En Caracas crecía la indignación pues muchos, entre ellos Ángel Rama, consideraban que el ganador tendría que haber sido Roa Bastos, y la nota sobre «El petarazo de Elizondo» concluyó alegrándose de que Elizondo hubiera despejado las dudas: «El Premio Rómulo Gallegos se lo otorgan al favorito de la patota. Eso lo dice con singular desparpajo. El que maneja con más soltura las relaciones públicas es el que cosecha mayor cantidad de amigos, y el amigo de los amigos, se consagra como mejor novelista».

Efectivamente, desde el 24 de junio, en México, Elizondo había hablado con García Márquez y después de su conversación ya no le preocupaba tanto el asunto del premio pues escribió en su diario: «Creo que podré dedicar el tiempo que me queda a leer únicamente las novelas que tienen alguna posibilidad: las que siempre he pensado que la tenían».[4] Después de su viaje a Caracas, Fuentes le escribió a Julio Cortázar desde Margency el 20 de agosto de ese año: «Concorde, Caracas, premios dados ni Dios los quita».[5]

A los textos de los diarios y cuadernos debe sumarse la publicación de los «Noctuarios» (Mar de iguanas, Atalanta, 2010), que recoge el primero de cinco cuadernos que conforman los diarios nocturnos de Elizondo, escritos con el propósito, cuenta Lavista, de «volcar su escritura en ellos durante las altas horas de la noche y la madrugada, a manera de lo que se entiende como pintura à la prima, es decir, lo que le viene en mente durante el desvelo, como un esbozo o apunte». El propio Elizondo reconoce que debe existir «una diferencia de estilo entre los pensamientos que se producen de día y las ideas que surgen de noche» (19 de noviembre de 1986), pues existen «diferentes formas de pensar según las horas del día» (22 de noviembre de 1986). Este primer cuaderno, que contiene la génesis de Elsinore, se convierte también, y es comprensible, en una lista de obituarios: «Ahora ya cada vez que escribo aquí en este cuaderno registro o conmemoro la muerte de alguien que conocí». (2 de marzo de 1994).

«Si no quería que se conociera mi vida, ¿para qué escribí este libro?», se preguntó el escritor en la «Advertencia» a la segunda edición de su Autobiografía (Aldus, 2000), firmada por vez primera en el lejano mayo de 1966 y que formó parte del proyecto «Nuevos escritores mexicanos presentados por sí mismos», impulsado por Empresas Editoriales y dirigido por Emmanuel Carballo, que convocó a Sergio Pitol, Vicente Leñero, Juan García Ponce y Carlos Monsiváis, entre otros. En la «Advertencia» a esta nueva edición, Elizondo señala que la «crónica personal está disfrazada, envuelta en el aderezo de la elaboración literaria de hace muchos años para que quede como una tentativa por definir la vida en un momento dado de su evolución, no para ser una cifra absoluta».

Tanto la Autobiografía, como los Diarios y el «Noctuario» están plagados de ideas que devienen aforismos («La escritura es la forma visible de la inteligencia. Su única forma sensible»; «La realización del proyecto es su crítica»; «El lugar común es el arquetipo encontrado a la vuelta de la esquina», «Las cosas se pierden donde las olvidamos», etcétera) pero también de preguntas, que son la forma en que Elizondo desenvolvió su escritura bien en la narrativa o el ensayo como parte de una obra de carácter especulativo. Éstas quedan plasmadas, como respuesta, en una breve carta escrita al poeta Eduardo Lizalde cuando éste, director entonces de la revista Biblioteca de México, lo invitó a colaborar con un texto inédito en un número especial dedicado a celebrar el setenta aniversario del escritor (mayo-junio de 2003, núm. 75). Elizondo accedía con muchas «reservas mentales» pues, aunque el género «inédito» lo tenía dominado, aún se preguntaba cuál era el lugar que éste ocupaba dentro de los géneros literarios. Le confesó que desde hacía más de diez años ya no escribía para publicar y que no tenía material inédito.

Todo lo que hice para publicarse ya se publicó y sólo conservo más de cien cuadernos grandes que suman unas cinco mil páginas inéditas que he acumulado a lo largo de más de cincuenta años. Tal vez se publiquen después de que ya no esté. He llegado en mi vida a la tercera etapa de Gracián, después de hablar en mi adolescencia y juventud con los muertos, en mi madurez con los vivos y ahora conmigo mismo.

