POR MATÍAS NÚÑEZ FERNÁNDEZ

Hace exactamente diez años estaba cursando un máster en literatura comparada en Castilla y León. En una de las clases, entré en contacto con la literatura fantástica española, especialmente, en su forma de microrrelato: un texto breve y con un comienzo abrupto o con la cosa empezada (in media res) para ganar tiempo, personajes conocidos (provenientes de la literatura, del cine o la mitología) para ahorrar en descripciones, un final contrario a las expectativas sembradas en las pocas líneas que antecedían al punto final para sorprender al lector. Se suponía que esas eran las características generales de un nuevo tipo de ficción, pero yo no podía dejar de pensar que, para quienes crecimos leyendo el real visceralismo de Roberto Bolaño, todo esto tenía un cierto aire conservador. Y la sensación de extrañamiento que me generó el marco teórico en el que la crítica local inscribía estas obras fue aun mayor y estuvo menos relacionada con el tema que con el momento y el lugar. En 2011, en España, el realismo se ponía en cuestión en favor de distintas variantes de la literatura de imaginación. Viniendo de Uruguay, esto me produjo una primera sensación de orgullo chauvinista en el que una deficiente contextualización de mi parte me hizo pensar que en la península se estaba llegando bastante tarde a la literatura fantástica. Lo conversé con algún profesor que, con mucha paciencia, me puso al día con respecto al proceso de las letras españolas para sacarse de encima el lastre del realismo, algo en lo que el aislamiento franquista parecía estar muy implicado. Aun así, y a pesar de conocer la postura de Ernesto Sábato a la hora de negar la noción de progreso en las artes, durante un tiempo más conservé la ingenua convicción de que en América Latina se había producido un terremoto primigenio y que, varias décadas después, la réplica había llegado a España. 

En esos días, gracias a un artículo de David Roas, di con el cuento «Venco a la Molinera», de Félix J. Palma. La cosa mejoraba gracias al humor. La irrupción de lo fantástico en esta historia era prácticamente imperceptible y estaba basada en un evento casi trivial, una cuestión meramente léxica, una de esas sutiles diferencias al hablar que se suscitan, por ejemplo, cuando uno se aleja unos kilómetros de su ciudad y se encuentra con que unos heterodoxos vecinos hacen circular términos inesperados para un par de pinzas o una escalera.

La antología de escritores uruguayos de Ángel Rama estaba inspirada en Los raros (1896), de Rubén Darío, que rastreaba la línea del malditismo para reflexionar sobre la práctica vital y artística de los escritores. Este asunto atraía especialmente a Darío ya que, para el modernismo, la vida como obra de arte y la reflexión sobre la literatura como una ética y una forma de vida eran elementos que configuraban al escritor

Precisamente, poco a poco, me ocurrió lo que sucede en algunos viajes: atravesé las primeras impresiones sobre los usos y costumbres del lugar de llegada por una comparación con lo que sabía de mi propio mundo de referencia, para que ese nuevo espacio que habitaba quedara debidamente catalogado y ordenado. De un modo bastante incómodo, sin embargo, lo que comenzó a volverse desconocido o poco familiar fue mi lugar de origen. A la distancia y con una nueva perspectiva, no me pareció tan natural que el recorrido usual de lectura en Uruguay transitara tanto a Horacio Quiroga y Juan Carlos Onetti como a Felisberto Hernández, Armonía Somers y Mario Levrero. Algo extraño se había filtrado en nuestro canon literario y llevábamos conviviendo con eso tanto tiempo que habíamos perdido de vista la irrupción de lo desconocido. Y entonces esa realidad distorsionada de la literatura uruguaya se me hizo evidente. No podía creer que el libro con el que Ángel Rama sistematizó esa genealogía de escritores de lo ominoso ofrecía, ya en su título, una pista muy clara de la alteración de la realidad en la que hemos vivido los uruguayos: Aquí. 100 años de raros (1966). Porque incluso para una comunidad poco habituada a los cambios como es la uruguaya, un siglo de rareza constituye una costumbre.

