El cuaderno de escritura toma forma en la novela o la novela es el resultado de las anotaciones del cuaderno como una idea fija. A pesar de que «la imagen consumada, la idea fija son la entelequia del pensamiento [y] la escritura no es sino un pálido turbio reflejo de la hipótesis de esa fijeza imposible» (Camera lucida), ello ocurre en toda la obra de Elizondo. Leo así en El hipogeo secreto que «El sueño creador de la Perra permite también la existencia de otros pequeños universos creados por otros soñadores, al igual que el escritor puede crear dentro de su obra otros personajes que también escriben». Es imposible no pensar en «El grafógrafo» (El grafógrafo, Joaquín Mortiz, 1972) el texto más citado de Elizondo, («Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme viéndome que escribía…») —que se encuentra también en los Diarios— y eso me remite a un apunte del 2 de octubre de 1972 cuando anota: «Una forma de escritura. Describo lo que está pasando en este preciso momento. Es la fotografía para mi libro El grafógrafo y he dejado un espacio para poner una copia de una fotografía que representa exactamente el momento en que Paulina me está tomando la foto». Asimismo, me envía a los Noctuarios, cuando el 25 de octubre de 1986 imagina «para el final de una novelita: el que está soñando que lo asesinan en el mismo momento en que lo asesinan de la misma manera exactamente que como está soñando que lo asesinan, un texto parecido o de acuerdo con un mecanismo similar al del grafógrafo: pero más complejo».

Hay escritores que lo son y otros que lo parecen, pienso, mientras me encuentro con la entrada del 13 de mayo de 1973, donde Elizondo lamenta la muerte de su maestro de pintura, Jesús Guerrero Galván, ese artista «de auras, de la luz, de cosas difíciles de pintar. Fue en cierto modo el pintor no de una realidad sino de un estado de ánimo mexicano». Muy lejos de Elizondo, el deseo de pintar el estado de ánimo nacional. Pero su escritura es también el dibujo de un alma melancólica, a veces mordaz, o eso es lo que yo más admiro de su prosa notable, de su cadencia que nos habla por sí misma de una forma de leer el mundo: la de la poesía, a la que dedica no pocas entradas.

Sus opiniones políticas o sus apuntes sobre diversas tragedias nacionales harán las delicias de los comisarios del «campo cultural», cuyo propósito no es entender, apreciar y compartir una experiencia estética, sino denostar a un escritor que, en el caso de Elizondo, no creía en la «razón» de las mayorías ni tampoco en la de los políticos («¿Por qué tiene razón la mayoría, si lógicamente y estadísticamente la que debe tenerla es la minoría —porque la verdad es más rara que el error? ¿Cómo puede un político tener más la razón que un poeta?», se preguntaba). El 23 de marzo de 1994, escribe en el «Noctuario»: «Mataron a Colosio. ¿Por qué todos lo presentíamos desde que lo hicieron candidato? Ayer comí con [el presidente] Salinas. Nadie presentía esto. […] El chiste ahora es que se pongan a salvo los que puedan: estamos en la encrucijada. ¿En Chiapas?».

Años antes, él mismo da cuenta del cambio, al parecer irreversible, de la cultura mexicana. Al terminar 1980, escribe: «No soporto “el arte de nuestros días”. Todo está en manos y depende del juicio de tipos tontos que escriben artículos tontos. En este momento siento que me arrastra una marejada de estupidez».

Aunque por su diario y por las fotografías desfilan personajes que van desde Borges hasta la actriz Ofelia Medina, encontramos cosas banales que le suceden a cualquiera: la descompostura de un auto, balances de fin de año, apuntes de viajes, enfermedades de los niños, cortes de cabello, visitas a la dentista, dietas, clases, su vida conyugal con Michèle Albán y Paulina Lavista… Elizondo sabía que leeríamos esas minucias de la vida cotidiana. Pensaba que «leer un diario íntimo es un crimen comparable al de enviar cartas anónimas, sólo que mejor». En su caso se cumple una certeza: sus Diarios y Noctuarios son también, y sobre todo, una obra artística pues, como dice Adolfo Castañón en el prólogo a El mar de iguanas, Elizondo «deseó representar, hasta hacer de esa representación su propio ser vivido, soñado y escrito, la cifra de una identidad dominada por la letra y la vocación literaria» y, añadiría yo, por una reivindicación de la memoria.

Mientras leo, recuerdo: en las primeras semanas de diciembre de 2016 ocurrió un espectáculo «inquietante», pensé cuando vi las fotografías que mostraban algunas calles de la Ciudad de México al anochecer. La palabra que tantas veces utiliza Salvador Elizondo se fundió con el resplandor rojizo, naranja tal vez, que alumbraba la avenida Juárez y otras más. La irradiación provenía de un gran anuncio adosado a los puestos de periódicos: «Farabeuf», decía y, bajo la palabra, el ideograma liu. La primera sensación que me produjeron esas fotografías era acompañada por una sola palabra: «¿Recuerdas?».

