domingo Miliani, cuando Juan Rulfo y Julio Garmendia se reunieron en Caracas a conversar en voz muy baja sobre sus libros o el momento en que García Márquez y Vargas Llosa tropezaron por primera vez en el aeropuerto de Maiquetía.

Lo cierto es que querría uno tener acceso directo a esas conexiones; recuperar cada una de sus palabras; conocer las frases teóricas que pudieron compartir; reconocer las listas de lecturas que pudieron intercambiar; las pequeñas confesiones personales; las ideas de escritura que rondaban a los dos autores en ese momento. Pero poco, muy poco, queda como testimonio de esos juegos del azar.

Ser lector es también imaginar las palabras que nunca se han escrito.

Paso unos días evocando aquel lejano encuentro.

Al principio sólo recupero imágenes; pero luego recuerdo que Balza le repitió varias veces a Fraile una frase del poeta Ramos Sucre referida a un lince y a un topo. Luego consigo rescatar un momento posterior; las líneas de esa carta que Fraile le envió a Balza el 8 de abril de 2009 y en las que le hace una rápida definición de sus cuentos: «cierta vaguedad deliberada, sutileza, la tendencia de adjetivar antes del sustantivo, las interrogaciones de posibilidad, indagación compleja o incertidumbre». De igual modo, escucho el testimonio que ofreció Balza sobre ciertos apuntes artesanales que Fraile compartió esa noche. «Un cuento comienza en el título», sentenció el narrador español.

Pequeños trozos con los que logro imaginar, suponer, construir ese encuentro de 2002 en el que ambos iban caminando por Madrid, con lentos pasos. Momento de la tarde, casi noche, en que el cielo de la ciudad comenzaba a oscurecer con un vago resplandor naranja asomando entre las nubes.

¿Por qué me acompaña la persistencia de ese momento ahora que intento, una vez más, aproximarme a los cuentos de Balza? La primera respuesta me viene dada en la relación que para mí tiene la narración corta con el ejercicio del caminar: el cuento es un corto paseo sobre el que se fija el esplendor de un detalle, una presencia, un objeto; movimiento preciso contrapuesto a la novela que es un viaje en tren por el que se atraviesan paisajes, ciudades, variados tonos de luz, decenas de rostros, mientras el pensamiento se mueve hacia la memoria y hacia el inestable futuro.

El cuento es la exactitud de un paseo. Una energía que impulsa los pies, una acelerada lentitud en la que cada palabra, cada presencia resulta fundamental y se fija sobre el esfuerzo de quien avanza hacia un próximo destino. El cuento es conciencia del cuerpo; de sus límites; de la economía del esfuerzo; de la morosidad con que la mirada atiende al entorno y lo enumera sin perder conciencia de la velocidad necesaria para llegar al final de un trayecto.

En su Elogio del caminar, dice David Le Breton que este ejercicio: «[…] reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo. El hombre se entrega a su propia resistencia física y a su sagacidad para tomar el camino más adecuado a su planteamiento, el que lo lleve más directamente a perderse, si ha hecho del vagar su filosofía primera; o el que le lleve al final del viaje con la mayor celeridad, si se contenta con simplemente desplazarse de un lugar a otro».

Leo estas frases y pienso que son prácticamente una definición del cuento; al menos de ciertos tipos de cuentos.

Por eso aquel día de 2002, cuando contemplaba el paseo de Balza y Medardo Fraile, contemplaba a dos cuentistas en pleno ejercicio de escritura: la narración breve es el despliegue de una palabra que camina por el espacio con firmeza.

Subrayo unas frases que me ha escrito José Balza a principio de 2019:

Así que deseos, cuerpos, libros han sido parte del tránsito en ciudades y, desde luego, el origen o la consagración de lo reflexivo.

En síntesis: del mismo modo que pervivo, mental o físicamente, en el Delta, también siento surgir una voz, una habitación, una esquina, un bar, de mis ciudades amadas, donde esté, en el tiempo intemporal. De ellas guardo detalles, sabores, olores, sombras o luz, fronteras del placer, la ilimitada proporción del pensar.

