POR EDUARDO LOLO
«Donde dije digo, digo Diego». Muy lógica resulta la rectificación que retrata el viejo y conocido aforismo, en particular si a Diego le fascina escuchar su nombre y tiene una espada o una ametralladora en la mano. Pero, con un poco de astucia y suficiente sangre fría para dominar el miedo aunque se esté temblando, es posible lograr que se interprete lo contrario: que donde dije Diego dije digo. Eso y no otra cosa es lo que, de acuerdo con mi interpretación, urdió exitosamente Heberto Padilla (1932-2000) en su famosa autocrítica pública luego de unas breves «vacaciones» como forzado «huésped» de los esbirros ilustrados del Departamento de Seguridad del Estado de la Cuba de su antiguo amigo Fidel Castro (1926-2016), enfrentados en un duelo a  muerte histórica.

 

DE LA HOGUERA AL MICRÓFONO

La autocrítica como proceso «depurador» de ideas «culpables» no es, por supuesto, algo nuevo. De la (nada) Santa (y sí mucha) Inquisición a las ideologías extremas se ha desarrollado de una manera, al parecer, infalible, casi siempre como parte de purgas donde una facción o personaje procura alzarse con el poder, eliminando toda disidencia u oposición. Ya presente en las ideas de Marx, fue Lenin quien la perfeccionó y Stalin quien la llevó a sus niveles extremos. Luego, regímenes totalitarios tan distantes de Moscú como China y Cuba copiarían el modelo adaptándolo a sus condiciones domésticas. Incluso los partidos políticos comunistas de casi todo el mundo, aun sin llegar al poder, la utilizan en sus reajustes intestinos.

El método de la autocrítica forzada, siempre impuesta a disidentes potencialmente peligrosos para el poder, es bien simple: la claudicación pública por parte del sujeto promotor o seguidor activo de las ideas que se deben asfixiar. Si este cuenta, además, con simpatizantes en su medio y su comportamiento ha dado lugar a polémicas no autorizadas, su actitud adquiere proporciones impermisibles para cualquier dictadura. Si una «advertencia» inicial no logra regresarlo al redil y recibe la solidaridad y el apoyo de otros, Diego no puede dudar en usar la espada o la ametralladora por un simple instinto de conservación política. La autocrítica se convierte, entonces, en el único garante de la supervivencia del osado discrepante.[1]

En la Cuba castrista, dado su reflejo del totalitarismo soviético, la autocrítica ha sido utilizada públicamente en «depuraciones» políticas de claro estilo estalinista. Consiste en un contrato verbal casi siempre entre el propio Fidel Castro, mientras vivía, y el «apóstata», mediante el cual el primero se compromete a respetar la vida y/o libertad del segundo a cambio de que este se declare públicamente en contra de sí mismo, reconociendo como verdaderos todos los cargos previamente preparados en su contra. Y todo ello matizado con el mayor número de alabanzas posibles a quienes le brindan la «oportunidad» de «reconocer sus errores», etcétera, etcétera. La segunda parte del contrato no siempre se cumple (el más reciente ejemplo de tales incumplimientos podría ser el de Arnaldo Ochoa y otros añadidos a su causa judicial), pero, en sentido general, el instinto de conservación y de responsabilidad por las vidas y/o libertades de otros incluidos en el contrato (familiares, colegas, amigos, etcétera) hacen que las víctimas decidan optar por la única posibilidad que, exceptuando la autoinmolación, brindan para ellos en ese momento las mazmorras (tanto físicas como históricas) en que desviven. Aunque no siempre tales farsas producen el resultado previsto.

 

PADILLA Y CASTRO: DE LA CAMARADERÍA A LA CONFRONTACIÓN

Aunque ya escribí extensamente sobre Padilla en mi amplio estudio del polémico poemario Fuera de juego (Lolo, 2020, pp. 55-101), del cual se deriva este trabajo, me sigue llamando la atención el brusco cambio en las relaciones entre dos revolucionarios de raíces comunes que compartieran sueños sublimes, y que para uno de ellos se convertirían en pesadillas reales en manos del otro. Ambos nacieron en villorrios ubicados en los extremos opuestos del país y tomaron como por asalto histórico una Habana que, por aquel entonces, era el centro principal del devenir político y cultural de toda la nación. Uno lo haría con balas; el otro, con versos.

De jóvenes, Fidel Castro y Heberto Padilla formaron parte del círculo íntimo de Eduardo Chibás (1907-1951), político de tendencia izquierdista que fundó el Partido del Pueblo Cubano o Partido Ortodoxo en 1947 y terminó suicidándose en medio de un programa radial en vivo. A la sombra de Chibás, Fidel se postularía para la Cámara de Representantes, aunque no tendría el apoyo de los votantes para ocupar el escaño. Ese fracaso, sumado al que sufriera en su ambición de dirigir la Federación Estudiantil Universitaria, lo haría renegar de la eficacia de la democracia y optar por la vía violenta, con la cual tan buen resultado a la postre obtuviera.

