Armaba varios cuadernos a la vez, con meticulosidad de relojero que guarda en cajas de fósforo las rueditas dentadas del tiempo, los diamantes específicos que hacen andar los cronómetros. Los poemas debían leerse en orden consecutivo, como si cada uno fuese antecedente del otro y consecuencia del anterior, y por suma acumulativa aportaran misterios al horno de la creación, hasta alcanzar la totalidad del prodigio imaginario, la unidad que anuncia el título [de cada obra] (Alberto, 2017: 115).
Sus trabajos ensayísticos nunca tuvieron formalmente ese afán de cohesión. Sus prosas teóricas fueron circunstanciales, en el sentido de que la mayoría se compusieron para responder a actos organizados («Esta tarde nos hemos reunido», «Discurso de recepción del Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo», «A través de mi espejo») o exégesis de autores clásicos de su agrado, con los que había algún tipo de identificación o respondían a sus inquisiciones estéticas (Andersen, Lewis, Katherine Mansfield, Gabriela Mistral, Virginia Woolf, Esquemeling, Stevenson, Dickens, Alain Fournier, Perrault, Jean Rhys, Conan Doyle, Wilkie Collins, Bécquer, Cortázar, García Lorca, Lewis Carroll, San Juan de la Cruz, César Vallejo, etcétera). Todos los textos ensayísticos inciden en el carácter unitario de su pensamiento y su actividad literaria. Los juicios que emitió sobre sus innumerables lecturas, de diferentes tradiciones literarias, y sus reflexiones sobre la poesía, la prosa, la escritura y el arte en general, quedan fielmente traspasados por las mismas obsesiones, presupuestos y conclusiones, y redundan en el fundamento de su única preocupación teórica: qué es la poesía —y, por extensión, la literatura—, cómo se crea, quién puede asociarse a ella, qué puede comunicar, para qué sirve, y si su presencia o necesidad es justificable. Para comenzar a desenrollar la tupida madeja que gravita en cada una de esas pesquisas, hay un componente esencial: la precariedad. El hombre escribe porque es precario. Tuvo y no tiene. Perdió la inocencia y trata de recuperarla mediante la mirada del niño. No es casual, por tanto, que muchos de sus comentarios vayan encaminados hacia la literatura infantil y a los autores de textos para los más jóvenes.
La esencia de lo poético gira alrededor de un movimiento centrífugo, en dos sentidos opuestos: hacia delante, el hombre es consciente de sus capacidades, de que sólo le quedan los dones y con ellos debe enfrentarse al reto imposible de la creación; hacia el origen, el poeta necesita hacerse como niño para aplicar el sesgo de la mirada infantil, inocente, sin prejuicios, sin pasado, sin conciencia del horizonte. En ambas direcciones, experimentadas en combinación, se manifiesta la precariedad: es imposible volver a ser un niño y es poco probable obtener éxito tratando de emular al Dios que crea. El reto del poeta consiste, por tanto, en conseguir la meta hacia el inicio y hacia el final extendiéndose en los dos sentidos. Y el resultado aparece signado no por la extensión, sino por la precisión. A veces, es suficiente una palabra para expresarlo todo, para hacer el viaje hacia el pasado y hacia el futuro en una misma dimensión. Eso lo fue aprendiendo Eliseo Diego poco a poco. Sus primeros libros contenían poemas de largo aliento, generosos con las reflexiones y las sensaciones. Más adelante, se convirtió en un «maestro de las formas breves entre poesía y prosa», como ha demostrado María Elena Blanco (1997). Es más, el camino hacia lo breve no partió de la poesía, sino de la prosa. Diego comenzó escribiendo cuentos, e incluso una novela que nunca terminó y que Eliseo Alberto estudió y publicó en parte, en un texto de 2017 que resultó póstumo a padre e hijo: La novela de mi padre. Pero Eliseo llegó a la conclusión, todavía en los años cuarenta, después de leer Grandes esperanzas de Dickens, de que en cada novela hay una síntesis que puede ser contada en poesía. Por eso, decidió finalmente expresarse en poesía, y de ahí nació su primer poemario, al final de la década de los cuarenta. Pero esos poemas de la década de los cuarenta y cincuenta eran fundamentalmente extensos y prolijos, porque «nombrar las cosas» significaba hacer un acopio de maravillas, detalles, dilatadas en el espacio y en el tiempo, cuando la quinta y el barrio significaban un universo asimilable al Paraíso de Adán y Eva, completo e inabarcable, porque ése era el signo de la plenitud.
