POR JULIO PRIETO

Felisberto Hernández fue pianista antes que escritor –y luego, de algún modo, escritor pianista. Por un tiempo, en su juventud, se ganó la vida poniendo música a películas mudas. Es tentador imaginarlo sentado al piano, aderezando con temas de su heteróclito repertorio El gabinete del doctor Caligari, El acorazado Potemkin… Me gusta imaginarlo así, improvisando compases al hilo de las imágenes, porque esa escena cinematográfica sugiere algo básico de su escritura. Algo de ese libre discurrir, esa cualidad de espontánea ocurrencia (cultivada con tanto arte, sin embargo), esas ligeras arritmias y ese no encajar del todo que son experiencia común de tantas vidas y de muchos de sus relatos. 

Me lo figuro así, no solo por cómo ese anacrónico pianista reverbera en el escritor que llegó a ser –un escritor que buscó tonalidades acordes con sus recuerdos y percepciones más íntimas, y en cierto modo llegó a encontrar en la escritura otra música. También porque la disyunción de esa escena, lo exterior de la música traída al cine de manera más o menos azarosa, sugiere el específico destiempo, el descompás de una escritura que viene de otra parte. Es importante no olvidar que Felisberto es un escritor que viene de fuera de la literatura, y que nunca abandonó su vocación musical. Como otros escritores geniales –Macedonio, Kafka, Emily Dickinson– no fue un profesional de la literatura sino alguien en gran medida exterior a ella, que cultivó la composición de relatos como una pasión compartida con un reducido círculo de amigos. Cuando alguien viene de fuera –o de muy adentro– hay que escuchar con atención: el extranjero, el extemporáneo, suele traer consigo saludables dosis de aire fresco.

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Coleridge, en su Biographia literaria, distingue dos tipos de poesía –y quien dice poesía, dice literatura–: la poesía fantástica, que hace verosímil lo inconcebible, y la poesía realista, que nos hace ver lo fantástico de lo cotidiano, las pequeñas magias y misterios del mundo que nos rodea. Hay, pues, dos clases de poetas –pongamos por caso: Jorge Luis Borges y Felisberto Hernández. Borges es un poeta fantástico, Felisberto es un poeta realista. 

And yet, and yet… Felisberto fue a menudo víctima de un malentendido. Como lo que hacía era muy raro, de inmediato se le endosó la etiqueta de la «literatura fantástica», cuando su arte tiene poco que ver (salvo en la grandeza) con el de Borges, el más notorio adalid de esa categoría. Suele ocurrir cuando un escritor hace algo verdaderamente nuevo: los críticos, sin saber muy bien qué hacer con ello, se apresuran a meterlo en el cajón que tienen más a mano –y en este caso el más propicio era la mentada «literatura fantástica». Metida la rareza en el cajón, se acabó la rabia. 

Borges es un poeta fantástico tan poderoso que consigue hacer creíble lo más inconcebible: el infinito (su tema predilecto) o el más complejo laberinto hipertextual (baste recordar el doble desenlace de «El Aleph»). A Felisberto le interesan poco esos artificios que brillan con tanta verdad en Borges. Él tiene otro modo de hacer posible lo imposible. Su tema es lo desacompasado y desafinado de la vida cotidiana, «lo maravilloso y oscuro» del mundo de todos los días, como inmejorablemente lo expresa la escritora uruguaya Paulina Medeiros, que lo conoció bien: «Las más sutiles relaciones de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo estaba en ti». 

Me gusta imaginarlo así, improvisando compases al hilo de las imágenes, porque esa escena cinematográfica sugiere algo básico de su escritura. Algo de ese libre discurrir, esa cualidad de espontánea ocurrencia (cultivada con tanto arte, sin embargo), esas ligeras arritmias y ese no encajar del todo que son experiencia común de tantas vidas y de muchos de sus relatos

En las narraciones de Felisberto buscaremos en balde algo que pueda describirse como imposible o inconcebible. Lo que más se le acercaría sería la luz que proyecta el protagonista de «El acomodador», fácilmente atribuible a la imaginación del personaje, que es también el narrador de la historia y no en vano se refiere a su «lujuria de ver» –un rasgo distintivo de la mirada hernandiana. En las historias de Felisberto encontramos, sí, y en abundancia, la inquietante extrañeza de lo cotidiano. En ellas proliferan las rarezas y las excentricidades, pero éstas no suelen exceder el ámbito de lo posible y remiten a un mundo y a una sociedad perfectamente identificables –«Lucrecia» y «La mujer parecida a mí» serían las excepciones que confirman la regla. Ciertamente esas historias tienen poco que ver con la tradición de la novela realista, tan poco como con la literatura fantástica a la manera de Borges o incluso a la de Cortázar, en quien tanto influyeron, por lo que no es de extrañar que sea precisamente este último quien rechace la etiqueta de la literatura fantástica: «Nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio», afirma en «Carta en mano propia», un entrañable homenaje que es también uno de los textos imprescindibles sobre el escritor uruguayo. 

