Nuestras manos abrochan abrigos, limpian rodillas escoriadas, señalan el error en una suma, friegan la cena, deshacen las trenzas de todo un día, arropan. Cuando los demás duermen, se posan sobre el teclado. Entonces las notamos ásperas, nos untamos un poco de crema, las restregamos. Cuando regresamos están demasiado resbalosas, los dedos se deslizan torpemente por las teclas. Una voz infantil reclama, pide agua o hacer pis o el último beso, y la frase que teníamos entre nuestras manos —a la vez ásperas y resbalosas— alza el vuelo.
La escritura de la maternidad es una escritura fragmentaria. Son de sobra conocidas las declaraciones de Alice Munro en sus primeras entrevistas: escribía cuentos —en la habitación de la plancha, la ubicación no es baladí— durante las siestas de sus hijas. La escasez de tiempo y la falta de concentración le impidieron desarrollar una narrativa de larga distancia. Más tarde, no supo o no quiso abandonar las formas breves. Sus narraciones están pobladas de mujeres (abuelas, madres, hijas) que llevan una doble vida, como las vidas de las madres escritoras.
Las madres escritoras pueden conversar con otras madres sobre partos, posturas para amamantar o dientes de leche. No fingen mal del todo, participan de esas tertulias interminables mientras les golpea en la cabeza la voz de Rachel Cusk en Despojos (Libros del Asteroide, 2020): «La maternidad no era un ambiente en el que yo pudiera vivir. No reflejaba nada de mi personalidad: su literatura y sus prácticas, sus valores, sus códigos de conducta y su estética no eran los míos. También era genérica: como cualquier secta, pertenecer a ella exigía una renuncia total a la propia identidad».
Escribimos picando cebolla, bañando niños, doblando ropas minúsculas, esperando el autobús del colegio, mientras hacemos otras cosas. Solo en nuestras cabezas: allí dentro no paramos de imaginar, no paramos de escribir
Al poco rato las madres escritoras ya no oyen el zumbido de las otras madres, solo experimentan una honda —y a ratos culpable— satisfacción al observar, con extremo detalle y sin que se percaten las demás, los cuerpos de las otras madres. Cuerpos que han dado a luz, como el de ella: unos han enflaquecido, se han vaciado hasta casi la ausencia, los pechos son inencontrables bajo el relleno del sujetador; otros se han abombado, las caderas rebosan. Todos (incluido el de ella), cuerpos perdidos, transformados, deformados, a la deriva, pero al menos mansos, los cuerpos mansos de las otras madres (excluido el de ella). «Temo que mi cuerpo reproduzca el mismo cuerpo y convertirme en la madre de mi hija, pedirle que se recoja el pelo, que se tire de la falda, que se estire bien los calcetines» escribe Brigitte Giraud en Tener un cuerpo (Contraseña, 2018). La escritura de la maternidad es también una escritura del cuerpo.
Nos dicen: «¡Qué feliz debes de sentirte!» (¿dicen debes de sentirte o dicen debes sentirte?) y esbozamos una sonrisa a destiempo. En todo caso, antes que sacralizarla, antes que otorgarle poderes místicos, las madres escritoras preferimos reírnos de la maternidad, como hacen Tatiana Andrade y María Camila Sanjinés en el libro ilustrado La vida láctea (Planeta Colombia, 2018). «¿Cómo lo haces?», nos preguntan, «¿cómo te organizas con los hijos, la casa, el trabajo, la escritura?». Odiamos esa pregunta porque no nos organizamos: otra jornada se ha esfumado y no, no hemos encontrado la ocasión. «Otro día sin una línea» es nuestra nueva divisa; acabamos de darle la vuelta a la máxima de Plinio el Viejo. Creemos con amargura que nuestras manos desaprenderán los caminos de la escritura. «Los bebés comen libros, pero luego escupen pedazos con los que puedes construir algo», apunta Ursula K. Le Guin. Es mentira, estamos seguras: nunca volveremos a escribir, ni siquiera con escombros. «¿Cuándo escribes?», nos preguntan. Escribimos picando cebolla, bañando niños, doblando ropas minúsculas, esperando el autobús del colegio, mientras hacemos otras cosas. Solo en nuestras cabezas: allí dentro no paramos de imaginar, no paramos de escribir.
Las madres escritoras necesitamos leer historias de madres desastradas, discordantes, de mujeres poco convencionales: las memorias de Edna O’Brien en Chica de campo (Errata Naturae, 2018), la figura inconveniente de la madre de Angelika Schrobsdorff (Tú no eres como otras madres, Errata Naturae, 2016) o las conversaciones como puñales entre Vivian Gornick y su madre en Apegos feroces (Sexto Piso, 2017). Necesitamos a Lucia Berlin, que se enamoraba y bebía y tropezaba con la misma piedra, incapaz de escapar de sí misma, que cuidaba de sus cuatro hijos mientras ellos intentaban sin éxito cuidarla a ella de la vida, y que escribía unos cuentos deslumbrantes (Manual para mujeres de la limpieza, Alfaguara, 2016). Necesitamos leer historias de Medeas, de madres enloquecidas que matan a su progenie (Katixa Agirre, Las madres no, Tránsito, 2019). Y de hijas que mueren y madres, como Joan Didion, que las recuerdan (Noches azules, Literatura Random House, 2012).