La antología de escritores uruguayos de Ángel Rama estaba inspirada en Los raros (1896), de Rubén Darío, que rastreaba la línea del malditismo para reflexionar sobre la práctica vital y artística de los escritores. Este asunto atraía especialmente a Darío ya que, para el modernismo, la vida como obra de arte y la reflexión sobre la literatura como una ética y una forma de vida eran elementos que configuraban al escritor. Estos postulados recogidos por Darío, en palabras de Michel Foucault, son una forma de subvertir la enajenación de la biopolítica. Es decir, más allá de los artistas profesionales que se dedican a producir objetos artísticos, para Foucault, la vida del hombre ordinario podía convertirse en una obra de arte. Para ello, el dominio del yo, de uno mismo, era un camino indispensable para escapar a las instituciones de secuestro que rigen el tiempo y el cuerpo de los individuos. 

Para el crítico Hugo Achugar, esta perspectiva de la actualización de las obras y la figura de escritor que conforman la categoría de raro ya no estaría asociada al poeta maldito que, en los márgenes, aún formaba parte de la comunidad letrada. Para Achugar, los raros contemporáneos son los nuevos sujetos sociales surgidos durante este milenio tras las crisis socioeconómicas cíclicas padecidas en Uruguay. Siguiendo este esquema, los nuevos raros serían los personajes que, por ejemplo, habitan las historias de terror de Mariana Enríquez, donde los monstruos (adictos al paco, niños desnutridos, prostitutas y personas sin hogar) son, en realidad, un reflejo obsceno de la sociedad que los crea al expulsarlos. En palabras de Gilles Deleuze, los excluidos de la manada del consumo.

En este sentido, la contemporaneidad de escritores como Felisberto Hernández, Armonía Somers y de Mario Levrero parece estar basada en que sus obras están dotadas de una capacidad similar a la de los mitos para reflejar el inconsciente colectivo o la sociedad que sueña esas pesadillas. Contrario a lo que se podría suponer, los mecanismos de estas poéticas no surgen a partir del análisis del contexto inmediato sino que están basados en la exploración del yo más íntimo, de las dimensiones subterráneas de la personalidad. Paradójicamente, la excepcionalidad de estas voces termina por exponer algo oculto y enraizado en el sustrato comunitario, tribal. 

En esta perspectiva, Ana Inés Larre Borges dice de Felisberto Hernández: «No pretendo contrariar una tendencia que he compartido con modestia y sin culpa, pero me gustaría señalar que la consagración de Felisberto como verdugo del regionalismo y ejecutor del paradigma realista o como precursor de la autoficción, el minimalismo narrativo o la literatura fantástica, ha postergado el estudio de su diálogo con la historia». Y Felisberto Hernández, con su oído musical, con sus composiciones que entran en la frecuencia de la Historia, suscita la inmersión en la sensibilidad contemporánea —la hipermedia fragmentaria, por ejemplo— a partir de textos en los que, siguiendo al crítico Juan Carlos Mondragón, la escritura fluye como una improvisación de jazz hasta volverse digresiva como la propia memoria en sus relatos autoficcionales. O también, construyendo lo fantástico desde lo ominoso, desde algo tan extrañamente familiar como puede ser una publicidad que se inyecta e invade el organismo más allá de nuestra voluntad («Muebles el canario») —y pensemos cuántas veces escuchamos y vemos comerciales en la vía pública sin oportunidad de decidir si deseamos recibir esos mensajes— o el desplazamiento del deseo sexual a una belleza artificial, hacia un objeto («Las Hortensias»). 

Ese oído puesto en el inconsciente colectivo, en el miedo y las pasiones comunitarias no articulados ni enunciados racionalmente es lo que sobrevive en las obras de Mario Levrero, Felisberto Hernández y Armonía Somers y lo que hace que sus textos sean atemporales como las leyendas y mitos que surgen de pesadillas y deseos indecibles