Felisberto bien podría decir como Eisenstein (otro cineasta intempestivo): «huyo del realismo para ir hacia la realidad». Es que Felisberto va muy lejos en la penetración de una realidad concreta (la que le tocó vivir) pero lo hace desde una perspectiva excéntrica: desde la sensibilidad y la experiencia de un escritor-pianista, es decir, desde la perspectiva de un artista fuera de lugar en un sociedad chata y provinciana –un artista varado, por así decir, en la periferia del capitalismo en las primeras décadas del siglo XX. Esa perspectiva tiene poco de típica, pero en su otredad se proyecta hacia otras inadaptaciones –hacia otros «otros». De ahí la melancólica y maravillosa cohorte de marginales, maniáticos e incomprendidos que deambulan por sus relatos. Una mujer solitaria que tiene una relación sentimental con su balcón, una viuda quijotesca que inunda su casa para cultivar recuerdos en el agua, un fetichista que gusta de palpar rostros en la oscuridad, un coleccionista y escenógrafo de muñecas de tamaño natural, un acomodador de cine que incorpora a su mirada la luz de su linterna (un poco como el obrero chaplinesco de Tiempos modernos incorpora el tic del trabajo repetitivo al salir de la fábrica), un pianista que fracasa como músico pero triunfa como vendedor de medias de mujer gracias a su talento para llorar a voluntad –inolvidable aquel eslogan (un eslogan para la vida moderna): «¿Quién no acaricia hoy una media Ilusión?». 

Es decir, Felisberto excava en una realidad muy concreta, pero lo hace desde la perspectiva del otro. Y esa perspectiva implica un enriquecimiento: el que conlleva el 

«deseo de compartir algo común» con otro(s), como dice el narrador de «La casa inundada» sobre su estrafalaria protagonista –el de hacer creíble y querible lo incomprensible del otro, el de atender a su descuidado encanto. Un increíble enriquecimiento de la realidad, como dice Cortázar, que pasa por desuturar las nociones de normalidad, por darle la vuelta al guante de lo creíble y llevarnos al otro lado de lo cotidiano, que no es lo mágico o lo fantástico sino lo increíblemente extraño de todos los días. Toda su filosofía, en la que se condensan una ética y una poética de la narración, se reduce a esto: no es preciso apelar a lo sobrenatural para darse de bruces con el misterio, basta con dirigir la mirada hacia lo que nos rodea para adentrarnos en la ilimitada llanura de lo que no se sabe. Felisberto es un poeta de la llanura del misterio, un baqueano de lo conocido que no se sabe, de lo otro y de los otros que andan muy cerca. Si fuera un poeta fantástico, lo sería tal vez en el sentido de Sartre, que afirmó: «nada más fantástico que el ser humano».

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Qué ironía: Felisberto, que tanto buscó comprender lo incomprendido, hubo de enfrentarse a no pocas incomprensiones. Suele ocurrir con los creadores adelantados a su tiempo. Una de esas incomprensiones es la cantinela de que Felisberto era un escritor naïf. Pronto le cayó encima ese sambenito y aún no consigue librarse de él del todo. El origen del malentendido se remonta a una temprana reseña de su libro de cuentos Nadie encendía las lámparas, en la que el reputado crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal pone en la balanza el binomio Borges-Felisberto y con pasmosa dureza de corazón y oído dicta sentencia en contra de su compatriota: «Toda su inmadurez, su absurda precocidad, se manifiesta en esa inagotable cháchara, cruzada (a ratos) por alguna expresión feliz, pero imprecisa siempre, fláccida siempre, abrumada de vulgaridades, pleonasmos, incorrecciones» (revista Clinamen, nº 5, 1948). Se instala aquí una idea que traería larga cola: Felisberto el inmaduro, el escritor-niño frente al adulto Borges, el viejo escritor que acarrea una sabiduría de siglos. De poco sirvió que el reputado crítico se retractara muchos años después de tan calamitoso juicio: the deed was done. 

