El año que escoge el protagonista para iniciar el recuento de su errancia, cuando recala en un país al norte del mar Caribe cuya capital lleva el nombre de Dawaschuwa, es 1969. Lo cual, desde la lectura que hago hoy, a mis treinta y siete años (y ahora caigo en cuenta de que la novela de Balza tiene mi edad), es un año muy significativo. Atrás acaban de quedar los entusiasmos del Mayo francés, que muy pronto se disolverá y terminará convertido en apenas un paréntesis del periodo de los Trente Glorieuses; o la decepcionante experiencia de la primavera de Praga, que junto al afianzamiento del imperialismo ruso condujo al primer cisma dentro del mundo intelectual que hasta ese momento había apoyado de manera irrestricta a la Revolución cubana; o, en la órbita más lejana de la guerra fría, la llegada del hombre a la Luna.
En el caso de la intrahistoria venezolana, 1969 es el año también de la «pacificación», término con el que se conoció la derrota de los grupos más radicales de la izquierda en Venezuela y la posterior incorporación de sus intelectuales, escritores, profesores, artistas y exguerrilleros en el aparato cultural del estado petrolero. Año bisagra que daría paso a la década de los setenta, esa que un escritor venezolano famoso en aquel entonces (o, en todo caso, que era leído en aquel entonces) llamó «la década miserable».
La pacificación alcanzada al final de la «década violenta», como se llamó candorosamente en Venezuela a los años sesenta, tuvo su equivalente en el campo de la cultura y en la literatura de los años posteriores. Si nos centramos en la batalla, en términos de posicionamiento intelectual, entre el premio Casa de las Américas, de Cuba, y el Rómulo Gallegos, de Venezuela, vemos que en la década del setenta parece obvia la «victoria» de este último. La entrega del galardón, en las tres primeras ediciones del premio, a las novelas de Mario Vargas Llosa (1967), Gabriel García Márquez (1972) y Carlos Fuentes (1977) fue clave en el afianzamiento del fenómeno boom de la novela latinoamericana, a la vez que le otorgaba a Venezuela una posición de avanzada como una democracia próspera que sabía congeniar la producción de riqueza y el reconocimiento a la libertad creadora de artistas y escritores sin importar su tendencia política.
Como para reforzar esta inclinación de la balanza, en 1975 se inaugura en Caracas el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG), que no sólo dota de una sede moderna al ya prestigioso premio de novela, sino que además, a través de los talleres literarios que auspicia, se convierte en la plataforma donde se consuma la transformación o pacificación de la literatura venezolana del período. Al menos en los términos del alcance social que se le otorga al hecho literario, que lleva a los escritores de entonces a volcarse hacia una experimentación formal que prescinde (o eso pretende) del lector y de todo condicionamiento político o comercial.
José Balza atraviesa todos estos años con el aura o la lejanía irreductible que es su marca de nacimiento en el Delta del Orinoco. Una conciencia del lenguaje y un abordaje de los hechos históricos que lo ha llevado de forma constante, desde Marzo anterior, su primera novela publicada en 1965, a filtrar los embates de la realidad a través de los tamices del mito y el sueño. Su afinidad «solar» (por usar un adjetivo caro a su escritura) con la naturaleza conecta su prosa y la espiral de sus tramas con deidades abstractas que arrastran a sus personajes por impulsos que son tanto eróticos como metafísicos (de allí su visión del sexo como experiencia mística y de la estética como experiencia sensual). El río en Setecientas palmeras plantadas en un mismo lugar o la montaña en Percusión, serían dos ejemplos de estas deidades naturales. En esta última novela, atravesar la montaña para entrar en la ciudad de Caranat es el paso vegetal que propicia el desdoblamiento del narrador, por virtud del cual recupera su juventud. Dislocación del tiempo y de la identidad y rencuentro de versiones de sí mismo en el presente absoluto de la escritura (de la espesura).
Como en un sueño, Balza mezcla los registros conocidos y los difumina haciendo uso de nombres, atribuciones y signos exóticos. Caracas se convierte en Caranat, mientras que la montaña el Ávila asume sus leyendas y acoge volcanes en sus entrañas. Y sin embargo, en Percusión persiste una verídica zona popular, de enlace entre la urbe y el mar, llamada Catia. La sensación de extrañamiento se hará más aguda con los desplazamientos del personaje, desde Caranat hacia algún país de Centroamérica, también rodeado de volcanes. Dawaschuwa, la capital de este país, se emparentará con la ciudad de Guatemala y también con Managua, ya que en algún momento aparecerá un personaje llamado Evaristo Cardibal, un sacerdote socialista que ha fundado una comunidad religiosa al interior de aquel territorio y en el que es inocultable la referencia al poeta, sacerdote y utopista Ernesto Cardenal.
