Canta, aunque sea prosa, con un tono inconfundible: «¡Oh noche! ¡Oh tinieblas refrescantes! ¡Sois para mí la señal de una fiesta interior, sois la liberación de una angustia!». Baudelaire escribe desde su trono en el palacio de la noche para celebrar la fête intérieure que trae consigo el crepúsculo, espacio de libertad casi plena y lugar sobre el que levanta un imperio poético. Traductor de De Quincey y Poe, y lector de Coleridge, fundadores tal vez de la literatura drogada, sigue la senda de los autores románticos y capitaliza la figura del escritor dado al alcohol y otras drogas que a su vez experimenta en su obra literaria con el poder de la sustancia; luego vendrán Rimbaud, Verlaine, Carroll o Stevenson, pero el padre de esta tradición seguirá siendo el parisino de mirada triste, cuya importancia resumirá Bolaño: «Baudelaire es el poeta. Baudelaire es un paterfamilias».
Casi un siglo después de la aparición de Los paraísos artificiales, en un trayecto que va de 1860 a 1959, William Burroughs publica El almuerzo desnudo. Muchos autores norteamericanos habían cultivado ya la figura del escritor alcohólico: Faulkner, Hemingway, Lowry. El paradigma es el último, Lowry y su célebre Bajo el volcán, pero ni siquiera en ese caso podemos encontrar el salvajismo de Burroughs. Dio cuenta de ello Barry Miles, quien en 1993 publicó su biografía sobre Burroughs con el título El hombre invisible, en español, pues era el idioma utilizado por los niños tangerinos para referirse al novelista, y con ese sintagma, dado que sus rasgos hacían pensar en un hombre próximo a desaparecer. Miles se refería además a las numerosas ocasiones en las que en El almuerzo desnudo se compara el estado del yonqui con el de un fantasma.
Fantasmas, hombres que dejan de ser hombres. En la literatura drogada, que posiblemente sea el subgénero con más alcance de esta literatura de la adicción, abunda ese paralelismo entre adicto y fantasma que ya anticiparon Poe y el propio Baudelaire. Burroughs escribe: «Los días se deslizan, amarrados a una jeringuilla con un largo hilo de sangre…. Estoy olvidando el sexo y todos los placeres corporales precisos, soy un fantasma drogado, gris. Los chicos hispanos me llaman el hombre invisible». Es curiosa esta falta de interés por el sexo, que es la misma que lleva a Matt Dillon, en Drugstore Cowboy, de Gus Van Sant —en la que aparece el propio Burroughs—, a rechazar el sexo y preferir, frente a ello, su dosis. También la que le atribuye Mateo García Elizondo a su protagonista en Una cita con la Lady, cuando este, yonqui en proceso terminal, confiesa que «los placeres de la carne ya no eran lo mío» y termina deviniendo, en claro homenaje a Rulfo, algo parecido —otra vez— a un fantasma.
A partir de Burroughs se consolida en la narrativa este concepto de literatura drogada acuñado por Castoldi en El texto drogado. Con él, además, están los beat. No hay que olvidar que Kerouac murió de cirrosis muchos años antes de que lo hiciera el primero, y que en su obra también hay ecos de ese personaje que muda su identidad mediante la sustancia, al igual que Allen Ginsberg le dedica versos a la bencedrina y al peyote en su famoso aullido. Tras ellos, figuran Bukowski —que convirtió esa figura del escritor adicto en un elemento pop—, Carver y Cheever formando esa constelación tan exportada del realismo sucio norteamericano. A los que se suman Hunter S. Thompson, quizás el más cómico de todos los drogoescritores, Philip K. Dick, trasladando su consumo habitual de anfetamina y LSD a los mundos oníricos de la Sci-Fi, y algunas balas perdidas, plumas raras y solitarias, como Dennis Johnson, James Fogler o, antes incluso, Hubert Selby, que llevó al extremo la oscuridad de su protagonista en Última salida para Brooklyn y cuya segunda gran novela, Réquiem por un sueño, se convirtió en un clásico del cine drogado.
Esta tradición tan robusta en Estados Unidos tiene su equivalente en otras narrativas, con autores como los franceses Vian o Michaux; los ingleses Kingsley Amis o Ballard; el ruso Agueev. Y vinculados a todos los anteriores se encuentran nombres como Anais Nin, Henry Miller o, más adelante, Catherine Millet, esta vez en novelas que reflejan conductas sexuales adictivas.
