VUELTAS A LO TESTIMONIAL

Es en este contexto que ha de leerse la vuelta a la escritura testimonial y al tema urbano que cifran la experiencia cubana. Estos textos frecuentemente se acercan a la crónica periodística, a novelas de iniciación o novelas policiacas. Todas estas variantes coinciden en destacar la función referencial, como también la seducción más por medio de la trama que por el estilo. Hasta las editoriales internacionales más pequeñas persiguen estrategias comerciales con eslóganes parecidos a los folletos turísticos o a los titulares del periódico. «La novela sobre la Cuba del cambio», por ejemplo. En juego con cuños semejantes, estas novelas llegan a promocionarse como inscripción dentro de determinados subgéneros, tal como es el caso en otras literaturas; se enfatiza aquí una voluntad mimética frente a lo cubano o la preocupación política de las obras en torno al proyecto de nación. En esta voluntad realista se solapan propuestas distintas: desde el realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez en El Rey de La Habana (1999), Animal tropical (2000) y Trilogía sucia de La Habana (1998), a los diarios de Wendy Guerra como Todos se van (2006), Posar desnuda en La Habana (2012) y Domingo de Revolución (2016). Pero también novelas «semiautobiográficas» como La novela de mi vida (2001), o históricas con toque policial como El hombre que amaba a los perros (2009) y la serie policiaca (1991-1998) de Leonardo Padura, para no dejar de mencionar las principales obras promovidas por las grandes editoriales internacionales. En paralelo, vemos también múltiples variaciones de estas escrituras referenciales publicadas por editoriales menores. Tanto las neopoliciacas (Amir Valle), como las novelas históricas o de iniciación (Karla Suárez), hacen uso del testimonio como reflexión de una realidad imperante, anclada en la historia en sí y en las expectativas del lector con respecto al género del texto. La mirada subjetiva hacia el entorno se vuelve esencial y desde la ficción se construye una nueva historiografía, otra historiografía de lo no-contado. Silencios (1999) de Karla Suárez, por ejemplo, muestra esa visión personalizada del devenir cubano, narrando la infancia y evoluciones de sus protagonistas y acercándonos a micromundos como la casa, la relación familiar o la escuela, así como a las vías de acceso a lo social. La piel de Inesa (1999) de Ronaldo Menéndez funciona de modo parecido. Desde una multiplicidad de voces puede reconstruirse el testimonio de una época. Las estrategias de supervivencia narradas en El hombre, la hembra y el hambre (1999) de Daína Chaviano y en Paranoia con pachanga (2001) de Rafael López Ramos, que además narra todo el revuelo y las represalias en las artes plásticas a finales de los años ochenta, formarían también parte de este corpus.

Prisionero del agua (Alexis Díaz Pimienta, 1998) retoma el tema de la migración, constante desde los primeros textos «revolucionarios», así como la figura recurrente de los balseros. Aquí la narración emana desde un balsero que, al estar luchando por su vida en medio del mar, ve pasar su vida personal. Todos se van (2006) de Wendy Guerra y Silencios (1999) de Karla Suárez cambian las perspectivas y cuentan el drama de la migración para aquellos que se quedan.

Por otra parte, la vida urbana y marginal es tema en Perversiones en el Prado (1999) de Miguel Mejides, y también en Sentada sobre su verde limón (2004) de Marcial Gala. Es también la calle la protagonista en El Rey de La Habana (1999) de Pedro Juan Gutiérrez, que narra la vida sexual del joven Rey, quien vive en extrema suciedad y violencia en los márgenes de La Habana. Esta última ficcionaliza e incluso parodia el testimonio tradicional recurriendo a una visión escatológica y sirviéndose del estilo periodístico del realismo sucio para narrar aquellas cosas silenciadas y en la sombra. La aproximación a la crónica es también visible en una obra más reciente como Los caídos (2018) de Carlos Manuel Álvarez, en la que la vida en medio de la escasez cifra un relato de la precariedad. Pero no sólo la vida con lo que no hay, sino también el testimonio de la experiencia del exilio empieza a hacerse visible en una narrativa polifónica que se acerca a la crónica, como lo es Turcos en la niebla (2019), de Enrique del Risco. Novelas como El hijo del héroe (2017) de Karla Suárez o Rocanrol (2019) y Llámenme Casandra (2019) de Marcial Gala arremeten contra la homofobia y el machismo del ejército cubano e inscriben la traumática guerra de Angola en la memoria histórica del país. La imagen de la «terrible condición del agua por todas partes» se transforma en una imagen de naufragio, de pérdida de los muros de contención y de experiencias traumáticas.

Ya a las puertas del siglo xxi Jorge Fornet señaló que los narradores contemporáneos que veían «una utopía agotada» estaban «abogando por otra de signo diferente. No ya la del hombre nuevo, sino la de ese no-lugar invisible en los periódicos del día, los libros de texto, los augurios de las cartománticas y las guías de turistas despistados».[6] Es este el impulso que resume la urgencia testimonial en la novela cubana contemporánea. Yendo más allá de esa urgencia mimética, estas novelas cifran la tensión entre una preocupación profundamente ética y su atención a comportamientos «amorales», retornando así a la larga tradición de la novela psicológica. Es quizás ésta la razón del surgimiento y la sobreabundancia del tema de la violencia y lo monstruoso, que se hace más visible en un tipo de literatura menos referencial.