Estos enmascaramientos un tanto ingenuos refuerzan, sin embargo, la autonomía del mundo ficcional en Percusión, en el que una neblina verbal, a veces de un lirismo perfecto, otras, de un manierismo excesivo, y en otras ocasiones de una concreción de cuentista, se interpone entre la novela y el mundo que evoca. Aquí serán las coordenadas temporales las que ayuden a fijar y hacer avanzar el relato. 1969, 1978, 1990, 2005, por ejemplo; años concretos en los que se desarrollan las acciones en unas atmósferas cuya consistencia se deshace a la menor distracción del lector. O que sólo abren sus puertas milagrosas al lector atento, como le sucede al protagonista frente a las torres míticas de Szamarkand.
Esta cadena temporal, al proyectarse más allá de los límites impuestos por el contexto de escritura y publicación originales de la novela, se yergue hacia el futuro como el puente imaginado por los surrealistas, ese que surge de los intersticios de la realidad y que conecta la historia y los deseos. O el marxismo y el psicoanálisis, como trató de sintetizar Breton en la época del segundo Manifiesto. El protagonista de Percusión participa de la gestación de un movimiento revolucionario que, en su dimensión ficcional, replica o acompaña en simultáneo a la revolución sandinista que por los mismos años se consolida en Nicaragua. Como todo en Balza, la aproximación del personaje al movimiento histórico será oblicua, a través de la relación que mantiene con su pupilo, mezcla de hijo y amante, Harry, a quien ha contemplado crecer desde «el barro hasta la inteligencia».
Harry claudicará en sus principios revolucionarios y se entregará al bando enemigo, burgués y capitalista, por la obsesión por una mujer. Doble decepción, amorosa e ideológica, que lo expulsará de Dawaschuwa, donde el narrador ha permanecido quince años, y lo hará seguir camino hacia otras tierras en busca de una utopía cada vez más individual.
Los emplazamientos «reales» y ficticios se mezclan en el recorrido del personaje. México, una isla utópica que parece sacada del onceno tomo de una edición apócrifa enciclopedia británica, La Haya, Ereván y Szamarkand (Samarcanda) se suceden de manera vertiginosa. ¿Qué busca el personaje de esta novela? Ya no es el contacto con la tierra, representada en Dorotea, la abuela de Harry. Ya no es la Revolución, encarnada y vaciada de sentido por el propio Harry. Desde el principio no es Caranat, de donde ha sido expulsado por el desamor de otra mujer, Nefer. No es tampoco el erotismo, la exaltación pura del sexo, que ha encontrado y perdido en el cuerpo enfermo de Janneke. No es ni siquiera la técnica memoriosa de Giordano Bruno, cuya obra lo acompaña a lo largo de su periplo.
Es todo esto y algo más. Pero, ¿qué?
La respuesta está en el propio inicio del viaje y de la lectura: la «infalible percusión». El latido que resume todo. El sonido del origen que lo lleva de vuelta a Caranat y a su juventud, pero con la memoria de lo vivido: «Al recordar, al ubicar todo desde el futuro, hallaremos la infalible percusión: los hechos hablan un solo lenguaje, los hechos no se esconden puesto que, siempre, dicen su unidad. Cuando sepamos leerlos, seremos lúcidos. Pero consume la vida valorar cada latencia y cada significación».
El emblema de esta búsqueda, la caja de resonancia de esa «infalible percusión», en la novela de Balza, está definido y reaparece con distintos nombres a lo largo del recorrido vital del personaje: «la percusión de un sentido corporal en otro, de un estrato visual en las piedras, de un cielo en las integraciones mentales: la percusión de un vínculo que une muerte y aire, oscuridad y carne vegetal: las montañas».
Son las montañas volcánicas de Caranat que el narrador rencuentra en Dawaschuwa y en las distintas etapas del viaje, hasta llegar al legendario monte Ararat. Será este encuentro con la montaña bíblica y con la poesía del poeta armenio Egiche Tcharentz lo que le revelará el destino circular de su búsqueda: «Ahora vengo con el monte Ararat dentro de los ojos, en el corazón: su certeza terrena me indica que llegaré a Caranat».
La identificación de Caracas con Ararat, que se trasluce en el topónimo «Caranat», implica una transferencia de toda la fuerza simbólica de la ciudad hacia lo que ha sido su única arquitectura constante y fiable, la única no creada por las gentes que allí se asentaron, sino más bien heredada como un lujo inmarcesible: el Ávila. La cadena montañosa que separa y protege a la ciudad del mar y le da el fundamento de su condición de valle. Hay que recordar que al principio de la novela, junto al motivo del despecho amoroso por Nefer, el narrador hace un diagnóstico de las condiciones espirituales de su país que lo empujan a irse a la aventura:
Mi país, con sus ciudades absolutamente actuales, carece de inclinación histórica, de culto por la memoria y de exploraciones hacia el pasado. Su existencia resume una línea siempre iniciándose. Cualquiera, allí, tendría vergüenza por no ser joven o por recordar. Así se ha realizado su evolución, su pedagogía y sus proyectos. Los gobiernos, dominados por imitaciones, acentúan tal tendencia a lo inicial, a lo fragmentario, para traicionar así todo intento de continuidad mental. Muy joven (estando aún en Caranat, al inicio de mi amor por Nefer), y de algún modo orientado por gente que fue sacrificada o que murió en el exilio, advertí ese rasgo nuestro y quise oponerme.