Esta oposición del narrador a las fuerzas disgregantes del entorno se manifiesta a través de la apropiación del pasado cultural de Occidente, con lo que el protagonista se pertrecha de una nueva y antigua memoria sin saber que, al mismo tiempo, se está dando a sí mismo el mapa que lo guiará cada vez que los desengaños amorosos y políticos lo lleven a seguir su camino.

De modo que la peregrinación conduce no sólo a los lugares míticos, como el Ararat, sino también a los poetas que los han cantado, como es el caso de Egiche Tcharentz, cuya existencia yo ignoraba hasta encontrarla en Percusión (de hecho, la sigo ignorando: es apenas un nombre que, por cierto, no ocupa más de dos o tres vínculos en la infinita internet).

Esta referencia me lleva a otro poeta, este sí mucho más conocido, que también hizo de Armenia y del monte Ararat el lugar de una peregrinación muy íntima. Hablo de Ósip Mandelstam, quien estuvo allí entre mayo y octubre de 1930. El viaje fue una revelación para Mandelstam. Una revelación buscada y presentida, pues el poeta ruso tuvo muy claras las razones para estar allí. Armenia fue no sólo el primer país en la historia en asumir el cristianismo como religión oficial, hacia el año 301 d. C., sino que durante el siguiente siglo su idioma fue fijado de una vez y para siempre por el sabio Mesrob Mashtots. Como lo afirma Gueorgui Kubatián, en el prólogo a Armenia en prosa y en verso, de Mandelstam, «La lengua armenia dejó atrás a sus parientes próximos en épocas inmemoriales, y dentro de la familia indoeuropea constituye un grupo aparte, en solitario». Una isla, podríamos decir. Un reducto de cristianismo originario, es decir «la segunda fuente de la cultura europea, comparable en potencia con la Antigüedad clásica», como señala también Kubatián, para explicar la fascinación de Mandelstam por Armenia.

¿Conocía José Balza a profundidad la obra de Mandelstam cuando escribió Percusión? Aunque es fama su erudición y curiosidad casi infinitas, me gustaría imaginar por un momento que no. Sé que yo, por ejemplo, aún no había leído Percusión cuando escribí en el año 2006 un cuento titulado «En la hora sin sombra», que relata la historia de un muchacho que se pierde durante algunos días en el Ávila. El relato está incluido en la antología Fervor de Caracas, en la sección subtitulada «El paisaje, el mar, la montaña» y es, en el fondo, mi versión agreste del tema del doble. En él, la montaña, al igual que en Percusión, es el túnel de carne vegetal el que propicia el desdoblamiento. La escisión del personaje que, desde ese momento en adelante, sólo concibe la posibilidad de su reunión a través del umbral de la montaña.

El Ávila, en la narrativa venezolana de los últimos años, reaparece cada tanto para recordar a los habitantes del valle de Caracas que todo puede empeorar y que siempre hay un consuelo. La majestuosa indiferencia de la montaña es el eterno punto de contraste de los asuntos humanos que discurren en sus faldas. Está como dios salvaje en la narrativa sobre el deslave del estado Vargas en 1999, cuando las fuertes lluvias desataron un lodazal en el costado de la montaña que da al mar Caribe, que acabó con miles de vidas. Está como espacio fantasmagórico en los cuentos góticos de Israel Centeno, en Criaturas de la noche (2000), donde la montaña da paso a una dimensión rural y fantasmal de la ciudad. O, más recientemente, como amenaza latente, una Ola detenida, según el título de la novela de Juan Carlos Méndez Guédez.

Lo que en la novela de Balza es el desdoblamiento de un solo individuo, alcanza una escala colectiva en el marco de las transformaciones que ha vivido Venezuela en las primeras dos décadas del siglo xxi. La trama de Percusión se proyecta hasta el año 2005, trazando una realidad que es al mismo tiempo apocalíptica y altamente tecnológica. Este coqueteo con la ficción prospectiva tiene en Balza momentos de extrema lucidez, como su anticipación del VIH en la extraña enfermedad que acaba con la vida de Janneke, por ejemplo. Así como proyecciones futuristas que se alejan cruelmente de la realidad de la Caracas de hoy, como son los taxis aéreos que transportan el equipaje del protagonista cuando al fin regresa a su ciudad.

Estos aciertos y desaciertos, como sucede en la narrativa de ciencia-ficción, o que asume algunos de sus rasgos, son secundarios con respecto a la lectura de aspectos menos coyunturales, como la propia decisión de partir del protagonista y la restitución de su juventud a través del portal abierto entre las torres de Szamarkand. Fisura que lo sitúa, como al Juan Dahlmann del cuento El Sur, de Borges, antes dos finales: el de su muerte en la diáspora al culminar el viaje, o el de la posibilidad mágica de un nuevo comienzo en la tierra de origen.

En el contexto del siglo xxi, después de que Venezuela se convirtiera durante algunos años en el laboratorio de un nuevo experimento utópico, donde las estructuras fundamentales del país fueron arrasadas, y toda su fisonomía, iconografía y arquitectura fueron desmontadas sólo para ser sustituidas por la iconoclasia del vacío y la postergación, el impulso del personaje de Balza, de partir para embellecerse en la lejanía, se ha convertido en el dilema de toda una nación.

La dimensión de la crisis actual la brinda, entre otros factores, el inédito movimiento migratorio de venezolanos fuera de sus fronteras, el más grande en la historia del país y de América Latina, según lo afirmó ACNUR en un informe de 2018. Esta decisión de partir, tomada de forma conjunta a lo largo de los últimos años con distintos niveles de previsión y desesperación, ha hecho de los venezolanos un solo cuerpo angustioso, desgarrado y fragmentado. En El fin del «Homo sovieticus», Svetlana Aleksiévich dijo que los millones de rusos que vivieron bajo el imperio de la Unión Soviética crecieron y murieron y sobrevivieron con una sola memoria inmensa, compartida: la memoria del comunismo.

Como sucede con grandes conmociones nacionales, la memoria compartida, traumática, de los hechos ha escindido a Venezuela en dos mitades, o en dos versiones de sí misma que persisten a cada lado de la montaña. La Venezuela del exilio y la Venezuela de los que permanecieron en el país. Las «dos Venezuelas» de las que hablaba Mariano Picón Salas en su ensayo canónico Formación y proceso de la literatura venezolana, de 1940. Allí, Picón Salas hace referencia a las episódicas dictaduras de nuestra historia que han producido en cada ocasión su colonia de expatriados, cuya condición de exiliados políticos solía estar asociada en la mayoría de los casos al ejercicio intelectual. Lo cual, a su vez conducía a una fragmentación de las vivencias y de los modos de representación del venezolano, y también a la posibilidad de una nueva literatura. El libro de Picón Salas se sitúa en esa encrucijada y lanza como un reto al porvenir el seguimiento de «la trayectoria de esas dos Venezuelas», la de los que permanecieron atados a la tierra natal y la de los que buscaron la vida bajo otros cielos, y ve allí «el tema para un historiador o un novelista futuro».

No me parece arriesgado, a esta altura, afirmar que en obras como la de José Balza se asume ese reto e ideal estético propuesto por Picón Salas: el seguimiento, desdoblamiento y la reunión de las dos Venezuelas.

Yo sólo introduciría un ligero cambio en los términos. Pues en Percusión, José Balza novela el pasado y el presente, pero también lleva su escritura visionaria hasta una claridad nueva y distinta, cumpliendo a cabalidad con esa definición de Joseph Conrad del novelista como un «historiador del futuro».

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