Otra fotografía, apenas vislumbrada hace muchísimos años, me había provocado una turbación inolvidable, en el sentido estricto de la palabra. Pero, aún más que la imagen que todos recordamos al pensar en Farabeuf, lo que indujo en mí el efecto de una descarga eléctrica, y sin embargo duradera, fue la extraña mixtura de las sensaciones que se desprendían de un libro cuya fotografía atroz de un supliciado chino se reunía en mi cerebro con la cadencia de unas palabras que daban el tempo exacto para que el doctor Farabeuf concluyera su paso cansino por la escalera y, mientras lo hacía, unas gotas de luz ambarina, un tintinar metálico de lumbre, anunciaban, casi en cámara lenta, la caída de tres monedas, la muerte de una mosca, el I Ching, el deslizamiento de una tablilla de ouija, la textura viscosa de una estrella de mar o la imagen espléndida y al mismo tiempo turbia de Mélanie Dessaignes. Ese nombre —que utilicé sin fortuna como seudónimo en cientos de concursos literarios a partir de entonces— apareció claramente dibujado ante mis ojos cuando vi las fotografías de la avenida Juárez. En un solo instante se volvió presencia, y no tuve que hacer un esfuerzo para «recordar ese momento en el que cabe, por así decirlo, el significado de toda tu vida», según reza uno de los motivos centrales de la novela.

En «Las palabras», texto incluido en los Diarios, leo: «Todos los elementos del universo contribuyen a la nostalgia de nuestra disolución porque esa mirada del verdugo, sólo a través de la cual el caos nos es comprensible como un elemento del orden ficticio que nos permite entendernos de cierta manera con la realidad, sabe mirar más hondo que nuestros ojos y sabe descubrir en nuestra posibilidad de aniquilación la trampa de la realidad, la certeza de la nada». Pienso entonces en Octavio Paz, quien decía que la única manera de vencer a la muerte era a través de la forma. «El olvido es más tenaz que la memoria», parece responder Elizondo, en una de las frases más recordadas de Farabeuf. Pero esa frase es apenas el inicio de un ritual, de una invocación que nos susurra: contra el olvido, sólo la forma, la belleza de la forma, puede rescatarnos.

«Huye de la palabra belleza, palabra prohibida», me dicen cuando pregunto cómo se llama ahora eso que mi generación aún reconocía sin vergüenza pero empezaba a temer nombrarla como categoría estética: no en su sentido cosmético, sino como una construcción armónica aun entre lo horrendo, lo dispar, lo aparentemente caótico; un sentido matemático de la elegancia por el aprovechamiento exacto de los recursos artísticos, narrativos: poéticos.

Con real temor abrí las páginas de Farabeuf —«¿Recuerdas?»— y comencé a leerlo con la misma congoja que nos asalta cuando vamos al encuentro, muchos años después, de algo o alguien a quien hemos amado intensamente. Y ahí estaba, no con el desdoro de un eco, sino como algo vivo, el latido turbador de su belleza incorruptible.

En una entrevista, Fernando Savater dijo que lo único que aún disfrutaba era leer, pues al hacerlo se sentía dentro «de un paraíso invulnerable en el que estaba feliz». El 8 de mayo de 1992, en los Noctuarios, escribe Elizondo: «Guardar lo que la futura nostalgia evocará». Yo guardo entre las cosas preciosas la lectura de sus cuadernos porque quizá la índole genuina de un escritor secreto radica en su talento para provocar la existencia de esa zona de felicidad invulnerable y personal.

 

BIBLIOGRAFÍA

· Elizondo, Salvador. Autobiografía precoz, México: Aldus, 2000.

. Camera lucida. México: Joaquín Mortiz, 1983.

. Cuaderno de escritura. Guanajuato: Universidad de Guanajuato, 1969.

. Diarios 1945-1985. México: Fondo de Cultura Económica, 2015.

. Elsinore. Un cuaderno. México: Ediciones del Equilibrista, 1988.

. Farabeuf o la crónica de un instante. México: Joaquín Mortiz, 1965.

. Farabeuf o la crónica de un instante. 50 años. Edición conmemorativa. México: El Colegio Nacional, 2015.

. El grafógrafo. México: Joaquín Mortiz, 1972.

. El hipogeo secreto. México: Joaquín Mortiz, 1968.

. El mar de iguanas. Girona: Atalanta, 2010.

. El retrato de Zoe y otras mentiras, México: Joaquín Mortiz, 1969.

. Teoría del infierno y otros ensayos. México: El Colegio Nacional / Ediciones del Equilibrista, 1992.

 

 

[1] Memorandum 509488 de Manuel Bartlett Díaz, 9 de agosto de 1977 y Telex 608 del 3 de agosto de 1977 de la Embajada de México en Venezuela. Expediente de Carlos Fuentes en la SRE. Segunda Parte.

[2] Anónimo, «A Carlos Fuentes se le otorgó Premio Rómulo Gallegos», El Universal, Culturales, (3 de agosto de 1977): 1, 19.

[3] Max Aguirre, «El petarazo de Elizondo». El Universal. Culturales (30 de julio de 1977): 25.

[4] Salvador Elizondo, Diarios. 1945-1985 (2015): 253.

[5] Carlos Fuentes Papers, Cortázar, Julio; 1969-1982; Box 305, Folder 4, Manuscripts Division, Department of Rare Books and Special Collections, Princeton University Library.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]