 

LA VIOLENCIA Y LO MONSTRUOSO

En medio de la crisis social y moral de las últimas décadas, la narrativa cubana indaga sobre las dimensiones del desastre. A este respecto Rogelio Rodríguez Coronel destacaba «un desplazamiento hacia el individuo, no tanto hacia las áreas sociales marginales, sino fundamentalmente hacia estados límites»;[7] se exploran los contornos de lo perverso o lo violento.

Destaquemos algunos textos que articulan estas zonas liminares desde donde se piensa el cuerpo y los dispositivos biopolíticos que lo marcan: Animal tropical de Pedro Juan Gutiérrez y Las bestias (2010) de Ronaldo Menéndez. Ambos hacen irrumpir una animalidad desenfrenada, como signo de lo político, en el espacio privado. Igualmente, aunque de manera diferente, lo hace la figura de un gato en Discurso de la madre muerta (2012) de Carlos A. Aguilera (más cercano al teatro o la nouvelle), o las ratas y los cerdos en los textos experimentales de los integrantes del grupo Diáspora(s). Las obras de Gutiérrez, Menéndez y Aguilera reflexionan sobre la relación entre subjetividad, cuerpo y política como base del dispositivo pedagógico revolucionario. El animal entonces da cuerpo a una rebeldía y aparece como aquello que vuelve —ruidoso, abyecto, procaz, agresivo— para recordar la fragilidad sobre la que se arma todo aparato biopolítico.

Las bestias de Ronaldo Menéndez construye una comunidad animalizada compuesta por seres hechos carne, que vendría no sólo a prefigurar una nación regida por la violencia y la depredación, sino que al mismo tiempo funcionaría como territorio de una resistencia. Al actuar más allá de la ley, más allá de la norma, más allá de la sanación y la reproducción del revolucionario, los monstruos postsocialistas y sus cuerpos extraordinarios arremeten contra ese cuerpo pretendidamente objetivable, mesurable y utilizable, que había sido ininterrumpidamente sometido a los proyectos biopolíticos de la Revolución, para convertirse en cuerpos deshechos, opacos y huidizos.

Siguiendo esta línea, la novela La sombra del caminante (2001) de Ena Lucía Portela puede leerse como estrategia de resistencia. La trama en torno a una figura imposible y monstruosa (Gabriela / Lorenzo) se mueve entre dos muertes, dos grandes violencias: un homicidio (doble) de dos instructores de tiro al principio y un suicidio (doble: Gabriela / Lorenzo) al final. El primer asesinato está inscrito en, y lleva hasta sus últimas consecuencias, el aparato biopolítico encargado de promover cuerpos como concreción de un modelo normativo del hombre revolucionario y de eliminar aquellos que se resistan. La segunda muerte, por su parte, significa la liberación final y definitiva de ese sistema, da forma a una resistencia y cancela el proyecto biopolítico a través de una violencia otra. Lo que la novela de Portela propone —el sueño de la revolución produce monstruos— está en consonancia con El imperio Oblómov (2014), de Carlos A. Aguilera.

A primera vista es un bildungsroman en el que Oblómov el Tuerto (un cómico cíclope monstruoso) inicia su narración explicando los motivos de su historia: su odio contra el este, la historia de su único ojo, y la construcción de una torre. Aparecen personajes de lo más variopintos: el mismo Dios bailando el foxtrot, el jorobado doctor Bertholdo con su olfato único, El gran Oblómov con las historias de sus viajes, la delirante Mamushka Oblómov, y una cantante de ópera. En este orden invertido se construye un nosotros versus un ellos —hombres-nada—, donde la «escoria» es aquella gente diferente que tiene dos ojos («a ésos no los queremos»). Como en un espejo deforme el relato deja ver los crueles mecanismos de exclusión de aquellos que no entran en el molde identitario y homogéneo de la construcción nacional. El hombre nuevo oblómoviano estaría atravesado «por el defecto, la ruina total, la redención, la obediencia» y «aunque le faltase un pedazo de cráneo, nariz, hígado o cuello», estaría contento «de presentarse sin miedo ante el otro».[8] En línea con Portela, Aguilera construye un anti-modelo del sueño utópico. Además, aparte del interés en la violencia y lo monstruoso, esta novela condensa muchas de las tendencias de las novelas más recientes que comentaremos al final de este ensayo: la desterritorialización y la fuga del escenario nacional, la ruptura de los ejes temporales y espaciales que organizan el relato, la transformación del género novela así como la importancia de la escritura en sí misma, asociada a un gesto metaficcional. Aun jugando con la forma de la novela, la estructura paródica se revela como su anti-modelo. Más que la típica narración tradicional que correspondería al género novelístico y esa esencia narrativa de la que hablaba Garrandés, se trata aquí de su condición de «instalación» o performance. Tanto en la novela de Portela como en la de Aguilera la escenificación de lo real está basada en una instancia narrativa en crisis y en los monólogos de los personajes entrelazados en el delirio.