Sin embargo, con el paso del tiempo, Eliseo derivó hacia menciones esenciales, básicas, primarias. Jürgen Habermas, explicando a su maestro Adorno, asegura que el conocimiento debe «romper la prisión del pensamiento discursivo y terminar en intuición pura» (Habermas, 1990: 259). Para Adorno, las formas breves, como el aforismo o el poema sintético consiguen lo que el habla argumentativa no puede producir: un pensamiento completo, unitario, sin fisuras, ajeno a la contradicción. No se trata de una actitud posmoderna, asociada al fragmentarismo, la escritura fracturada, que descansa en la noción de ausencia de centro. Más bien, al contrario, significa la búsqueda de una centralidad clásica, que va mucho más allá del prurito formal de Gracián cuando anota que «lo bueno, si breve, dos veces bueno». En Diego hay cada vez más, en el conjunto de sus ensayos, un convencimiento singular, ligado a la urgencia de volver al modelo y a la experiencia de la infancia, para conseguir la absoluta madurez y capacidad expresiva. El niño no utiliza un lenguaje progresivo, concienzudamente articulado, sino una o dos palabras, para manifestar exactamente lo que quiere, lo que sabe, lo que siente. El poema «Tesoros», de 1966 (en El oscuro esplendor), llega a simbolizar de un modo absoluto la ansiedad de la síntesis: «Un laúd, un bastón, / unas monedas, / un ánfora, / un abrigo, / una espada, / un baúl, / unas hebillas, / un caracol, / un lienzo, / una pelota» (Diego, 2001: 136). Hay un sentido implícito de posesión (tengo un laúd, un bastón, poseo unas monedas, visto un abrigo, manejo una espada, etcétera) pero el poema evita los verbos y, todavía más relevante, omite cualquier adjetivo. No hace falta calificar: las cosas son, en un contexto metafísico, y eso basta. Y su grandeza reside exclusivamente en su tarea de ser, y de estar siendo, es decir, en su aspecto sincrónico y diacrónico. Ni siquiera hace falta que a las cosas se les dé el brillo de un artículo determinado, que las individualiza y las coloca en una primera línea, visible; basta una presentación indeterminada, porque un baúl es el baúl que yo tengo o tuve, y en función del cual, pronunciando o escribiendo su nombre, adquiero plenitud de creador, que traslada al objeto (ser) directamente a mi definición emocional básica y completa, y lo recupera exacta y absolutamente para mi experiencia.
Los ensayos de Eliseo Diego mantienen unas propuestas teóricas siempre similares, que pivotan sobre las posibilidades del artista para llegar a expresar lo más profundo, lo más claro, lo que más se acerca a la cosa en sí. En algunos casos, lo más pequeño acaba siendo lo más grande. Hay un texto breve, de media página, incluido en el Libro de quizá y de quién sabe (1989), que viene a constituir la continuación, en prosa, al poema «Tesoros». Se titula «Sobre una minúscula palabra» y se trata de un breve apunte sobre la rima LXXIII de Bécquer. Es uno de los poemas más largos del sevillano, pero todo su significado y su fuerza se concentran, según Diego, en una palabra: «aún», que aparece en el segundo verso: «Cerraron sus ojos / que aún tenía abiertos» (Bécquer, 1987: 160). El cubano había leído ese poema en numerosas ocasiones y, hasta el día en que escribió ese texto, casi al final de su vida, siempre había sentido que la fuerza de la rima del español residía en el estribillo que exclama «¡qué solos / se quedan los muertos!» (Bécquer, 1987: 161, 162 y 163). Sin embargo, en esa ocasión, percibió nítidamente que ese «aún» significaba el «último asidero, ya roto, con las frágiles cosas de este mundo, de esta vida» (Diego, 2014: 166).