La vida es como un teatro. Primero está uno en el camerino preparándose; luego sale uno a escena a representar un papel ante el público, como actor, como escritor, como maestro, como animal político, pero luego cae el telón y empieza el monólogo sin más auditorio que unos cuantos amigos que como tú, generoso amigo, han seguido, unas veces de cerca y otras de lejos, esta comedia desde hace más de cincuenta años cuando nos reuníamos en la calle de Mayorazgo a hablar de poesía.

 

Un dejo de melancolía se desprende de esas palabras, escritas cuatro años antes de su muerte y uno puede pensar que, en efecto, a esa edad sólo podemos vivir en un estado melancólico. No es el caso de Salvador Elizondo. En la Autobiografía, escrita a los treinta y tres años, apuntó que la «melancolía, por inexplicable, es también incompartible»; sin embargo, una de las tentativas de Elizondo —quizá la más significativa de ellas, después de la búsqueda de la belleza o para apresarla— fue precisamente la de compartirnos ese estado de gracia, aparentemente exclusivo y oculto en el fondo del escritor pero que, al trasladarse al papel, nos involucra al grado de sentir esa especie de «tristeza inexplicable y sorda que, como el amor, o más que éste, es capaz de hacer girar los mundos». El de Elizondo, y también el de sus lectores, giró y gira a ese ritmo y sus cuadernos fueron el sitio donde desplegó, en primera instancia, ese estado del espíritu.

A un contemporáneo de los siglos xvii y xviii la idea sobre la existencia palpable de la melancolía le parecería ociosa. Ese estado parecería más propicio para identificar el pasado, pero es una de las enfermedades del alma, si es que el alma existe. Quizá, por reducción, sabemos de su existencia porque nos reconocemos en sus enfermedades y a veces las propiciamos como si fuesen, a la vez, remedio y dolor. A sus cincuenta y cuatro años de edad, en los Noctuarios precisa, en un apartado cuyo nombre es «Continúa-Melancolía», del 24 de agosto de 1986, que «de esa vida anterior que es la infancia» permanece el recuerdo indeleble de los libros que había en su casa o aquellos que su madre o su abuela mencionaban. «El que tengo frente a mí abierto en la página de la melancolía está en casa desde hace cincuenta años, entones vi ese grabado por primera vez en la vida».

Entonces se da cuenta de que ha llegado a «entender algunas cosas que antes me atraían por el misterio que encerraban los símbolos de que están hechas. Tal era en la infancia y la adolescencia el encanto que enceraba el enigma de la melancolía», sin embargo y pese a sus reflexiones, para Elizondo fue desde siempre uno de los varios motores de su escritura, que se alía de manera natural al del «proyecto» como forma permanentemente inacabada, como «inédito», como algo que va en pos de, pero no llega nunca, aunque arribe a la página escrita; pero también al de la imagen fotográfica o cinematográfica que atrapa en un instante lo indecible.

Podemos seguir esta última en prácticamente todos los libros de este autor y particularmente en la sección de los Diarios llamada «¿La pintura, el cine o la literatura?». Es conocido su interés por Serguéi Eisenstein gracias a las múltiples entrevistas que concedió alrededor de la escritura de Farabeuf y el proceso de montaje. En sus diarios, ese interés se ofrece en el recorrido durante el cual paulatinamente va abandonando la pintura y se dedica al cine experimental, y puede apreciarse en varias entradas del diario. Así, el 6 de julio de 1954 informa que está escribiendo un libro de notas sobre «las posibilidades de utilizar el principio de montaje en todas las arte».

Tal vez a Elizondo le gustaría saber que en mí, y en tantos más, puede verificarse la teoría que intentó explicar a unos estudiantes que deseaban saber cómo había escrito Farabeuf o la crónica de un instante. Con el fin de escribir mi tesis de licenciatura —dedicada a Farabeuf y Morirás lejos, de José Emilio Pacheco— leí cuantos apuntes encontré sobre el principio del montaje, «el principio dialéctico del universo en el que el choque de dos cosas produce una tercera», explica Elizondo en «Génesis de Farabeuf», el texto con el que abre la edición de El Colegio Nacional. Entonces yo no sabía que eso, precisamente eso, era la matriz de la poesía. «Cuando escribí Farabeuf no conocía el efecto poético», dice Elizondo y no le creo, pero lo encontró en Poe, así como la importancia de «la conjunción de imágenes que producen una tercera imagen». El poeta que siempre fue Elizondo (no sólo por sus poemas en sí), logró conjugar esas imágenes en una sensación.