La movilidad de este texto de Balza ya viene anunciada desde su título (la primera palabra de un cuento, como afirmaba Medardo Fraile) e impregna la totalidad de la historia con el ritmo pausado que surge desde sus primeras páginas.

Está a unos pasos de Nacho y justamente se detendrá, como al descuido, y será posible recorrer el trayecto de su mirada huidiza: del suelo a los árboles, a las ventanas, de los anuncios al cielo, hasta ser inmovilizada con disimulo en un punto vacío. «Se hace el que no mira nada», dice el hombre del café. Pero este lapso del recorrido sirve únicamente para despistar; ya viene, pasa y vuelve al lugar de origen. Cada aparición suya en la esquina es como la primera. Sin embargo, todo nuevo paseo va a adquirir, ahora, su centro: una larga parada frente a la más iluminada panadería.

 

Una vez más, encontramos una referencia muy concreta al «centro», ese lugar que Eliade define como la zona sagrada por excelencia. «Todos los demás símbolos de la realidad absoluta (árboles de vida y de inmortalidad, fuente de juvencia) se hallan igualmente en el centro». Lugar intrincado, complejo, al que es difícil acceder, según nos explica el propio Eliade, pues avanzar hacia él implica, «peregrinación a lugares santos; extravíos en el laberinto; dificultades del buscar el camino hacia el yo, hacia el “centro” de su ser. El camino es arduo y sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero e ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al centro equivale a una consagración, a una iniciación».

El hombre de esta historia evoca a un personaje consumido. Su viaje, su aproximación al centro y a sus iniciaciones le ha costado el sosiego, la normalidad social. Pero lo importante de esta narración no es la mirada de los otros que lo ubican en una alteridad, en una fisura de lo cotidiano, sino la construcción que parece elaborar su propia mirada cuando se desplaza entre el suelo, los árboles, el cielo, las ventanas. Allí, el personaje está haciendo, vertebrando un universo propio donde él y su entorno se entremezclan.

No en vano, Balza ha reflexionado sobre el modo en que esos aspectos de lo urbano conforman la mirada y la existencia del escritor como bien explica en esta entrevista de 1995:

[…] después de la mirada tan urbana de Hemingway o recientemente de Carver, la gente acepta que percibir en un texto un sofá, o una ventana, o un paisaje de edificios incorpora un ánima, algo así como si el escritor al tomar estos elementos cotidianos y transformarlos en literatura les estuviese añadiendo un ánima… Quizás lo que ha permitido esta visión del ambiente en mi caso es que yo muestro lo que tú has llamado epifanías, es decir, que la comunicación entre esos ámbitos, y el sexo, y el sudor de mis personajes está dando siempre la iluminación de algo, puede ser la esperanza, un deseo frustrado, un olvido. Y al ofrecer ese pequeño giro el paisaje se impregna de más interioridad […].

 

Esa referencia al ánima que elabora el propio Balza en su declaración nos remite a James Hillman, quien concibe el ánima como una personificación del alma y un camino hacia la profundidad de la psique. En todo caso, por lo que se deduce de las palabras de Balza, la mirada de un personaje literario que se vuelca hacia su entorno incorpora en los objetos cotidianos la energía, el principio creativo, la vibración de una trascendencia humana. Los objetos no son sólo objetos, son sus contornos, su trascendencia, y también el temblor de la mirada que los contempla. Son existencia que refleja la existencia de quien los mira.

A diferencia de «El saludo del árbol», donde también el universo se impregna del alma de sus personajes (el cuadro, la iglesia, el árbol), en el cuento «Calle movible» sucede que el paseo, que la caminata, es un acto ejercido en solitario y en ningún momento el personaje principal se hace acompañar por un guía. Como dice Enrique Vila Matas: «A mí me parece que caminar es una aventura que tiene verdadero sentido si se hace en solitario. Es más, en mi opinión… no existe un arte de pasear perfecto si el paseo no se lleva a cabo en rigurosa soledad».

