POR MIGUEL MARÍAS
Javier Marías y sus hermanos. Fotografía cedida por la familia.

Vaya por delante, como necesaria justificación previa de una osadía meramente fraternal, que no sólo no me tengo -aunque como tal me suelan catalogar- por un crítico cinematográfico, si acaso como un mero aficionado al cine que piensa y escribe sobre lo que le gusta o interesa, sino que nunca nadie me ha confundido, y menos aún yo mismo, con un crítico literario, práctica que no he intentado nunca; simplemente, soy desde chico un lector empedernido, atento y constante. Sentado esto, no se espere de mí un análisis del estilo o la evolución de mi hermano Javier como escritor, simplemente puedo intentar unas pinceladas acerca de la muy decisiva influencia del cine en su escritura, tal como yo la veo, habiendo leído cuanto ha escrito y visto, creo, cuanto cine ha visto (salvo las series televisivas que a él a veces le agradaban y que yo, por lo general, detesto).

No es una revelación ni una novedad señalar que, por lo general, la aparición del cine ha tenido influencia en numerosos novelistas, desde los primeros años del siglo XX y en casi cualquier país. Aunque también es cierto que, para muchos de estos escritores –no necesariamente novelistas, también poetas (como Vachel Lindsay, un auténtico visionario cinematográfico ya en 1915 y 1922) o ensayistas (como Walter Benjamin)– fue más bien una novedad o una curiosidad que a menudo no entendieron bien y, con para mí decepcionante frecuencia, no les gustó demasiado (Franz Kafka, Joseph Roth). Si nos atenemos a los novelistas españoles que empezaron a escribir en los años 60 y 70, se trata de una influencia, reconocida o no, muy perceptible y generalizada, aunque a menudo un tanto superficial y en ocasiones, más bien mitómana. De ellos, algunos se revelaron como cinéfilos e incluso han escrito sobre cine, cuando no han participado como guionistas en películas totalmente ajenas a sus preocupaciones o en las adaptaciones de sus propias novelas.

En el caso de Javier Marías, puedo dar fe de su entusiasmo por el cine desde muy pequeño, gusto compartido por casi toda la familia, y en particular por ciertas películas muy especiales y, en general, no cercanas a lo que hoy podríamos considerar como «su mundo literario». Pero también sé muy bien que no confundía cine y literatura, y que no compartía una extendida creencia que interpretaba el que sus novelas fueran, durante la lectura, bastante visualizables para el lector, a poco que tuviese imaginación visual, como una prueba de que eran «muy cinematográficas» y, por tanto, fácilmente adaptables al cine. Yo pienso justamente lo contrario, pues son libros hechos de palabras y pensamientos, con pocas escenas «dramatizadas» (es decir, «teatrales»), con más reflexiones mentales que diálogos, y por ello de muy difícil concreción como guiones de cine, y muy poco adaptables con fidelidad. Engaña el que a menudo las novelas de Javier cuentan y describen una escena como si la estuviese contemplando en la pantalla, ya realizada. Lo malo es que ni existe aún esa película ni hay pantalla en la que verla más que la imaginación del autor que la escribe. Esta confusión ha dado pie, junto a su proclamada afición al cine, del que se ha ocupado en bastantes ocasiones en sus artículos periodísticos o que ha citado, lo mismo que numerosos libros, en sus novelas, a que se haya exagerado mucho la influencia del cine en su literatura, que yo circunscribiría a ciertas formas narrativas y a la administración del tiempo de la ficción, pese a tratarse de medios muy diferentes.

Javier no solía rememorar o copiar u «homenajear» escenas o imágenes de sus películas preferidas. Por mucho que fuese John Ford uno de sus cineastas favoritos, no retorcía la trama ni la relativa verosimilitud de una novela para rememorar alguno de sus westerns ni sus películas irlandesas; aparte de sus frecuentes disquisiciones acerca de la figura del fantasma, no solía mencionar The Ghost and Mrs. Muir (1947) de Joseph L. Mankiewicz, ni The Life and Death of Colonel Blimp (1943) de Michael Powell & Emeric Pressburger, que eran dos de sus películas favoritas, cuando no venía a cuento. Tampoco se encontrará ningún episodio procedente o evocador de Singin’ in the Rain (Cantando bajo la lluvia, 1951/2) ni de A High Wind in Jamaica (Viento en las velas, 1965) de Alexander Mackendrick ni de The River (El río, 1951) de Jean Renoir.

La influencia del cine es especialmente sensible en su primera obra publicada, Los dominios del lobo, basada, más allá de todo elemento autobiográfico o de la realidad social vivida, e incluso de cualquier lectura, en los Estados Unidos imaginados y coloreados muy fotogénicamente por el cine –en particular, el de los años 40 y 50– realizado en ese país y que se ha solido calificar de «hollywoodense» pese a incluir películas filmadas en otros puntos del país y por productoras independientes o de escasos medios, y al hecho de que buena parte de los directores del cine americano procedieran de otros países. Era, sin duda, además del gusto personal, una vía rápida para eludir la pesada descripción minuciosa de una realidad circundante muy poco estimulante y fácilmente depresiva, en la que se ahogaba con masoquismo una -en el fondo, muy poco realista- vocación de hacer «realismo social». Algo tenía, además, de desafío manifiesto: dejaba claro que no le interesaba lo que había sido tendencia dominante y casi obligatoria durante al menos un par de decenios, y todavía entonces algunos –críticos o incluso colegas- se creían con derecho a exigir de los demás escritores.

