LA AUTOCRÍTICA LITERARIA Y LOS PROYECTOS FALLIDOS

Dice Elizondo en «La autocrítica literaria» (Teoría del infierno, El Colegio Nacional / El Equilibrista, 1992) que ese «arte torpe por excelencia» puede convertirse fácilmente en autobiografía, «cuando el imperativo que la guía debiera ser el de excluir a lo demás, a lo otro, para afocarse sobre el sí mismo que la realiza», debería conducir así a la valoración de los pasos del autor en la realización de la obra «pero no en una demostración de cómo han sido aplicados los principios por los que la obra nace o se frustra». Pero, «¿es la obra otra cosa que lo que somos nosotros?». Los diarios y noctuarios de Salvador Elizondo son, de alguna manera, la respuesta a esta pregunta, pero también permiten al lector seguir los pasos del autor y observar el proceso de nacimiento o frustración de una obra, personal o colectiva. Así, el diario puede leerse también como la crónica de proyectos fallidos:

Creo que se vino abajo lo de la beca. Suprimieron todas las de arte y sólo le van a dar a «los que van a industrializar» este pinche país (5 de junio de 1955).

 

De una manera o de otra me está llevando la chingada. No tengo ni un centavo. El S. NOB se vino abajo y estoy sin trabajo y sin ninguna perspectiva. No sé qué voy a hacer. Mañana tenemos que reunirnos para ver si podemos seguir haciendo el S. NOB. Estoy pasando una de las épocas más pinches de mi vida. No hay absolutamente ninguna perspectiva (5 de agosto de 1962).

Se trata, por supuesto, de la revista de culto S.NOB, que junto con Juan García Ponce y Emilio García Riera, Elizondo realizó en esos años y algunos de cuyos gastos corrieron a cargo del productor de cine Gustavo Alatriste. Sólo siete números aparecieron y en sus páginas escribieron, además del cuerpo directivo, autores como Jorge Ibargüengoitia, Tomás Segovia, Álvaro Mutis, José de la Colina, José Luis Cuevas, Alejandro Jodorowski y Leonora Carrington, entre otros.

Pero los proyectos fallidos son tantos… Sólo el arte permanece como una cima a alcanzar, pero también como una forma de sobrevivencia. El lenguaje será su conductor y su propósito: «Convertir el lenguaje en un instrumento del espíritu».

Qué significa todo al lado de lo más bello. Qué importa todo mientras el arte exista.

El arte, y después del arte, todo (24 de diciembre de 1949).

 

El arte es una larga serie de experiencias, cada obra es un dato. El artista busca. No importa lo que encuentra sino lo que busca (8 de enero de 1952).

 

La Dialéctica transpuesta al arte. Tal vez eso sea lo que se necesita. El éxito dialéctico, i. e., el método de investigación dialéctico en el arte y no un «arte social». Estos comunistas de chisguete. Deben ser eliminados. Sólo la dialéctica es libre e ilimitada y además ése es el verdadero arte marxista (22 de marzo de 1955).

 

Y de entre todas las artes, la más alta, la poesía y sus traductores, los poetas. Escribe el 12 de enero de 1995 en los Noctuarios: «Los grandes poetas son los que gesticulan por primera vez, los que crean esos gestos originales y modernísimos: gestos primerizos, cargados de su ilusión instantánea. Siempre repetidos y siempre que se repiten recordados».

Con el paso del tiempo y las enfermedades, Elizondo va concentrando sus intereses y después de una temporada bajo régimen estricto y abstinencia escribe en los Noctuarios, el 17 de agosto de 1991: «Ya nunca me emborracho. No lo lamento. Me siento mucho mejor. […] Vuelvo a ser un gentleman discreto como yo quiero ser. Ahora tengo que recobrar energías y tiempo perdido. Mis intereses son ahora más lúdicos: me gustan los toros y el béisbol. La literatura mexicana no me interesa mucho. Me interesa el gran arte. El otro no tiene importancia».

 

LAS FIGURAS TUTELARES

En la novela Elsinore, su autor escribe que la «pasión por una sola mujer nunca es más intensa ni más aparatosa, espiritualmente hablando, que en la adolescencia, mientras es uno todavía capaz de desear tan intensamente sin ninguna esperanza de ser correspondido, un amor sublime». Si bien ya en los Noctuarios le dedica a su mujer unas líneas que revelan la materia de su amor («Han pasado más de veinte años. La estructura de nuestro deseo está intacta»), los diarios de Elizondo, sobre todo los iniciales, son un recorrido por las mujeres de su vida. Las imaginarias, («En realidad estoy enamorado de una Pilar [Pellicer] ideal que yo mismo inventé», 24 de marzo de 1956); las fugaces (Diana, June, Louise, Gloria, Flora…) y otras presencias que recorren los textos aliados de un afán por redimir una vocación de melancolía o fracaso que, no obstante, aparece siempre como producto de relaciones fallidas, como la del hermoso cuento «El retrato de Zoe» (El retrato de Zoe y otras mentiras, Joaquín Mortiz, 1969) donde «Lo esencial es que el olvido de Zoe es un hecho consumado. Me siento, como si dijéramos, colmado de su desaparición».