Y sí, en efecto, en esta otra narración ya no existe la figura de una mujer que guía hacia el centro (una especie de maravillosa bruja capaz de desaparecer dentro del tronco de un árbol, como en el primero de los cuentos citados), pero como se nos advierte con nitidez, en «Calle movible» el personaje realiza su «fortuito» paseo hacia el centro de su viaje con una finalidad muy clara: «Nacho piensa irse: antes de hacerlo puede contemplar al hombre, tímido e inmóvil, escondida la mirada tras un opaco reflejo, absorto en la imagen de una mujer blanca y gorda que se mueve entre los armarios, al otro lado de la calle… El hombre del bar dice: “Ese loco tiene años enamorado de ella, la mujer del panadero”. Nacho impulsa un pie fuera del local; hoy no quiere irse».

Los adjetivos son sugerentes y precisos: «blanca», «gorda». ¿No puede leerse en ellos una esponjosidad tibia de trigo y harina? Para mí la conexión con lo nutricio, con el pan sucede casi de inmediato. El hombre mira la mujer, percibe el olor de la panadería y el mundo establece de nuevo sus conexiones. En mi evocación de esta historia, la forma de los panes se convierte en la forma de la mujer y la mujer en una cierta forma de los panes. Un milagro que intuyo dentro de la mirada del caminante y de sus previsibles delirios.

Allí se detiene la primera parte de este insólito cuento: el hombre que camina, el chico que lo observa, la imagen de la mujer dentro de la panadería. Pero hay una segunda parte que se inicia con vigorosidad y que introduce de lleno al lector en una historia angustiosa: un hombre en la ciudad recibe la noticia de que su hermano ha enloquecido. En vano, buscará el lector la confirmación de que los personajes de esta segunda parte se encuentren conectados con la primera. No se repite ningún nombre, ninguna precisión anecdótica o geográfica; aparte de la presencia de personajes con enfermedades mentales en ambas partes, apenas hay una palabra común: la referencia al liceo; Nacho está concluyendo sus estudios en el liceo cuando contempla al caminante que espía a la esposa del panadero, y el personaje de la segunda parte ha hecho sus estudios en el liceo de una ciudad que lo alejó de su familia. La ambigüedad es jugosa, sugerente. ¿Una brutal elipsis? ¿La construcción de una historia autónoma? ¿Es Nacho el que observa al demente de la primera parte y luego descubre la locura de su propio hermano en la aldea? ¿Es el personaje que camina frente a la panadería el mismo personaje que enloquece en la segunda?

No resolveremos ese enigma en este texto. La lectura llega a su máximo goce al deslizarse en esa oleosa incertidumbre. Pero sí nos detendremos en la caminata que el protagonista de la segunda parte realiza por el patio de su hermano, contemplando la siembra de diversas plantas con la que éste se encuentra recuperando la normalidad después de un previo ataque psicótico.

Entonces el otro concluyó la descripción de sus planes y lo invitó a revisar la siembra, en la que actualmente trabaja. Desde la puerta posterior sintió la fuerza vivificante de los brotes: agudas hojas de nuevos cocoteros, potencia de castaños, un cerezo, primer olor de naranjos, señales de cañaveral, el relámpago cobrizo del caimito.

 

La escena tranquiliza al personaje, su hermano ha recuperado la salud y su antiguo ataque parece superado. Los dos hombres caminan entre la naciente promesa vegetal. El futuro parece alimentarse de savia; se vislumbra el nacimiento; el crecimiento de una energía que brota desde la tierra misma.

Pero llega la lucidez, la caminata asalta con imágenes que al proyectarse hacia adelante significan el descubrimiento de una inminente oscuridad: «[…] comenzó a ver lo que ningún otro: las plantas venían vigorosas y únicas, pero la totalidad del campo era un caos. Nada podría crecer. En el futuro, árbol contra árbol se estrellarían y se enredarían como una mente oscura. El sembrador no había pensado las distancias, no calculó los espacios. En poco tiempo una espesura verde ocultaría la luz».

A diferencia de la caminata de «El saludo del árbol», en la que se vislumbra una conexión luminosa, una expansión hacia otros mundos y hacia la eternidad compleja de un instante de suprema belleza, en este otro cuento, los pasos se dirigen hacia la penumbra, hacia el regreso de la enfermedad, de la siniestra noche de la locura y el dolor. Lo que en un primer cuento es camino fulgurante, aquí es camino hacia la oscuridad profunda.