Heberto, luego del inútil sacrificio supremo de Chibás, como que se desencantó de la política o fue mucho más atraído por las letras y los idiomas. El fracaso de la democracia cubana ante el coup d’Etat de 1952 protagonizado por Fulgencio Batista (1901-1973) lanzó al joven poeta a las playas del exilio, donde ampliaría su bagaje cultural y de donde no regresaría sino una vez hecho el cambio de dictadura. Pero entonces él –como la inmensa mayoría del pueblo cubano– no pensaba así y, por tal razón, se incorporó de inmediato al nuevo régimen.

Para contrarrestar la influencia de la todavía remanente prensa libre en el país, el entonces llamado Gobierno revolucionario fundó el periódico Revolución a manera de vocero del nuevo régimen. Padilla fue uno de sus redactores y, bajo la égida de Guillermo Cabrera Infante y Virgilio Piñera, uno de los creadores de Lunes de Revolución, el suplemento literario semanal del nuevo diario.

Dicho suplemento fue muy pronto objeto de una de las primeras purgas, que luego se tornarían crónicas, del castrismo. No obstante, a pesar de que Padilla había sido miembro de la facción perdedora, para sorpresa de muchos, no por ello cayó en desgracia. Su poliglotismo y sus amistades políticas –la más importante de las cuales no es difícil de conjeturar– le propiciaron más de un puesto de importancia en el extranjero, y todo ello como funcionario de un Gobierno que recién había suspendido la libertad de movimiento de sus ciudadanos.

La visión de primera mano de la vida en el llamado «campo socialista» que le permitieron sus asignaciones sería un hito en el desarrollo histórico del hasta entonces casi desconocido poeta, quien se percató espantado del rumbo que, bajo el liderazgo de su camarada de juventud, tomaba la Revolución que en sus inicios había aplaudido. Por ello, ya en la segunda mitad de los años sesenta, comenzó a expresar su inconformidad con la realidad imperante, aunque siempre bajo la óptica revolucionaria de su militancia izquierdista. Al parecer, no se percató de que, en el desarrollo de la Revolución hacia la dictadura, la nueva clase tiene que reprimir a toda costa el espíritu que la llevara al poder, sofocando las voces empecinadas en mantener vivos los postulados revolucionarios traicionados por la tiranía en que usualmente degenera toda revolución triunfante.

 

FUERA DEL JUEGO

Coincidiendo con su frustración histórica (o propiciada por la misma, quién sabe), la obra de Padilla alcanza un alto nivel de calidad que la separa de poemas suyos anteriores rayanos en el panfleto. Deja de ser un poeta de segunda clase para situarse en la primera fila de la poesía cubana de la época. Sus nuevos poemas revolucionarios –que terminarían siendo considerados oficialmente contrarrevolucionarios– comenzaron a desgranarse, como al descuido, en publicaciones culturales de Cuba y del extranjero, todavía bajo la protectora sombrilla de la izquierda. Al mismo tiempo, servía de anfitrión a cuanto intelectual revolucionario (los turistas de la demagogia) pisara La Habana, y hasta salió en defensa de Guillermo Cabrera Infante, ya considerado un «tránsfuga» de la Revolución, cuando su novela Tres tristes tigres obtuvo en España un importante premio literario en detrimento de Pasión de Urbino de Lisandro Otero, una figura emergente en el favoritismo oficial. El tiempo demostró que el jurado tomó la decisión acertada: Tres tristes tigres ha quedado como una de las mejores novelas en idioma español del siglo xx, al tiempo que Pasión de Urbino ni siquiera alcanza esa categoría dentro de la literatura cubana en particular. Pero Padilla aprovechó la oportunidad para proferir las más acerbas críticas contra la oficialista Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y el estilo marcadamente estalinista que estaba tomando la política gubernamental cubana.

La respuesta estatal no se hizo esperar: a Padilla se le prohibió salir del país y fue cesado de su puesto. Pero su autotiro de gracia (¿o de desgracia?) sería haber agrupado sus poemas revolucionarios –devenidos, oficialmente, en contrarrevolucionarios– en un libro de título tan ambiguo como enigmático, Fuera del Juego, al que, para sorpresa gubernamental, se le otorgó el más importante premio literario nacional en 1968. La obra de teatro Los siete contra Tebas de Antón Arrufat –también considerada contrarrevolucionaria por los comisarios «ilustrados» del régimen– recibió igual galardón.

El hecho de que los jurados de poesía y la mayoría de sus homólogos de teatro mantuvieran sus fallos, a pesar de las presiones intimidatorias y las amenazas de que fueron objeto, se consideró una conspiración contrarrevolucionaria del estamento intelectual cubano. Sus valientes actitudes eran toda una burla a la orden castrista de que el arte cubano tenía que cumplir con el requerimiento de «con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada», tal y como había advertido personalmente Fidel Castro a los intelectuales cubanos en una famosa reunión en la Biblioteca Nacional en 1961.