Existe también la idea del artista que conquista por el solo hecho de serlo: «Hoy volví a ver a Diana. No estoy enamorado de ella pero puedo tener esperanzas, si con parrandas no la he de ganar, con mi categoría de artista, sí», escribe el 15 de julio de 1950. Aunque el enamoramiento es una de sus constantes, el amor también aparece en sus primeros cuadernos:

El amor es una manifestación en sí misma. No se puede expresar ni con palabras ni con acciones. Fluye inaccesible a través del alma del hombre; en su esencia, es lo que hace al hombre hombre porque los animales sólo sienten el amor físicamente (17 de marzo de 1953).

 

Día a día vamos conociendo a los escritores predilectos de Elizondo en sus distintas etapas: D. H. Lawrence, Joyce —a quien lee en repetidas ocasiones—, Pound, Celine, Mallarmé, Valéry, Proust…

Además de mujeres, escritores, pintores y una larga lista de artistas que deambulan por los diarios, hay figuras tutelares: la abuela y madre de Elizondo, a quienes ama con devoción e incluso pide su ayuda después de su muerte («Viernes, 28 de febrero de 1975. Hoy a las dos de la tarde murió mi mamá. No puedo pensar ni escribir nada pero sé que este es el día más triste de toda mi vida. Al fin descansa. Madre mía querida, ahora estás más cerca de mí. Cuídame siempre»; la conflictiva relación con su padre o la tierna presencia de su nana a quien, muchos años después de su partida, extraña. Son presencias que habrán de regresar transformadas por la indeleble marca de las horas. En los Noctuarios, en la entrada del 3 de mayo de 1989, escribe: «Estoy harto de la batalla. Quisiera quedarme en cama hasta que me muera, como Proust, pero no tengo, como él, a Françoise o como se llame su nana».

 

LOS ESCRITORES SECRETOS

Dice Elizondo en una entrada del «Noctuario» del 12 de enero de 1995 titulada «CSM» —Cédula Stéphane Mallarmé, «sociedad secreta que Salvador Elizondo formó con un grupo de jóvenes escritores», nos informa Lavista en una nota— que este tipo de sociedades han existido siempre y que toda su vida ha pertenecido a ellas: «Son siempre cerebrales, a veces vulgarmente subjetivas, porque son más o menos de todos». Tienen, asegura, algo de ridículo pero que todos sus miembros mantienen una hermandad y, finalmente, «todas las sociedades vistas al microscopio son secretas. Pensemos, aunque sólo sea un momento, en todo el tiempo que dedicamos a nuestro pensamiento o a nuestras acciones secretas y que son, sin embargo, comunes a muchos». Así, no sólo existen cuadernos secretos.

Todos hemos realizado alguna vez un deslinde de los escritores que leemos: apuntes íntimos que hablan de nuestra percepción de sus obras y de ellos mismos. Pensamos, tal vez, en la existencia de dos clases de escritores: quienes lo son y quienes lo aparentan. A partir de esa primera distinción elaboramos otras, más personales aún. Hoy se llama «escritor de culto» lo que probablemente yo designo como «escritor secreto». Junto con Alejandro Rossi y un puñado más, Salvador Elizondo es uno de mis escritores secretos preferidos —quizá el mayor de ellos—.

Hay otros en mi clasificación. Los nombro «escritor Biblia», pero podrían llamarse «escritor I-Ching» o cualquier nomenclatura que sirviera para definir su carácter: una suerte de verificación del azar objetivo, bibliomancia cuya naturaleza se revela en el momento en que se abren las páginas de alguno de sus libros y ahí está la respuesta que buscamos. Tengo dos o tres escritores «biblia». Los «secretos» —esa cofradía caprichosa, reducida y que, sin embargo, pertenece a tantos— deambulan en mi biblioteca mental dejando a su paso un resplandor talismánico: el que me protege contra la intromisión de los rabiosos ignorantes que quieren destruir —con su lenguaje bárbaro, diría Rossi— la literatura.

Regreso siempre a Salvador Elizondo cuando quiero respirar: oxígeno en el aire enrarecido por las fórmulas con las que hoy se habla de literatura, e incluso con las que se escribe algo que nos quieren vender como literatura. Los cuadernos de Elizondo son asimismo las semillas de varias de sus novelas o textos que vieron por primera vez la luz en esos folios. Así por ejemplo, el poema «El hipogeo secreto» («Un libro en otro libro contenido / que contiene al autor y al personaje / confundiendo la forma y el lenguaje / con que otro los hubiera proferido») o el proyecto de los «Museos imaginarios», «La fundación de Roma», entre otros.

Pero la obra de Elizondo no puede más que leerse como una caja china, un mundo dentro de otros mundos que hacen referencia continuamente a sí mismos. En el apartado de los Diarios llamado «El escritor», puede leerse su «Idea para una novela»: «Una novela que se llamará Teoría de la novela —recordemos que es autor de un libro de ensayos llamado Teoría del infierno— y que tratará de la teoría de la novela, ilustrada con ejemplos de una novela que se está haciendo. Nota: Esta pudiera ser la obsesión que necesito». Si uno revisa la hermosísima edición conmemorativa del cincuenta aniversario de Farabeuf, encontrará en un suelto («Ocho vistas del manuscrito original»), esta idea llevada a la práctica para la escritura de una novela que, en su portada reclamaba un título tachoneado —La Quimera– con los subtítulos «o la crónica de un instante» y «La superficie del espejo». También puede leerse, bajo la famosa fotografía del supliciado chino que antecede al título, uno quizá también provisorio: «Aquella mañana lluviosa en Pekín», y la nota: «iniciada marzo de 1963». En otra página podemos observar el dibujo de la famosa estrella de mar que ofrecería la imagen del supliciado y del número 6, Liu, que rondan toda la novela.