Con la llegada de los años noventa y el nuevo siglo, se produce en este tipo de literatura un giro relacionado con el cambio experimentado en el consumo de la sustancia y su repercusión social. Obras como Trainspotting, El club de la lucha, American Psycho, Vicio Propio o Vernon Subutex presentan un tratamiento diferente —más ligero, casi pop— de las adicciones y de los adictos, y además conviven con la aparición masiva de discursos vinculados a la narcotemática —de la que voy a prescindir en estas páginas—, un fenómeno que tiene su correspondencia en nuestro ámbito.
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Estos temas aparecen más tarde en el contexto hispánico, si bien existen precedentes a finales del siglo XIX. El influjo francés lleva a un escritor como Alejandro Sawa a convertirse en uno de los primeros malditos de las letras españolas. Iluminaciones en la sombra, su diario póstumo, es un homenaje al «asenjo» referido por Rubén Darío en el prólogo, luz en los últimos días del ciego Sawa. El propio Valle-Inclán, que patrocinó la publicación del diario y luego basó en esa vida su obra cumbre, Luces de Bohemia, firma una de las obras más cercanas a esta literatura drogada: Pipa de Kif. Al lado de Sawa y Valle, claro, el mencionado Darío, cuyo alcoholismo lo convierte en uno de los borrachos ejemplares de la literatura hispanoamericana, y muchos de los escritores hispánicos que integran el modernismo: José del Casal, Gutiérrez Nájera, Villaespesa. También el uruguayo Quiroga, posiblemente el primer narrador de importancia en dedicarle dos cuentos a la droga: El haschich y El infierno artificial.
Va a pasar algún tiempo, sin embargo, hasta que aparezca el Burroughs hispano, la representación literaria de ese salvajismo autodestructivo, que cobra sentido en la figura de Leopoldo María Panero. Germán Labrador resume con acierto la legendaria trayectoria de Panero cuando en Letras arrebatadas lo define, entre los poetas de su generación, como «el que tomó más alcohol de todos ellos, el que más buceó por los abismos, sin duda el que en más manicomios fue internado, el que habitó más calles y fue apaleado más veces que nadie». Poeta adictivo y especialmente excesivo en tiempos excesivos —los años arrebatados de Zulueta y Almodóvar—, Panero va a encarnar la decadencia de su familia hasta tal extremo que incluso la etiqueta de escritor maldito se queda corta. Fue lector atento de Baudelaire, de Lautréamont, de Burroughs, de Ginsberg, incluso reconoció su interés por el denostado Bukowski, y precisamente fueron la poesía y la literatura, la elaboración de una determinada senda poética, las que salvaron los últimos y bufonescos años de Panero: «No hay, / no existe en nadie esa cosa que llaman corazón / sino quizá en el alcohol, en esa / sangre que yo bebo y que es la sangre de Cristo».
El don de la ebriedad del que hacía gala Panero dejó huella en poetas vinculados al realismo sucio, como Roger Wolfe o David González, y en músicos como Bunbury —que en 2023 ha publicado Microdosis, un libro en donde testimonia su experiencia con la psilocibina—. Tras él, llegaron algunos de los primeros prosistas, los noventeros Ray Loriga y José Ángel Mañas, posiblemente los escritores españoles más cercanos a lo beat, con novelas festivas, en donde música y droga se subordinan a la experiencia de la juventud. Este estilo, no obstante, es anterior en el contexto mexicano, en donde Marko Gloz ya habló en los años setenta de la literatura de la Onda para referirse a unos escritores, los onderos, que utilizaban un leguaje juvenil, incorporaban experimentos formales e introducían en su obra música rock y drogas psicodélicas.
El referente es José Agustín, autor de La tumba (1963) y Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973); en esta última novela, escrita en la cárcel, intenta transmitir sus propias experiencias con las drogas alucinógenas: «Y luego emergían —escribe— ojos flameantes rojísimos que se agrandaban hasta transformarse en manos con puñales y en bocas con colmillos sanguinolentos y órganos sexuales carcomidos y aves prehistóricas y murciélagos y moscas y ratas y cerraduras…». Años después, este camino es recorrido por los colombianos Andrés Caicedo, desaparecido tempranamente después de escribir una de las primeras novelas drogadas del contexto hispánico, ¡Que viva la música! (1977), y Rafael Chaparro, autor de Opio en las nubes (1992), una novela de tono surrealista y psicodélico.
