Ambas tienen idéntica localización temporal y espacial («Exterior día / Terraza pichones»), y su contenido es brevísimo, además de totalmente silencioso: en la primera, «Fortunata en una terraza soleada, entre palomas, da de comer a los pichones desde su boca. Juan está con ella» (g: 31); en la segunda «la vuelve a ver entre las palomas con un pichón apretado contra el pecho y mirándole cuando él se acerca sonriéndole y ofreciéndose. La imagen llena de sol se escapa, se va desvaneciendo» (g: 34). El referente de ambas situaciones está en otra de las confidencias de Santa Cruz, en la noche sevillana que luego comentaré:

Criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sino del pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras tú qué seno tan bonito!, sólo que tenía muchos rasguños que le hacían los palomos con los garfios de sus patas. Después cogía en la boca un buche de agua y algunos granos de algarroba y, metiéndose el pico en la boca, les daba de comer… (FyJ: 226-227).

 

Entre esas dos secuencias se sitúa la 47B, que recrea el momento crucial en el que Jacinta conoce al fin el nombre de la antigua amante de su esposo. En la novela, esto sucede cuando los viajeros están en Valencia, de regreso a su alojamiento, después de haber «oído media Africana en el teatro de la Princesa» (FyJ: 220-221). La joven esposa siente otra vez la curiosidad («el nombre nene, el nombre nada más»), y «ya estaban las cabezas sobre las almohadas, cuando Santa Cruz echó perezoso de su boca estas palabras:

—Pues te lo voy a decir; pero con la condición de que en tu vida más… en tu vida más, me has de mentar ese nombre, ni has de hacer la menor alusión… ¿entiendes? Pues se llama…

—Gracias a Dios, hombre.

Le costaba mucho trabajo decirlo. La otra le ayudaba.

—Se llama For…

For…narina.[12]

—No. For…tuna…

Fortu…nata.

—Eso… Vamos, ya estás satisfecha. (FyJ: 221-222).

 

La versión filmada localiza la secuencia en «Interior día / Vagón tren» y la abre con el requerimiento de Jacinta, que reclama la atención del marido, ensimismado en sus recuerdos de la terraza de los pichones: «¿Cómo se llamaba o cómo se llama?» A lo que Juan responde: «Te lo voy a decir pero con la condición de que en tu vida no has de hacer la menor alusión, ¿entiendes?». El resto del diálogo, que refleja la dificultad de la situación, reproduce casi literalmente lo escrito en la novela:

JACINTA.—Sí… Dímelo.

JUAN.—Se llama For…

Le cuesta decirlo. Ella le ayuda.

JACINTA.—For… narina.

JUAN.—No. Fortu… na…

JACINTA.—Fortunata.

JUAN.—Fortunata. Ya estás satisfecha (g: 32-33).[13]

 

La didascalia que cierra la secuencia («Ella vuelve a refugiarse bajo su brazo y su mirada se distrae con el paisaje. Juan busca hacia el frente la imagen de Fortunata») justifica e introduce la evocación que seguirá, correspondiente a la secuencia 47C (la segunda en la terraza de los pichones), antes comentada.

A estas alturas del viaje se produce —en el relato novelesco y, consecuentemente, también en el fílmico— un importante giro: «¿Sabes lo que se me ha ocurrido? —dijo Santa Cruz a su mujer dos días después en la estación de Valencia—. Me parece una tontería que vayamos tan pronto a Madrid. Nos plantaremos en Sevilla. Pondré un parte a casa. / Al pronto Jacinta se entristeció. Ya tenía deseos de ver a sus hermanas, a su papá y a sus tíos y suegros» (FyJ: 222). La versión filmada, como suprimió el periplo valenciano, sitúa la secuencia 49 («interior noche / Cantina estación») cuando «Juan y Jacinta esperan un trasbordo» en un lugar indeterminado. Mientras aguardan que les sirvan un café, él informa a su esposa:[14] «Puse un parte a casa. Les dije que no podíamos dejar de ir a Andalucía»,[15] a lo que ella replica: «Ya les echo de menos» (g: 35).

