Lo que crea, entonces, la tensión crítica en el poema no es la soledad en la que quedan los hombres cuando mueren, y van no se sabe dónde, sino la posibilidad, aunque sea mínima, de agarrase a la vida, cuando ya se sabe que no va a ser posible, y el deseo de no dejar el mundo de los vivos. Esa iluminación dota de significado no sólo al poema, sino también al poeta y al lector. Se produce un vuelco radical en el horizonte de expectativas de un lector que aprovecha la experiencia vital y emocional que una palabra escrita un siglo antes evoca. Basta un mínimo detalle para que se produzca el encuentro entre lo real y lo evocado/deseado. Ésa es la quimera en la que vive instalado el poeta, el artista, el «hombre de letras», como anota Diego en su ensayo central «Esta tarde nos hemos reunido», quizá su testamento poético, teórico. En él, se plantea: «¡Qué no daríamos por saltar una sola vez del escenario al ruedo simple de lo real y tocar por fin una piedra de Dios, un pedazo de la decoración, aunque nos hendiese las manos como una brasa! (Diego 2014: 30). Lo real que pasó ya no puede volver, pero el poeta es el único que puede emular el poder divino de la creación y de la visión atemporal de la temporalidad, de la percepción alocal de lo local, por medio de la poesía. La gestión de posibilidades para cercenar la contingencia cronotópica se asemeja así a la que propusieron otros artistas en la misma época que Diego, como el aleph que configuró Borges, con la diferencia que Borges escribe desde la convención de irrealidad que supone la ficción, mientras que Eliseo Diego cree que el milagro poético es alcanzable, por lo que la ficción (la palabra, que no es la cosa) sería una puerta de entrada en la realidad. ¿Por qué o cómo eso es posible? —se plantea Diego. Gracias a lo único que nos queda: los dones. Dios expulsó del Paraíso a Adán y Eva y, con ellos, a todos su descendientes, pero les mantuvo los dones. Y en ellos cifra Eliseo su esperanza:

Digamos ahora que mi convicción es sencillamente que los dones ori­ginarios están en todos los hombres por igual, de modo que la poesía en mí, por ejemplo, no es una excepción, sino una fidelidad. Lejos de conce­birla como una particular lucidez, veo en ella una obstinada decisión del alma. Hubo en el siglo xix un magnífico idiota a quien llamaban «el pintor de los gatos» por sus felices e inagotables iluminaciones de esta sola bestia. Mi vanidad debe apoyarse en superficies para diferenciarme de él, ya que ambos hemos guardado nuestra parte con igual fidelidad vigilante y nada más importa de veras. Ver un gato, mis amigos, es ver un gato. Es visión que bien podría hacerse insondable. Y mantenerse fiel a este único esplendor puede bastarnos (Diego, 2014: 30).

 

Por eso es tan decisiva la mirada en la poesía de Diego: no se puede escribir si no se sabe mirar. Y sólo se sabe mirar si se habilita el doble movimiento centrífugo de sentidos opuestos: hacia el origen, hay que mirar como un niño, con inocencia, y hacia adelante, con la madurez del que quiere encontrar el ser pleno, lo que constituye un reto de dimensiones espectaculares y una empresa titánica. Ahora bien, quien lo consigue entra en el selecto grupo de los seres que alcanzan la plenitud natural:

Entre nosotros y un objeto dado se interpone una proliferante zarabanda de asociaciones, de tal forma que ver un jarro, y no un utensilio, una invención, un recuerdo, es casi una imposi­bilidad y una dicha. Pero quien sea capaz de ver un jarro en toda su virginal realidad no es un hombre de excepción; es simplemente un hombre como debieran ser los otros (Diego, 2014: 30-31).

 

Por eso, en la obra ensayística de Eliseo, además de estar volcada hacia la infancia, hacia el paso del tiempo y hacia las reflexiones poéticas, hay también una postura filosófica y religiosa que trata de poner el valor de las cosas pequeñas, los detalles, las realidades cotidianas sin relieve, en el lugar privilegiado que ha sido establecido por la civilización occidental en la mitad del siglo xx. Los años cincuenta son, por ejemplo, los de las odas elementales de Pablo Neruda, plasmadas en cuatro volúmenes: Odas elementales (1954), Nuevas odas elementales (1955), Tercer libro de las odas (1957) y Navegaciones y regresos (1959). El chileno canta a los calcetines, a la alcachofa, a la cebolla, al día feliz, al hilo, a la madera, al tomate, a la tristeza, al traje, al vino, al aceite, al aroma, etcétera. La oda a las cosas es un resumen de esa filosofía defendida a capa y espada también por el cubano: «Amo las cosas loca, / locamente. / Me gustan las tenazas, / las tijeras, / adoro / las tazas, / las argollas, / las soperas, / sin hablar, por supuesto, / del sombrero. // Amo / todas las cosas, / no sólo / las supremas, / sino / las / infinita- / mente / chicas, / el dedal, / las espuelas, / los platos, / los floreros» (Neruda, 1999: 769-770). Curiosamente, el planteamiento del Neruda de la «épica familiar y popular» es el mismo que el de Eliseo: la mirada de esa poesía de lo cotidiano, de lo simple y lo pequeño, es siempre la del niño. En sus memorias Confieso que he vivido, el Premio Nobel chileno aseguraba:

En las Odas elementales me propuse un basamento originario, nacedor. Que redescribir muchas cosas ya cantadas, dichas, redichas. Mi punto de partida deliberado debía ser el del niño que emprende, chupándose el lápiz, una composición obligatoria sobre el sol, el pizarrón, el reloj o la familia humana. Ningún tema podía quedar fuera de mi órbita; todo debía tocarlo yo andando o volando, sometiendo mi expresión a la máxima transparencia y virginidad (Neruda, 1979: 405).

 

Sólo desde esa ubicación el poeta podrá controlar los potenciales efectos de la oda, que es —según Vicente Cervera— la «dádiva que dona el poeta» a todos aquellos que reciben sus palabras, la cual, para ser entregada, ha de ser primero hallada y luego poseída (2004: 105). La aprehensión de la realidad que se va a entregar como dádiva depende de la mirada del poeta, quien además acaba, como dijo Alain Sicard, «con esa poesía en la que el sujeto del acto poético anula su objeto» (1981: 609). Las cosas son, entonces, el detonante de la poesía, no el propio poeta, como ocurría en épocas anteriores. Eliseo Diego, a diferencia de Neruda, descubre la importancia del entorno desde sus primeras composiciones, y su poética es coherente en todas sus etapas vitales y artísticas, mientras el chileno sólo descubre el mundo exterior después de una época oscura de ensimismamiento. Toda una corriente poética de mitad de siglo se fundamenta en ser de las cosas, como consecuencia del rechazo a los radicalismos de las vanguardias, que experimentaban con otras realidades creadas por el artista. La poesía conversacional, la coloquial y la literatura del compromiso se convertirán en dominantes, justo en el momento en que el cubano está desarrollando su poética de las cosas pequeñas.

Diego asocia la consideración positiva y solidaria de lo circundante con el «vio-Dios-era-bueno» (1991: 382) del Génesis, en su ensayo «A través de mi espejo». Si el mismo creador se congratula de su creación, ¿no va a hacerlo la criatura que está hecha a su imagen y semejanza? Diego habla de «espacios poéticos» (2014: 33), lugares físicos, cosas, entes naturales o creados por el hombre, que justifican su palabra poética, tesoros que eran, en su caso, sus posesiones naturales durante su infancia y que, al perder la inocencia, sólo es capaz de reconquistar a instancias del poder creador de la palabra, deudor del «vio-Dios-era-bueno». Dice el filósofo alemán Ratzinger que la palabra, en el sentido bíblico, es creadora porque está asociada a la razón. De hecho, él interpreta la primera frase del Evangelio de San Juan («En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios») desde el griego logos y no desde el latín verbum. Esa elección no es baladí, porque logos asocia la palabra con la razón:

Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad (García y Blanco, 2013: 33).

 

Este matiz revela varias iluminaciones: que la impronta griega, en la interpretación bíblica, presupone el concurso de una voluntad en la creación y no un simple azar o una necesidad fatal, que la realidad creada participa de la racionalidad divina y que todos los seres —no sólo los humanos— poseen una dignidad original, susceptible de ser considerada. Logos, asimismo, deviene relación. Entre Dios y el hombre ella es «imagen y semejanza», pero entre Dios y las demás criaturas, en un grado menor, también hay semejanza y cierta imagen. Las cosas son «lo que son» por participación, dado que Dios es «el que es» (como dice Yahveh a Moisés en el Monte Sinaí). Y en el hombre, logos es predicable de un modo muy especial, porque es animal racional. Ya Heráclito y Aristóteles (zóon lógon échon, que es a la vez homo loquens y homo sapiens) habían definido al hombre como logos, porque en él la palabra y la razón van unidas (Blanco, 2006: 61-62), lo que implica asimismo relación. El sesgo loquens del logos enhebra las capacidades humanas con las divinas, a escala reducida, y permite al homo ser, de algún modo, creans, en la medida en que puede jugar con las posibilidades que Dios le da a partir de lo ya creado, es decir, las cosas corrientes que, por el hecho de participar en el ser divino, poseen dignidad.