POR AGUS MORALES

Los cronistas o periodistas o como se nos llame ahora somos cobardes y científicos: nos fijamos en una pequeña parcela de la realidad e intentamos contarla, abrumados y con miedo en el cuerpo, incapaces de imaginarnos cómo sería contarlo todo —de un país, de una guerra, de una pandemia. Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) sí se lo imagina, y encima lo hace. Lo último en lo que se ha fijado —lo último que ha renombrado— es un continente entero: Ñamérica, o sea, Latinoamérica menos Brasil. Y lo que ha escrito, justo medio siglo después de la publicación del celebrado Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano —nada en Caparrós es casual—, es un libro para aprender y desaprender un continente que no está acostumbrado a que piensen en él en serio. 

Pequeñas historias. Darwin Urbina, muerto en la fallida revolución contra el orteguismo en Nicaragua. Una joven exguerrillera, Xiomara, enamorada del AK-47 que tuvo que entregar durante el proceso de desarme de las FARC. El viejo chamán que convierte su magia en un show para el viajero que remonta el río Paraguay. Amaranta, muxe de Juchitán que tomó su nombre de la Amaranta Buendía de Cien años de soledad. Duki, cantante de trap que no vende trap. Evo Morales cuando no era Evo Morales pero ya hablaba como Evo Morales. El Chala, un chico que juega un partido de prueba para entrar en Boca Juniors y que mete un gol por la escuadra —al ángulo—, pero el entrenador no lo ve y se queda fuera. Un tal Juanvilloro, críptico apodo del escritor mexicano Juan Villoro, para que no nos demos cuenta. Danilo: le mataron a un hijo pero no quiere violencia y está en una escuela de boxeo para jóvenes en Caracas para que no haya violencia. Lily, una de las Four Wives, cuatro mujeres que se unieron para ofrecer turismo de calidad, cool, en La Habana. Y muchos ricos que prefieren no decir su nombre. 

Es el comienzo de una conversación ya inevitable sobre la unidad y divergencia entre los países ñamericanos, que se aplazaba por pereza, por instalarse en los lugares comunes

Grandes explicaciones. La incapacidad de imaginar un nuevo sistema, en Ñamérica y en el mundo: el aburrido triunfo de lo que Caparrós llama «la democracia encuestadora». La corrupción, el populismo y sus malentendidos. El repensamiento de un continente que se supuso rural y que hoy es «un entramado de ciudades». La violencia y su negación: Caparrós nos puede convencer, a la vez, de que Ñamérica es el continente más violento y más pacífico del mundo. La identidad de género. Los feminismos, sus triunfos, su fuerza. Los feminicidios en México. La droga y sus series. La lengua castellana, hecho cultural que sostiene el libro y cuyas palabras no siempre unívocas casi le cuestan a Caparrós un susto con un comandante de las FARC. El imperio maya, el imperio azteca, cómo se recuerdan ahora. El reconocimiento del dolor de los «pueblos originarios» y, a la vez, la crítica de ese concepto, que es «perfectamente conservador: otra tentativa de congelar la historia en un punto preciso y convertir ese momento en esencia, lo inmutable». El colonialismo español, sus genocidios y sus herencias. Economía, mucha economía. Pobreza, sus correcciones y su permanencia. México, El Alto, Bogotá, Caracas, La Habana, su Buenos Aires, Miami, Managua. El latido de un continente que siempre significó futuro y que ahora ya no sabe qué significar. 

Pese a sus 688 páginas —otras veces Caparrós ha escrito más largo—, es un libro corto para cubrir todas esas pequeñas historias y grandes explicaciones. Y, sin embargo, al acabarlo da la sensación de que ha agotado todos esos temas, aunque sea mentira. En esta crónica caparrosiana está la crónica pura —un oxímoron, porque la crónica es mezcla de géneros—, el ensayo para llevar la contraria a todos —incluido a él mismo— y la poesía, que no son solo los versos que salpican el texto, sino el ritmo, el río de palabras, la puntería léxica. Es una crónica mestiza —como Ñamérica— puesta al servicio del periodismo: al servicio de que entendamos algo, o de que al menos nos lo preguntemos. En El Hambre, por invocar otro de sus libros fundamentales, ya intentó con el mismo método algo quizá más imposible: recorrer medio mundo para explicar los mecanismos que hacen que millones de personas no coman lo que necesitan. 

Me asalta la tentación de decir que Ñamérica es el libro que mejor cuenta Ñamérica, que es la última palabra sobre un continente que necesitaba ser revisitado después de lo de Galeano, que es la crónica definitiva sobre América Latina. Todos esos clichés. Invitan a ello su monumentalidad, su arquitectura perfecta —pese a estar hecha de retales, de historias de aquí y allá, de ayer y de hoy— y su exhaustividad casi irritante sobre una región que, como todas, no se acaba nunca. Pero me parece que escribir esas cosas sería ir contra un libro que, en realidad, tiene un espíritu abridor, como diría él. Es el comienzo de una conversación ya inevitable sobre la unidad y divergencia entre los países ñamericanos, que se aplazaba por pereza, por instalarse en los lugares comunes. Quizá es lo mejor que se puede decir de un libro: que empiece algo. A mí me ha dejado conocimiento, dudas, algunas risas. Pero, sobre todo, me ha permitido pensar de otra manera sobre cosas de las que todo el mundo parece que habla: el narcotráfico —esto me lo esperaba más—, el reguetón —esto me lo esperaba menos— o las supuestas clases medias y las olvidadas clases trabajadoras, que quizá sean lo mismo.

Hay libros que cuentan la historia reciente de China o de África —algo, también, imposible— y que están cerrados en sí mismos. Sus conexiones con lo de fuera son solo las injerencias de una u otra potencia extranjera, las consecuencias de su pura situación geográfica, del hecho de estar en una parte del mundo. Ñamérica no. Ñamérica es un libro abierto al mundo. No necesita para ello trazar paralelismos entre, digamos, México y Bombay, aunque los haya y Octavio Paz los convirtiera en poemas cuando estuvo de embajador en la India en la década de 1960. Seguimos el ritmo de la prosa caparrosiana, que se pasea por tantas ciudades ñamericanas: vemos rostros, oímos ruidos, olemos mezclas y, de pronto, sin darnos cuenta, nos sumergimos en una reflexión honda sobre el capitalismo y sus eructos, la explosión demográfica y los éxodos urbanos, las ciudades descontroladas, la música y el dinero, la violencia y sus víctimas —otro de los conceptos sometidos a una revisión crítica. A Caparrós le importan tanto las formas de esos fenómenos como sus mecanismos. Por eso, pese a que no nos deje certidumbres, esta es una crónica total, absolutista, casi titánica, un poco tiránica. Imposible. 

Una vez le pregunté a Caparrós si no le consumía saber todo lo que tenía por delante antes de escribir un libro como este. ¿No son proyectos muy ambiciosos? ¿Tiene sentido intentar escalar el Himalaya o, ya que ahora hablamos de Ñamérica, el Aconcagua?

—Esas son las que tiene gracia intentarlo. ¿A ti no te gusta? 

Luego, cuando seguimos conversando, me contó lo que se dice a sí mismo de verdad cuando tiene que intentarlo:

—La concha de tu madre, para qué te metiste otra vez en este quilombo. 

Para nuestro deleite.