 

Mis ojos se afincan en ciertas palabras de la confesión de José Balza: detalles, tiempo intemporal, tránsito; y no pueden dejar de notar el contraste que el escritor desarrolla en este fragmento: por un lado, el Delta del Orinoco, tierra de agua, selva, árboles gigantes; y, por el otro, los sabores y olores de las habitaciones, esquinas, bares, voces de ciudades diversas.

Durante años hemos leído a Balza como parte de una escritura acuática, como la búsqueda de un río que es el flujo inaprensible de la temporalidad, multiplicidad de un delta que convierte la corriente del río en muchas corrientes; algo constante que también han hecho otros de sus lectores, como Luis Barrera Linares quien afirmó: «Si nos apropiamos del título de una novela de Julio Miranda, nadie dudará jamás que la obra de Balza destila “agua por todas partes”. Agua que se incrusta en el paisaje, corre hasta abrir mágicos cauces y se adentra para luego disgregarse convertida en mil afluentes…».

Pero es obvio que también percibimos en este autor una fijación en la tierra, en la solidez aparente de las ciudades, en el detalle que regala una corta caminata con la firmeza de los pies sobre el asfalto.

La cuentística de Balza es una narrativa donde, pese a su recurrencia a la imagen del río Orinoco (en cuyas orillas nació este escritor), también resultan fundamentales los lugares sólidos, concretos, definidos en sus contornos: los lugares, sus metamorfosis, sus revelaciones. Primero, evoco cuentos de Caracas: «Los almendrones de enero» (Santa Mónica), «Central» (Parque Central, Los Caobos), «Chicle de menta» (Catia), «Zapatos de gamuza azul» (Bello Monte), «Gato disperso» (El Cementerio, avenida San Martín), «Sagitario danzando» (UCV, el llano), «Las dos» (Sabana Grande), «La máscara feliz» (plaza Bolívar), «Calle movible» (La Florida). Luego cuentos que se expanden al resto de Venezuela. «El lago», «La sonrisa en el puerto» (Maracaibo), «El beso perdido» (Boca de Uchire), «Minuto de medianoche» (Píritu), «La mujer de la roca» (Barcelona, Cumaná). Y los cuentos que transcurren fuera de Venezuela: «La ópera perfecta» (Milán), «Carta a Tlilt» (México), «El matemático», «Mis hijos» (Berlín), «Ana» (Nueva York), «Historia de alguien» (Sevilla, América), «Rembrandt» (Holanda), «La mujer porosa» (Nápoles), «El saludo del árbol» (¿París?), «Fuego» (Los Ángeles), etcétera. Lugares en los que, como ya advertí, la firmeza del espacio urbano ofrece una inusitada revelación, un cambio mínimo y, al mismo tiempo, trascendente, un destello en el que el cuerpo que narra resume el mundo, lo condensa en chispeantes detalles que aparecen junto al mínimo desplazamiento de unos pasos.

¿Qué puede significar la presencia tan resaltante del espacio en estos relatos? ¿Por qué en ellos el lugar no es sólo una referencia, una simple descripción dentro de la que se mueven los personajes, sino una instancia fundamental, una suerte de personaje autónomo?

Varias explicaciones vienen a mi mente, explicaciones que quizá converjan en una sola. La primera viene de una reflexión de José Balza sobre el arte narrativo: «La felicidad existe cuando prevalece el espacio: las relaciones de los objetos o de los seres, despojados de condiciones temporales originan la ternura, la felicidad». En ese sentido, el caminante (¿el cuentista?) es una figura que quiere introducir el espacio dentro de su cuerpo; para él la caminata no tiene sentido temporal (no interesa cuánto se tarda en el paseo), sino que es la absorción del entorno: ese entorno que lo convierte en camino, esquina, edificio, árbol, mesa, ventana. Su ejercicio es búsqueda de felicidad porque es una pretendida anulación del tiempo (el tiempo intemporal que citamos párrafos atrás) y, por lo tanto, anulación de sus desgastes y sus mensajes de socavamiento y muerte.