A finales de siglo, dos nombres se vinculan de algún modo con esta estética narrativa: por un lado, el chileno Roberto Bolaño, el último gigante de la literatura en español, que prologa Los detectives salvajes (1998) con una cita de Lowry y en cuyas páginas desarrolla una versión de En el camino a la mexicana, una historia en la que su álter ego y el de Mario Santiago, los Carlo y Dean de la novela de Kerouac, son unos camellos románticos que venden droga para financiar su literatura; por otro, el cubano Pedro Juan Gutiérrez, quien publica en ese mismo año de 1998 la primera parte de su Trilogía sucia de la Habana, en la que, pese a sus evidentes limitaciones, consigue crear una estética propia en la línea del realismo sucio norteamericano.
En 1995, Mariana Enríquez da a la imprenta Bajar es lo peor, preludiada por citas de Burroughs y Henry Miller, y ya adscrita plenamente a esta tradición. El protagonista del libro es un joven yonqui, llamado Nerval, que abre sus páginas dándose un pico de heroína. Como mejor amigo tiene a Facundo, un bello y vampírico muchacho que es el motor de las acciones alrededor de la droga, el sexo y casi lo terrorífico, así como la conexión con un tercer personaje, Carolina, que completa el trío bisexual en otro de los motivos que aparecerán en Nuestra parte de noche. Drogas, sexo, terror, los ingredientes de Bajar es lo peor coinciden con la película de Abel Ferrara estrenada justo ese mismo año, Adicción. Preguntada años después, la autora va a sostener que decidió inscribirse en esta suerte de tradición literaria porque «no encontraba nada escrito en castellano sobre ese tipo de temas». Ignoro si Enríquez habría leído por aquel entonces a José Agustín o a Panero, pero en todo caso acierta cuando alude al hecho de que, en el ámbito hispánico, esta literatura del exceso no va a consolidarse hasta los primeros años del nuevo siglo.
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En 2005, antes de que Enríquez se convirtiera en la nueva estrella de las letras hispánicas, y poco después de que Bolaño muriese, se publicó de manera póstuma una de las grandes novelas del siglo XXI: La novela luminosa, del uruguayo Mario Levrero. Esta obra es la cima de la propuesta levreriana: un autorretrato diarístico que combina su adicción a la escritura y a la informática con el consumo habitual de antidepresivos y otros medicamentos que potencian su capacidad de percepción. Levrero estaba muy interesado en la parapsicología, y en La novela luminosa describe una serie de experiencias iluminadoras que ubica en los límites entre la vida y la muerte, muy consciente de estar abriendo nuevos caminos a partir de la tradición anterior: «(…) empecé a considerar seriamente que todo lo que parece ser en Burroughs fantasía producto de la droga, no siempre lo es; y llegué a pensar que ciertos drogadictos, como él y como Philip Dick (y tal vez como yo, salvando las distancias en todo sentido), no deben su obra a la droga, sino que la droga es para ellos el escape imprescindible para poder seguir viviendo con toda esa percepción natural del universo». Tras haber rechazado una última operación, Levrero transcurrió los últimos años de su vida sabiendo que iba a morir en algún momento. Esta particular relación con la muerte, que refleja en la figura de un fantasma, lo pone en diálogo con la última novela de Mateo García Elizondo y las reflexiones que hace en este mismo número sobre muerte, droga y literatura.
En fechas similares, el barcelonés Francisco Casavella publica su trilogía del Watusi (2002-2003). Casavella es otro escritor asociado a cierto malditismo derivado de su cultivo de la vida bohemia y nocturna. Desde su primera novela, El triunfo, muestra sus deudas con Marsé al construir una Barcelona de extrarradio y descampado poblada de personajes pícaros y barriobajeros. En su trilogía del Watusi, elabora el retrato de un protagonista, Fernando Atienza, que en la tercera parte de la obra se define a sí mismo como un «drogadicto» y combina el consumo y la venta de anfetaminas con citas a Quincey, Burroughs o Kerouac, al tiempo que se rodea de pícaros valleinclanescos cruzados con los antihéroes de esta literatura drogada.