Si uno se pone a leer Los dominios del lobo (1971), se encontrará de pronto en la página 50 o 60, y sumergido en una trama veloz como la corriente de un río que se aproxima a una cascada, sin saber todavía apenas más que el nombre (y quizá su breve destino) de la multitud de personajes que han desfilado ya por esas páginas repletas de peripecias, giros y catástrofes, con un ritmo que no es ni siquiera el de las más trepidantes películas de aventuras y acción, sino más bien el impuesto por la práctica, entonces aún recordada aunque ya en vías de extinción, de un verdadero arte inconsciente, consistente en saber contar, rápidamente, resumiéndolos hasta sólo conservar lo esencial y lo más sorprendente, los argumentos de las películas que alguno había visto y la mayoría de su amigos no, o aún no, y que conjugaban sabiamente la voluntad de despertar curiosidad y apetencia por ver la película narrada, la impaciencia por saber lo que ocurría a continuación y la de evitar destripar en exceso la intriga, aunque siempre fuera preciso desvelar, siquiera parcial o ambiguamente, incluso falseando algún detalle, algo del misterio, en ocasiones hasta alguna de sus claves, a veces astutamente camufladas o disimuladas por la gracia y la habilidad mayor o menor del narrador.

Aclaro que este arte olvidado y perdido para siempre era práctica habitual, sobre todo, entre niños de unas generaciones anteriores no sólo a los DVDs y los vídeos, sino incluso a la televisión permanente, que, en consecuencia, sólo veían películas en las salas de cine, y que a menudo, en una tarde de sábado o domingo, contemplaban dos veces seguidas un programa doble azaroso, no elegido en su totalidad, compuesto por dos películas que podían no tener absolutamente nada en común, y que, además, podían haber empezado a contemplar cuando, según la hora de llegada, ya había pasado la exposición y presentación de personajes o había avanzado la trama hasta a la mitad de su metraje, dejando a elucidación posterior lo que de momento habíamos deducido hipotéticamente, a partir de los indicios detectados o fantasiosamente imaginados por cada espectador.

Es probablemente de origen cinematográfico (pero pudiera haber sido, unos años más tarde, también televisivo) la repetida tendencia de las novelas de Javier a empezar por un hecho (en general violento o trágico) sorprendente a tan temprana hora, o por alguna afirmación o declaración o confesión muy radical o paradójica

Es así, a mi parecer, como discurre una primera influencia del cine, en las novelas primeras de Javier, y sobre todo, claro está, en Los dominios del lobo. En la siguiente, Travesía del horizonte, pesan ya, mucho más que el cine, y desde otra perspectiva, las novelas y relatos de Joseph Conrad, Henry James, Robert Louis Stevenson, Arthur Conan Doyle y Charles Dickens, quizá Nathaniel Hawthorne (¿o su relectura abreviada por Borges?), además de Julio Verne, Emilio Salgari, Hergé y Alexandre Dumas (se ha exagerado mucho la anglofilia atribuída a mi hermano). Luego, a medida que su escritura se hace más compleja, son otras las influencias del cine más predominantes.

Para mi gusto personal, Los dominios del lobo, como Travesía del horizonte (1972) y El monarca del tiempo (1978), que son sus tres primeros libros publicados, se mantienen entre los más interesantes de mi hermano, sin duda menos «trascendentes» y menos «perfectos» que otros, pero muy amenos y divertidos como lecturas, llenos de giros inesperados (y sin duda, si se quiere, para otros arbitrarios o caprichosos), pero muy reveladores y muy característicos de los Franco, es decir, de la rama familiar de la que procedía nuestra madre, Dolores Franco Manera, y sospecho que quizá más de los Manera, muy dados a la inventiva no demasiado verosímil, a contar con gusto y fruición todo tipo de improbables peripecias personales o ajenas, a menudo improvisadas sobre la marcha, fundamentalmente adictos al relato oral y a las sucesivas variantes y deformaciones que producen tanto su repetición como el paso de una persona a otra, y con una tendencia marcada a la hipérbole, la exageración y la caricatura, elementos ni cinematográficos ni literarios que detecto y reconozco en los escritos de Javier, y que asoman de vez en cuando en los libros más «serios» ulteriores, a veces como intermedios cómicos o acotaciones humorísticas o grotescas (a veces al mismo tiempo ominosas: pienso en el espadón de Tupra en el servicio de caballeros).