En el caso de Armonía Somers, el rechazo de la autora a explicar su obra es lo que Cristina Dalmagro, en el prólogo a sus Cuentos completos (2021, Páginas de Espuma), destaca en particular como la clave de unos textos que instalan un misterio a partir de «una manera de ampliar la mirada, un modo de denuncia y, a la vez, de expandir significados, por momentos liberación de ataduras; vivir entre dos mundos, recorrer tradiciones, retomarlas y subvertirlas, descorrer velos y desmoronar mitos; una exploración en los recursos expresivos que la imaginación ofrece para trascender lo apariencial y producir fracturas en los estereotipos». En este sentido, su novela La mujer desnuda (1950) causó revuelo en la aldea montevideana menos por exponer el cuerpo de la mujer al goce de otros que por mostrar la exploración y el placer del cuerpo por parte de la propia mujer, algo que sigue suscitando incomodidad sino escándalo. Una autora que rehuía a las categorías como feminista, por ejemplo, atrincherada tras un seudónimo de aire anglosajón, en medio de la represión brutal de los derechos de las mujeres, pudo escuchar y hacerse eco del llamado liberador que había empezado a sonar en tiempos ancestrales y encontraría recién en este siglo una caja de resonancia de grandes dimensiones.

En Mario Levrero, los textos de la trilogía involuntaria (La ciudad, El lugar y París) hacen de la sucesión de imágenes oníricas un dispositivo tan atrapante e hipnótico como una película proyectándose desde nuestro inconsciente. Y si nos acercamos a sus obras autoficcionales, por otro lado, nos enfrentamos a los avatares de una vida contemporánea de aislamiento donde el trabajo, el ocio y el contacto con los otros se da a través de la escritura o las pantallas y se teme la calle como si un cataclismo —o una pandemia— hubiesen caído sobre el mundo. En palabras de Hugo Verani, la escrituras del yo desarrolladas por Levrero surgen, una vez más, del borramiento de los límites entre arte y vida: «Es evidente, no obstante, que la práctica metanarrativa de un texto consciente de sí mismo no excluye, por cierto, una decidida atención a la vida diaria, no como reflejo pasivo del trasfondo biográfico, porque lo que se cuenta no es lo que realmente importa; lo que narra remite más allá de lo incidental y cotidiano, intenta recobrar secretos reprimidos que pugnan por emerger».

En 2020, junto a Ricardo Ramón Jarne curamos la muestra Levrero hipnótico en el Centro Cultural de España (CCE) de Montevideo. A partir de los materiales presentes en el Servicio de Documentación y Archivo del Instituto de Letras de la Facultad de Humanidades, sobre el plano escala 1 a 1 de su apartamento de la calle Bartolomé Mitre (el lugar donde retomó la escritura de La novela luminosa), se montaron las ilustraciones del propio Levrero y las realizadas por distintos artistas para las diferentes ediciones de sus obras (como los bellísimos trabajos de Sonia Pulido para Caza de conejos, editada por Libros del Zorro Rojo), fotografías tomadas por Levrero y mencionadas en sus textos, manuscritos e incluso muebles (entre otros, el sillón que Levrero se compró con la beca Guggenheim, como registró en el desmesurado prólogo de La novela luminosa). En la parte de la muestra que correspondía al baño, por ejemplo, en diálogo con las mujercitas diminutas que salen del grifo a nadar en la pileta en el relato «La casa abandonada» (en La máquina de pensar en Gladys), había un lavamanos donde se proyectaba una película de nado sincronizado de Esther Williams. Y así con las demás obras. Una de ellas, Gelatina (1968), fue motivo de largas y disparatadas conversaciones entre los comisarios de la muestra. Esta nouvelle trata de una masa amorfa —una especie de gelatina— que invade una ciudad y lo va devorando todo mientras los ciudadanos mantienen las rutinas de siempre e integran nuevos rituales surgidos, claro, de la lenta avalancha que los cubre de a poco. Desde las columnas del edificio del CCE de Montevideo, entonces, para aludir a esta obra, se montaron unas bulbosas estalactitas que no sabíamos de qué color pintar. Uno de nosotros proponía el verde camuflaje y el otro simplemente un verde fluorescente, que remitiera a la gelatina que comen los niños. En entrevista con Carlos María Domínguez, Levrero había dicho que esa nueva realidad que los invadía desde un terror silencioso, la gelatina, tuvo algo de presagio del golpe de Estado que ocurriría unos años después en Uruguay (por eso la idea del verde camuflaje). Ese oído puesto en el inconsciente colectivo, en el miedo y las pasiones comunitarias no articulados ni enunciados racionalmente es lo que sobrevive en las obras de Mario Levrero, Felisberto Hernández y Armonía Somers y lo que hace que sus textos sean atemporales como las leyendas y mitos que surgen de pesadillas y deseos indecibles.