A las madres escritoras también nos gusta leer a las escritoras que nunca fueron madres (Simone de Beauvoir, Dorothy Parker). A Virginia Woolf se lo prohibieron su esposo, su médico y su hermana, debido a que el embarazo y la maternidad supondrían una alteración irreparable en su ya maltrecho estado mental. Nos gusta leer a las mujeres que razonaron la decisión de no ser madres, como Sheila Heti. En su novela Maternidad (Lumen, 2019), la narradora se plantea quedarse embarazada a sabiendas de que, de tener un hijo, su trabajo como escritora se verá afectado sin remedio: «Sé que cuanto más tiempo trabaje en este libro, menos probable será que tenga un hijo […]. Este libro es un profiláctico». También leeremos siempre a Annie Ernaux, a la universitaria que abortó de forma clandestina en El acontecimiento (Tusquets, 2001). O a las que abortaron espontáneamente e intentaron ser madres sometiéndose a tratamientos de fertilidad agotadores y sin resultado, como narra Emilie Pine en su libro Todo lo que no puedo decir (Penguin Random House, 2020).
La maternidad es un acantilado. Las madres escritoras lo sabemos, sabemos de su atractivo y de su peligro. «En la maternidad descubrís tus propios monstruos como nunca», asegura Pilar Quintana, autora de Los abismos (Alfaguara, 2021). Si nos asomamos demasiado, si nos ofrecemos en exceso a la sima de la maternidad, perderemos pie, nos dejaremos caer dulcemente, acabaremos convertidas en pasto para las olas. «Nadie habla lo suficiente de lo oscuro que puede ser el embarazo», escribe Jazmina Barrera en Linea nigra (Pepitas, 2019).
Para las madres escritoras la maternidad es siempre paradójica. “Es un acto de posesión al mismo tiempo que de entrega”, declara Gioconda Belli. Por eso escribimos sobre ella, sobre su belleza y su asombro, sobre lo que nos provoca: fascinación, extrañeza, desgarramiento
Intuimos, además, como apunta Margarita García Robayo en Primera persona (Tránsito, 2018), que «los hijos son como los tormentos: una vez que nacen, nunca más se van». Por eso hay madres escritoras que escapan de sus hijos: Doris Lessing (tres hijos y un Premio Nobel de Literatura en 2007) dejó a sus dos mayores en Sudáfrica y regresó a Londres con el más pequeño, consciente de que su carrera literaria se marchitaría de tenerlos a todos a su cuidado. Como ella, las madres escritoras tememos vernos forzadas a elegir, que nos pregunten qué escogeríamos, si nuestra escritura o nuestra prole. Porque son antagonistas pero a ambas las amamos. Porque por momentos las dos nos condenan y las dos nos salvan. Las dos apuntalan con firmezas dispares nuestras vidas.
Para las madres escritoras la maternidad es siempre paradójica. «Es un acto de posesión al mismo tiempo que de entrega», declara Gioconda Belli. Por eso escribimos sobre ella, sobre su belleza y su asombro, sobre lo que nos provoca: fascinación, extrañeza, desgarramiento. A propósito de este carácter contradictorio, Jane Lazarre, en su imprescindible El nudo materno (Las afueras, 2018), dice: «asumimos que las frases tendrían siempre dos partes: la segunda siempre contradecía aparentemente a la primera». También nosotras, como Lazarre, creamos hogares estables donde criar a nuestros hijos, madrigueras confortables, cálidas en invierno, frescas y aireadas en verano. Hemos leído mucho —las madres escritoras tenemos la manía de leer cualquier cosa, incluso libros sobre crianza de la sección de «Autoayuda», una sección que jamás habríamos pisado antes, jamás en nuestro sano juicio—, hemos leído sobre la estabilidad psicológica de los niños y el manejo paciente de las rabietas, el apaciguamiento de sus cóleras o de sus envidias. Anhelamos lo predecible, quizá porque nuestras vidas, tal y como las concebíamos antes del nacimiento de nuestros hijos, han estallado. Les cortamos las uñas de bebés para que no se arañen mientras duermen, pegamos estrellas brillantes en los techos de sus habitaciones con el fin de alejar el miedo a la oscuridad, les vestimos con pijamas suaves, les insuflamos lecciones de moral práctica. Los llevamos a parques infantiles que cumplen con la normativa de seguridad vigente. Es el ambiente protegido, ideal para criar a nuestros hijos. Pero cuando se encaraman al tobogán y nos saludan desde lo alto y los saludamos de vuelta cerrándonos con la mano enguantada el cuello del abrigo, entonces las madres escritoras deseamos con fiereza la intensidad, el arrebato, lo imprevisible, la irregularidad, el frenesí. Deseamos que el sufrimiento no sea quedo y en sordina, como esa terrible melancolía de la que nos habla Natalia Ginzburg en A propósito de las mujeres (Lumen, 2017), ese gran pozo oscuro en el que caemos las mujeres en ocasiones. Deseamos que ese hogar tibio y tranquilo se derrumbe. Huir de ese parque escabulléndonos por entre los setos en penumbra, dejar de esperar a la salida de sus clases de piano, tomar el primer avión con una maleta mínima y un pasaporte falso y que alguien nos espere a nosotras en un país lejano y ese alguien se ocupe felizmente de una.
Un día, aferradas a sus manos pequeñas, paseamos por los jardines de nuestra infancia, bajo los plátanos que nos proporcionaban la misma sombra treinta años atrás. Les enseñamos a atarse los cordones y a pelar castañas asadas, les leemos cuentos. Un día volvemos a escribir. Escribimos sobre nosotras, sobre la maternidad, sus diamantes y sus espinas. Escribimos sobre la mutación de nuestros cuerpos y sobre el recelo a transformarnos en nuestras madres.
No nos organizamos mejor, pero Ursula K. Le Guin tenía razón: escribimos.