Es probablemente de origen cinematográfico (pero pudiera haber sido, unos años más tarde, también televisivo) la repetida tendencia de las novelas de Javier a empezar por un hecho (en general violento o trágico) sorprendente a tan temprana hora, o por alguna afirmación o declaración o confesión muy radical o paradójica. Es algo muy antiguo, y que tiene por objeto captar la atención y la curiosidad del lector, lo mismo que la del espectador, cuanto antes. Son suficientemente conocidos varios comienzos de las novelas de Javier, sean dramáticos o intrigantes, casi siempre sorprendentes y que, por tanto, facilitan la tendencia de lectores y espectadores a deponer su incredulidad durante la narración que se inicia.

Un destacado maestro en lograr esa acrecentada confianza en el que narra y esa improbable credulidad de los que dan la bienvenida a un relato ha sido, desde muy pronto, ya en los años 20 del pasado siglo, el británico Alfred Hitchcock, otro de los creadores cinematográficos más admirados por Javier, y además uno de los más astutos, como demostró con creces, casi didácticamente, en el libro de entrevistas a que le sometió François Truffaut a comienzos y mediados de los años 60. Una de las mayores habilidades (y atrevimientos) de Hitchcock consistió en postponer o anticipar, según los casos, la información que suministraba, por un lado, a los personajes de sus narraciones y, por otro, a los espectadores, muy consciente de las diferentes reacciones que en estos últimos provoca la sincronía o disincronía entre sus respectivos conocimientos. Son juegos arriesgados, que pueden determinar el éxito o el fracaso de una película, o su incomprensión por parte de la crítica más academicista, pero que a Hitchcock le gustaba explorar con valentía.

Otra de las virtudes esenciales de Hitchcock, además del virtuoso manejo de su personal concepto del suspense, que consideraba muy superior y de más duradero efecto que la sorpresa, forma máxima de crear tensión y de agudizar la atención del espectador, fue siempre su consideración del tiempo como una dimensión elástica, que en unas ocasiones se aceleraba vertiginosamente hacia un clímax mientras en otras parecía detenerse y gotear dilatándose al máximo. Dentro de los límites y las diferencias entre ambos medios – podemos leer más o menos lentamente, hacer pausas y dejar pasar días antes de adentrarnos en otro capítulo, mientras que el cine, hasta hace poco no se podía parar o acelerar -, imponía al espectador el ritmo deseado por sus creadores o artífices. Naturalmente, Javier ha tenido siempre una tendencia lógica, iba a decir que espontánea o «natural», a usar estos recursos: dónde colocar un acto, un suceso, una revelación, por un lado, y cuándo y por qué razones acelerar el ritmo y el impacto o, por el contrario, frenarlo hasta casi eternizar un instante. Hay varias ocasiones en que, en medio de una acción tan breve como limpiar una gota de sangre en un escalón transcurren un montón de páginas, porque el pensamiento es más veloz que cualquier acción, que el sonido, que la luz.

Es algo que va mucho más allá de alusiones concretas o citas a cargo de uno u otro de los personajes -como puede haberlas, de vez en cuando, a alguna película de Mitchell Leisen o de Billy Wilder, a Sophia Loren o Jayne Mansfield-. Es más bien que yo me sorprendía, una vez más, leyendo el segundo volumen de Tu rostro mañana exactamente de la misma manera que veía una vez más North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959), Vértigo (De entre los muertos, 1958), The Man Who Knew Too Much (El hombre que sabía demasiado, 1955/6), Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) o Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966). Es más, tanto en el Hitchcock más maduro como en las novelas de Javier a partir de El Siglo (1983) y El hombre sentimental (1986), y muy particularmente en las cuatro últimas, Los enamoramientos (2011), Así empieza lo malo (2014), Berta Isla (2017) y Tomás Nevinson (2021) esta técnica de creación del suspense ha pasado a centrarse progresivamente en lo que creo podría denominarse una tensión moral, que llega a un máximo en la resolución del dilema de cuál de las tres mujeres sospechosas debe escoger Nevinson como más probable culpable y ejecutarla o hacerla ejecutar.

Miguel Marías

P.D.- Tal vez sea oportuno añadir un párrafo acerca de la relación de Javier Marías con el cine real. Aparte de escribir con nuestro primo Ricardo Franco (1949-1998) el cortometraje Gospel (1969) y el largo El desastre de Annual (1970), Javier se negó a participar en la adaptación de sus escritos, encontrando latoso escribir con otra persona y muy aburrido tratar de pasar algo ya escrito a otro medio de expresión. Y no tuvo suerte: El último viaje de Robert Rylands (1996) de Gracia Querejeta, «adaptada» con su padre y productor Elías, le pareció un falseamiento de su novela Todas las almas, y pasarse años de juicios y recursos no le sirvió de nada: pese a ganar todos, en sus sucesivas ediciones «caseras» y emisiones televisivas, a despecho de lo sentenciado, se siguió anunciando con su nombre y el título de su novela. Y aceptó que Wayne Wang adaptase un relato corto suyo, Mientras ellas duermen, porque le habían gustado mucho dos películas neoyorkinas suyas, Smoke y Blue in the Face (ambas de 1995), pero la japonesa Onna ga nemuru toki (2016) le decepcionó.

Fotografía cedida por la familia.