POR ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ
«Enamorado de la realidad por ella misma, porque es verdad, y sobre todo de la verdad de los fenómenos sociales, traslada a sus cuadros literarios la vida entera, como la contempla, sin escoger, con mucha fuerza, con mucha exactitud».

Leopoldo Alas «Clarín», «Miau», La Justicia, 9-7-1888

 

 

«Nuestro arte de la naturalidad, con su feliz concierto entre lo serio y lo cómico, responde mejor que el francés a la verdad humana».

Benito Pérez Galdós, «Prólogo» a La Regenta, 1901

 

I

En 1865 los hermanos Goncourt publican Germinie Lacerteux, una obra cuya reseña crítica servirá al joven Zola, quien anda fraguando sus aprendizajes, para empezar a bosquejar la primera fase de la elaboración del naturalismo. Por esos días Galdós empieza a publicar artículos periodísticos en La Nación: buscaba hacerse un nombre y perfilar un estilo, dando cuenta de la vida musical y de la de los teatros madrileños; y, no obstante, lo verdaderamente importante es que está dando los primeros pasos de su camino para conocer la ciencia de Madrid. En el prólogo a «esta hija del siglo», según Zola, los hermanos Goncourt proclamaban:

El público gusta de las novelas falsas: esta novela es una novela verdadera. Gusta de los libros que aparentan ir hacia el mundo: este libro viene de la calle. […]

Hoy, que la novela se multiplica, crece, principia a ser la gran forma seria, apasionada y viviente del estudio literario y de la información social, y, merced al análisis y a la investigación psicológica, se convierte en la historia moral contemporánea; hoy, que la novela se ha impuesto los estudios y los deberes de la ciencia, puede reivindicar también sus libertades y sus franquicias. busque ella el arte y la verdad.[1]

La verdad, una de las palabras clave de la ética estética del gran realismo europeo del siglo xix: verdad social, verdad humana, verdad psicológica, verdad fisiológica, sin soslayar la verdad histórica, política y económica. El libro inicial de Zola sobre teoría y estética de la novela, Mes haines (1866) lo advierte de continuo, apelando al magisterio de Balzac, Taine y los Goncourt.

Bien, mientras Zola andaba en la forja de un método y una estética que serían la base del naturalismo, Benito Pérez Galdós, tres años más joven, derramaba en la prensa periódica madrileña una serie de presupuestos que habrían de culminar en las Observaciones sobre la novela contemporánea en España (Revista de España, 13-VII-1870), verdadero manifiesto del realismo decimonónico en España. Son la fase constituyente de su realismo narrativo, que tiene como pilares las doctrinas de Taine, los clásicos españoles, Dickens y, sobre todo, Balzac, pero que sólo se materializará en creación consciente a partir de La desheredada, y para ello debe entrar en juego Zola, tanto el teórico naturalista como alguna de sus fascinantes novelas, L’Assommoir (1877), especialmente. Dicho de otro modo: a la luz de Taine y de Balzac, Galdós había configurado un programa, que pondrá en práctica —genial y originalmente— desde el estímulo del naturalismo, desde el acicate de la obra de Zola y en la inteligente compañía crítica de Leopoldo Alas. Serán los tiempos de la querella literaria alrededor del naturalismo o del nuevo arte de hacer novelas.

El artista realista es un pintor de la vida moderna. Así lo entiende Baudelaire en El pintor de la vida moderna (xi-xii, 1863), donde, en el capitulillo «El croquis de costumbres», tras aludir a Balzac, señala el genio de naturaleza mixta que debe tener el pintor de costumbres, añadiendo:

Observador, flâneur, filósofo, llámese como se quiera; pero, sin duda, os veréis inducidos para caracterizar a este artista, a gratificarle con un epíteto que no podríais aplicar al pintor de cosas eternas, o al menos más duraderas, cosas heroicas o religiosas. Algunas veces es poeta; más a menudo se aproxima al novelista o al moralista; es el pintor de la circunstancia y de todo lo que en ella hay de eterno.[2]

 