Lector de Casavella ha sido siempre Luis Magrinya, editor exquisito en Alba y autor de Intrusos y huéspedes (2005), en donde presenta el diario de un hombre de mediana edad, actor sin demasiada fortuna, que después de un tiempo sin verlo debe vivir otra vez con su hijo adolescente. Teniendo en cuenta que se publicaron el mismo año, resulta llamativo que, como en La novela luminosa, el vehículo narrativo sea un diario —ahora ficcional— y el protagonista experimente con drogas. Dividida en tres partes, un diario inicial, un interludio, y un diario final, en el primer diario se produce la llegada del hijo a la vida del padre, y la aparición de unos amigos que van a cambiar poco a poco la vida del protagonista. En el segundo diario, el hijo es sustituido por sus propios amigos, que además se dedican junto al protagonista a construir un laboratorio de MDMA en el garaje, con el objetivo, ideado por Samantha, de sacarle el máximo rendimiento químico a la sustancia. Configurada a partir de silencios, en Intrusos y huéspedes ya no se presenta al yonqui, sino al pseudocientífico, al clasemediano que experimenta con la posibilidad de un mundo mejor a partir de la sustancia, de su consumo y también de su distribución —en coincidencia con Breaking Bad, estrenada después—. En el clímax de la novela, el protagonista le da una dosis del MDMA casero a su amigo Pablo y este, bajo la influencia de la droga, tiene una alucinación en la que cree ser abrazado por su difunto padre. Fantasmas, como Burroughs; fantasmas, como Levrero.
El referente es José Agustín, autor de La tumba (1963) y Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973); en esta última novela, escrita en la cárcel, intenta transmitir sus propias experiencias con las drogas alucinógenas
Pocos años después, en 2011, el mexicano Julián Herbert publica su segunda novela, Una canción de tumba, que no es sino una autobiografía modelada a partir de varias estrategias narrativas, una autonarración. En ella, el narrador protagonista comparte identidad con el autor y cuenta su vida a partir de la relación con su madre, dedicada a la prostitución y a punto de morir de leucemia. El carácter terapéutico de la confesión le sirve además para revelar sus conflictivas relaciones con las drogas: «He sido adicto a la cocaína —afirma— durante algunos de los lapsos más felices y atroces de mi vida». Con cocaína intenta suicidarse un año antes de conocer a su ya exesposa, Mónica, por la que dice haber renunciado a sus empresas autodestructivas, y a la cocaína añade una adicción al alcohol que en 2019, en su libro mezclado Ahora imagino cosas, le hace confesar: «Ya para entonces mi consumo de alcohol era constante, pero en los dos años siguientes se recrudeció. Perdí a mi familia, mi casa, el auto en cuyo estéreo escuchábamos a The Beatles, las ganas de despertar por las mañanas». Herbert, con una prosa muy estilizada y un tono de descarno autobiográfico —aunque algún crítico desorientado hablara de autoficción—, desnuda todas sus adicciones, lo que lo emparenta con otro escritor español, Daniel Jiménez, que en 2013 publicó Cocaína. En esas páginas, como comenta el propio autor en este dosier, narra su adicción a la cocaína tras la muerte de su hermana en un texto que —a diferencia, otra vez, de lo que la crítica entendió— es puramente autobiográfico. Como autobiográficos son Hasta que puedas quererte solo (2016), de Pablo Ramos, y Black out (2017), de María Moreno; ambas memorias, ambas de escritores argentinos, en las que confiesan su alcoholismo y otras adicciones en textos testimoniales de clara vocación terapéutica. Y autobiográfico es el Pericazo sarniento (Selfie con cocaína) (2017), de Carlos Velázquez, mexicano y fiel lector de José Agustín que incorpora el elemento humorístico a esta otra confesión sobre su relación adictiva con la cocaína.
La adicción ha estado presente, de igual forma, en obras que en esta revista he asociado en otra ocasión con el llamado nuevo gótico latinoamericano: entre ellas, Nefando (2016), de Mónica Ojeda, en la que la ecuatoriana lleva al extremo adicciones relacionadas con el sexo, la informática y también la droga; Malasangre (2020), de la venezolana Michelle Roche Rodriguez, en donde la adicción a la sangre y al sexo está encarnada por el vampiro; y Nuestra parte de noche (2019), en la que, de muy parecida forma, Mariana Enríquez conecta el Nerval de su primera novela con unos yonquis vampíricos, familiares y apocalípticos.