De modo que, tras una secuencia de transición (50. «Interior-exterior día / itinerario de trenes» / Diversos lugares. / El tren avanza por la llanura de La Mancha. / Se suceden los paisajes tras los cristales de las ventanillas. Vides. Más tarde los olivos. Los grandes ríos. El campo andaluz. Sobre todo ello, el ruido fatigoso del tren»; g: 37), las sucesivas se localizan en Sevilla: una plazuela y un figón del barrio de Santa Cruz, la secuencia 51; el patio de la fonda en que se hospedan, la 52; la habitación en esa fonda, la 53 y la 55. Y, como último flashback del episodio, en la ya conocida trastienda de la platería, la 54.

En esta etapa sevillana concluye no sólo el viaje de los recién casados, sino el proceso de desvelamiento que se ha ido fraguando desde Burgos: la gradual confesión de Santa Cruz, hasta ahora cuidadosamente medida, culminará de manera desbordante cuando ambos regresan a su hospedaje, tras haber tomado varias (él, «muchas») cañas de manzanilla en «un bodegón de Triana» (que la versión filmada traslada al barrio de Santa Cruz); ya en la fonda, son invitados a «tomar algo» en el banquete nupcial que unos «españoles anglicanizados de Gibraltar» celebran en el comedor (que la versión audiovisual traslada al patio). Hasta que «Jacinta presintió la jarana, y, tomando una resolución súbita, tiró del brazo a su marido y se lo llevó» (FyJ: 224). Lo acertado de la decisión se comprueba cuando, ya en su cuarto, Juan culmina la confesión iniciada en Burgos y que ahora (in vino veritas) brota de manera incontrolada, como «el vómito físico, producido por un emético muy fuerte» (FyJ: 236):

Todas mis faltas las veo claras esta noche. No sé lo que me pasa; estoy como inspirado… tengo más espíritu, créetelo… […] ya no puedo más: mi conciencia se vuelca como una urna llena que se cae… así, así; y afuera todo… […] Es que la conciencia se me ha subido aquí al cuello, a la cabeza, y me pesa tanto, que no puedo guardar bien el equilibrio… (FyJ: 227-228).

 

Es de notar que esas frases, y otras similares en el largo parlamento del Juan novelístico, faltan en la versión audiovisual (acaso porque se supone que la situación y el actor lo expresarán sobradamente). En cambio, sí se recoge todo lo que en esta confesión final hay de reflexión moral sobre su propio comportamiento, en relación con Fortunata:

Yo te estaba mirando todos los días como mira el burro a la flor sin atreverse a comérsela […] Ella me quería… Tengo que ser franco… Me quería… Estaba convencida que yo no era como los demás; que era la hidalguía, la decencia, la nobleza, el acabóse de los hombres…. ¡Nobleza ¡Qué sarcasmo! ¡Decencia porque se lleva una ropa que se llama levita…! La verdad ante todo… El pobre siempre está debajo, ésa es la verdad. El rico hace lo que le da la gana, ésa es la verdad… Ella me quería y a mí cada día me pesaba más la carga que me había echado encima…. Si la mando echarse al fuego, se hubiera echado… me quería… (g: 41-43).[16]

 

Compárese con lo que leemos en la novela:

Seamos francos; la verdad ante todo… me idolatraba. Creía que yo no era como los demás, que era la caballerosidad, la hidalguía, la decencia, la nobleza en persona, el acabose de los hombres… ¡Nobleza!; ¡qué sarcasmo! […] ¡Decencia porque se lleva una ropa que llaman levita!… […] El pobre, siempre debajo; el rico hace lo que le da la gana. […] Cada día me pesaba más la carga que me había echado encima […]. Si le mando echarse al fuego por mí, ¡al fuego de cabeza! (FyJ: 228-229).