El artista que pinta las costumbres contemporáneas y que hace añicos las clasificaciones retóricas tradicionales («los patrones» que las novelas de Galdós desde La desheredada transgreden, como señala repetidamente Clarín) se interesa por el universo inédito y vulgar que le rodea, tal y como postula Baudelaire, quien propone, como hace el joven Galdós, una estética de la originalidad, de la modernidad. Desde las páginas de la Revista del Movimiento Intelectual de Europa y de La Nación, Galdós expone la fascinación que sobre él ejerce la ciudad, su vida pública y moral, la vida doméstica, la arquitectura humana, el trasiego vital:

El conjunto de los habitantes de Madrid es sin duda revuelto, sordamente sonoro, oscilante y vertiginoso. Pero coged la primera de esas sabandijas que encontréis a mano, examinadla con el auxilio de un buen microscopio: ¿veis qué figura?… ¿no os parece que tiene los rasgos suficientes en su fisonomía para ser tan individual como vos y yo? Y si pudierais con ayuda de otro microscopio examinar su interior, su fisonomía moral, su carácter, ¡cuántas cosas extraordinarias se presentarían a vuestros ojos! Y si de algún modo os fuera fácil enteraros del pasado, de la historia, de los innumerables detalles monográficos de cada uno: ¡qué de maravillas se presentarían a vuestra observación! Veríais hombres de treinta, de cuarenta y de cincuenta años devorados por toda clase de pasiones; hombres de veinticinco que razonan con la glacial serenidad de un sexagenario, y viejos de setenta que declaman con la apasionada verbosidad de un mozalbete. Observaríais las variadísimas manifestaciones de la locura, de la pasión, del capricho; locos de genio, amantes por travesura, celosos de oficio, monomaniacos de ciencia, de galanteo, de negocios; misántropos por desengaño, por gala y por fastidio; hombres graves, hombres desheredados; hombres frívolos, hombres viperinos, felinos y caninos; individuos, en fin, unidades, caracteres, ejemplares.[3]

 

El texto galdosiano, como las reflexiones baudelerianas, es exigencia de modernidad. Proudhon, en Sobre el principio del arte y sobre su destinación social (1865), también reivindica un arte de la modernidad, necesario en un doble sentido: para el presente, por su función pedagógica; y para el futuro, por su papel informativo. De este modo, el realismo, arte de la modernidad, es también el arte, la novela —en el caso que nos ocupa— que escribe la historia contemporánea. Desde Balzac, la novela representa y analiza una historia en curso, porque la novela realista es un modo de conocer los mecanismos sociales y el funcionamiento del mundo contemporáneo. En el Avant-propos de La Comédie humaine (1942), Balzac define su obra narrativa como «la historia y la crítica de la sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus causas». Y no en balde los Goncourt escriben en su Diario del 24 de octubre de 1864 que «los historiadores son los narradores del pasado; los novelistas, los narradores del presente».[4]

Bastantes textos galdosianos de los años sesenta abonarían su compromiso con el arte realista hasta desembocar en las «Observaciones sobre la novela contemporánea» del verano del setenta, cuya argumentación importa varias líneas de fuerza: las novelas deben parecer cosas de la vida; para ello, es necesario una observación rigurosa del natural; el centro de esta observación debe ser la clase media; novelas de costumbres contemporáneas que desarrollen la lucha constante de principios y hechos, que constituye el maravilloso drama de la vida actual. A modo de síntesis, Galdós escribe sobre la obra de Ruiz Aguilera: «Los hechos son los más naturales de la vida, verificándose siempre con la más estricta lógica, cualidad que, unida al interés, constituye el secreto de la buena novela».[5]

Galdós había sentado las bases del realismo español, esforzándose por vincular la novela a la sociedad, por hacer de ella la expresión artística del fragor de la vida contemporánea, por convertir el nuevo género en el espejo que reflejase el dinamismo del vasto cuerpo social. Esta novela debe estar presidida por la coherencia y la verosimilitud del discurso narrativo: «Para formar un cuerpo multiforme y vario, pero completo, organizado y uno, como la misma sociedad».[6] Galdós bosquejaba así el propósito que los críticos del realismo consignarán después. Rafael Altamira, por ejemplo, sostenía que la vida y la realidad son mucho más interesantes que los oropeles de lo ficticio, siendo deber del artista encontrar una expresión que plasme la vida con toda su frescura, fuerza y energía, tal y como se desprende de sus artículos de La Ilustración Ibérica y de los trabajos iniciales de su primer libro de crítica, Mi primera campaña (1893).