En España, Luisgé Martín publica en 2012 La mujer de sombra, una novela oscura en la que el protagonista camina tras las huellas de una mujer que ha tenido una relación sadomasoquista con un amigo recientemente fallecido. La sadomasoquista es, sin embargo, la tendencia más llevadera de la obra, pues también se sugiere el interés pedófilo del protagonista en escenas de gran altura literaria y compleja lectura. El propio Martín publica en 2022, ya no en formato ficcional, sino ensayístico, ¿Soy yo normal? Filias y parafilias sexuales, libro en el que reflexiona sobre diferentes conductas sexuales y quizás responde a la confesión que otro novelista, José Ovejero, lleva a cabo en 2017 acerca de su adicción al sexo. El libro en el que este último lo hace, Drogadictos, es un recopilatorio de varios textos en los que novelistas consagrados como Juan Bonilla o Sara Mesa hablan de sus experiencias —por pequeñas que sean— con las drogas, el sexo o el alcohol. Adicciones domésticas, pues, en relatos que ya están lejos del salvajismo de los autores de la literatura drogada del siglo XX.
Otros nombres, esta vez de escritores jóvenes, pueden vincularse con esta corriente narrativa: el mexicano García Elizondo, que en la citada Una cita con la lady (2019) presenta a muertito, un yonqui rulfiano que ha llegado a el Zapotal para darse el último chute de su vida; la bilbaína Aixa de la Cruz, autora de Las herederas (2022), en donde perfila a una joven culta y eficiente con la única particularidad de estar enganchada a la cocaína; el leonés Óscar García Sierra, que pergeña en Facendera (2022) un retrato de la droga en la España rural por medio de esos botes de ladrillos vacíos que todo el pueblo consume; y el barcelonés Víctor Balcells Matas, quien en su extraordinaria Discotecas por fuera (2022) combina MDMA, informática y ciberpunk con la extrañeza de la escritura levreriana.
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Cuando escribo estas líneas acaba de publicarse el diario póstumo de Antonio Escohotado, Confesiones de un opiófilo (2023). Escohotado no es solo el gran estudioso de las drogas en español, sino también el símbolo de su desmitificación, el ejemplo de que un erudito puede compaginar la brillantez en el campo intelectual y académico con el consumo habitual —y extendido en el tiempo— de estas sustancias. Su figura y la publicación de este texto personifican el proceso que he sugerido más arriba a propósito de la literatura drogada: el salvajismo de los primeros autores, su aura maldita e incluso proscrita se ha reemplazado en las últimas décadas por obras en las que la droga no entorpece el discurrir cotidiano. Se trata, a su vez, de una nueva sociedad, en la que apenas existe —más allá de cierto estigma— la frecuente censura ligada a este tipo de textos en fechas no tan lejanas, lo que facilita el decir veraz, parresístico, del sujeto que confiesa sin miedo.
En su diario, titulado con ese pequeño homenaje a De Quincey, Escohotado documenta sus experiencias con la droga, y el modo en que escribe sobre ellas, el método y control que manifiesta para consumir MDMA, opio o benzodiacepinas, hace pensar en algo distinto a la adicción. Como ocurre en las obras de Levrero o Magrinya, la adicción deja paso a la autoexperimentación y a la explicación —también en el aspecto sexual, como demuestra Luisgé Martín—, y en ese cambio radica una importante clave de lectura de la narrativa actual. No es que la droga haya perdido totalmente ese aura romántica —en muchos discursos artísticos, como en el trap, todavía se mitifica su consumo—, ni que la adicción haya dejado de ser un motivo literario —como demuestra la cuantiosa producción de autobiografías drogadas—, pero muchas obras y autores ponen el foco en el conocimiento de la sustancia y en sus posibilidades como apertura a nuevos mundos. Con la gótica Enríquez convive perfectamente el analítico Levrero, e incluso en algunos casos se produce el hermanamiento de las dos tendencias. García Elizondo, por ejemplo, es el creador de un yonqui enfermo que vuelve a su particular Comala y, al mismo tiempo, el escritor que experimenta en la selva americana con drogas que le permiten afrontar un contacto diferente con la realidad e incluso una nueva forma de hacer literatura.
Esto último pone de manifiesto la definitiva asunción, en la narrativa hispánica, de una veta temática más explotada hasta hace poco en otras tradiciones. En el siglo XXI, los escritores ya se han liberado de esa angustia a la que le cantaba Baudelaire y afrontan, con la libertad que les brinda una nueva sociedad y un nuevo público, el cultivo literario de esa fiesta interior.