En las narraciones de Felisberto buscaremos en balde algo que pueda describirse como imposible o inconcebible. Lo que más se le acercaría sería la luz que proyecta el protagonista de “El acomodador”, fácilmente atribuible a la imaginación del personaje, que es también el narrador de la historia y no en vano
se refiere a su “lujuria de ver”

Las comparaciones son odiosas, dicen. Algunas desde luego más que otras. De hecho la comparación Borges-Felisberto es muy instructiva para cualquiera que se interese en eso tan elusivo que es el estilo. Cuando Monegal afirma que en los cuentos de Felisberto hay «vulgaridades, pleonasmos, incorrecciones» no sostiene, en rigor, nada falso; Felisberto sin duda escribe con cierto desaliño, es sólo que ese desaliño tiene un sentido muy distinto al que le atribuyera aquella infeliz reseña. Sería la diferencia entre un defecto inconsciente, una falla sobrevenida por incuria del escritor (insértese aquí la cantinela del escritor naïf), y una decisión artística, un efecto buscado deliberadamente. Ese efecto de desaliño desde luego se acentúa en la comparación con Borges, artífice de uno de los más depurados estilos que se hayan escrito en castellano, y cabe preguntarse hasta qué punto Felisberto lo quiso así justamente para diferenciarse, desde su orilla oriental, del impecable estilo del porteño. El torpe aliño indumentario de Felisberto, para decirlo machadianamente, contrasta con el intachable atuendo borgiano, y no sólo en lo que concierne a la corrección gramatical y al decoro estilístico: también en el gusto del porteño por lucir en la solapa sus numerosas lecturas. En comparación con la discreta y algo raída casaca hernandiana, el traje de Borges sugiere la pechera de un general repleta de medallas tintineantes de hazañas fraguadas en incontables batallas de lectura… Hay escritores que tienen el gusto o la manía de la cita, como también los hay que no le profesan particular devoción y más bien tienden a borrar las huellas de lo que leyeron. Felisberto es de éstos últimos, y eso de algún modo contribuyó a inflar el monigote del escritor naïf. Como, a diferencia de Borges, rehuía la cita, se supuso que no tenía lecturas, obviando el hecho elemental de que no hacer ostentación de algo no equivale a no poseerlo. Hoy sabemos que leyó con amplitud –y lo que es más importante, con extrema atención–, si bien sus preferencias se decantaban tal vez más por la filosofía y la psicología que por la literatura.

Puede debatirse si ese desaliño lo motivó un deseo de diferenciarse de Borges. De lo que no cabe duda es de que Felisberto lo quiso así, pues abundan en su obra certeras reflexiones sobre la espontaneidad, el gesto y la forma de la escritura (el lector curioso puede revisar textos como «Filosofía de gánster» o «Diario del sinvergüenza»). La teatralidad de la escritura –la atención a lo performativo del gesto, a la pose del artista– es un motivo recurrente en sus narraciones, enriquecido por su doble visión de escritor e intérprete musical. Numerosos relatos vuelven sobre esta escena: un pianista se dispone a dar un concierto, un escritor lee en público uno de sus cuentos. En Felisberto hay una aguda conciencia del estilo, una extrema autoconciencia de todo lo que implica el acto de escribir, incluyendo sus modos de presentación –todo lo contrario, diríamos, de un escritor inconsciente o naïf. A menudo leyendo sus cuentos –esos cuentos cuya anécdota suele reducirse a nada o casi nada– tenemos la impresión de que el relato, en su extremo detenimiento, en las lentísimas velocidades que alcanza, se narra a sí mismo, como si hablara sobre el propio discurrir, sobre la propia forma de la escritura en proceso de formación. Es por cierto uno de los hallazgos de este escritor, y una especie de milagro que nunca acabaremos de entender bien, el que una narración pueda funcionar a tan ínfimas velocidades y con tal grado de autoconciencia.

No, en Felisberto no hay falta de trabajo estilístico, lo que hay es un sentido más avanzado del estilo. El aire de descuido de sus cuentos es una sutil forma de la elegancia, una suerte de dandismo a la inversa. Lo que hallamos por doquier en su escritura no es negligencia o incuria, sino un efecto de desaliño, un gesto de calculada espontaneidad. Por lo demás, las «vulgaridades» que cultiva –el lenguaje llano y el registro coloquial, el tono informal que da cabida a las pequeñas incoherencias e incorrecciones de cualquier conversación– son un instrumento ajustado al efecto de realidad que quiere conseguir. Su estilo bajo y por momentos desprolijo es el atuendo adecuado para un explorador de llanuras, un poeta de los pequeños misterios y desconciertos de la vida cotidiana. Las narraciones de Felisberto no deberían tener que avergonzarse de su aire de descuido: sin él perderían no poco de su indefinible encanto. Leyéndolas tenemos la sensación de que ese aire es lo más natural del mundo. Y qué demonios, les sienta de maravilla.