El realismo en España emerge desde Galdós, y su nacimiento debe verse imbricado en la crisis de la conciencia liberal que marcha a la búsqueda de su identidad en los albores del 68.[7] El realismo galdosiano es hijo de los fervores liberales, es la epopeya, el debate y el retrato de una clase social y de sus ideales. Ahora bien, a medida que los acontecimientos históricos desmientan aquellos fervores, la euforia de Galdós decrecerá y, tras la etapa de las novelas tendenciosas, encontrará en el naturalismo la posibilidad de superar definitivamente el discurso narrativo esquemático que aquellas obras comportaban. Los propósitos doctrinales de 1870 se verificarán completamente a partir de La desheredada. Manteniendo las constantes que definen su concepto de la novela, Galdós acentuará la ironía y el humor, para alcanzar en Fortunata y Jacinta una genial síntesis que atiende por igual al proceso histórico, al mundo moral social y a la conciencia de los personajes, edificando un naturalismo psicológico que sólo tiene parangón con La Regenta. De este modo, Fortunata y Jacinta se convierte en la obra frontera entre el naturalismo de peculiares señas galdosianas, y el renacimiento de la novela espiritualista, que aparece, en medio de una buena dosis de desorientación y de incertidumbre, como el proyecto más plausible en su discurso de ingreso en la Academia. Ahí, en La sociedad presente como materia novelable, discurría sobre la disolución de las energías de cohesión social y sobre la confusión evolutiva que advertía en la sociedad, y que, lógicamente, desde su ideario, se traducía de inmediato en el arte novelesco. Así, si bien es cierto que faltan los caracteres genéricos (aquellos tipos nacionales que tanto le fascinaran en Dickens), quedan «más descarnados los modelos humanos, y en ellos el novelista ha de estudiar la vida»,[8] objeto último de todo su quehacer.

Desde Fortunata y Jacinta, el empeño de presentar con la máxima diafanidad la vida se inclina tanto o más por la vertiente humana que por la social, equilibrio que el propio Galdós decantaría en sus novelas de la década de los noventa hacia la expresión de la vida humana, porque «si en las épocas de potentes principios de unidad resplandece [el arte] con vivísimo destello de sentido social, en los días azarosos de transición y evolución, puede y debe ser profundamente humano».[9] Fortunata y Jacinta era el punto de partida de esa decantación contemporánea, y, no por casualidad, de las fisuras que aparecen en la fábrica francesa de novelas naturalistas y de las conferencias sobre la novela rusa dictadas por Emilia Pardo Bazán en el Ateneo madrileño en la primavera de 1887. Estas conferencias motivaron una reseña de Galdós en La Prensa de Buenos Aires (25-IV-1887), de la que vale la pena recordar estas premonitorias palabras: «De poco acá, se han puesto de moda en París los novelistas rusos, y Tolstoi y Dostoievski, tan originales ambos, cautivan al público francés quizá más que los indígenas y célebres maestros Zola y Daudet».[10]

 

II

Clarín, por su parte, andaba desde Solos (1881) fraguando un modelo de producción y de recepción de las novelas que, partiendo de Zola, tuviese un perfil propio asentado en dos requisitos necesarios aprendidos en el maestro francés: «Finalidad: la verdad de lo real tal como es. Medios: la observación de los datos, minuciosa, atenta, sistemáticamente estudiados; y después, en la composición, la experimentación, que es la que da la enseñanza, el resultado, que es la obra del arte después de la gestación y de todos los trabajos preparatorios».[11]