POR NANNE TIMMER Y ADRIANA LÓPEZ-LABOURDETTE
A estas alturas del siglo xxi reflexionar sobre la novela puede resultar algo anacrónico tratándose de un género textual que ha estado íntimamente vinculado a la construcción de la nación en el siglo xix. Pensar este tipo de texto en el ámbito cubano de las últimas dos décadas nos permite, sin embargo, observar las nuevas formas de diálogo que establece con el proyecto de nación. Hacer un ejercicio de reflexión de esta índole, además, hace visibles los modos en que el género continúa transformándose, sujeto como está a lógicas transnacionales diferentes a las del siglo xix.

Ahora bien, ¿cómo trazar las líneas de una nueva cartografía de la novela cubana, en la que aparecen un sinfín de novelas, estilos, temáticas, estructuras narrativas y espacios de publicación de dentro y fuera de la isla? Incluso más, la opción por la errancia de géneros, motivos y recursos novelescos, ¿no sería precisamente aquello que rompe las localizaciones y su fijación en dispositivos de mapeos? Para un primer bosquejo de este mapa literario habría que partir, por lo tanto, de su enorme diversidad. En estas últimas dos décadas conviven proyectos novelísticos de autores nacidos en los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta,[1] aunque dicha distinción —como ya sabemos— dice muy poco sobre sus diversas tendencias. Éstas, como veremos, más bien piden ser organizadas transversalmente, en rutas, solapamientos y entrecruzamientos en las que las antiguas certezas y las normas de género —textual y sexual— quedan suspendidas, si no anuladas.

Sin querer ser exhaustivas en nuestra cartografía, este ensayo se propone marcar algunas de estas rutas temáticas y narrativas, aportando un corpus posible de textos y lecturas. Las rutas temáticas nos llevarán del fracaso y el desencanto al mercado y a los cuerpos extra/ordinarios para terminar con la desmitificación de los mitos. Nos interesa aquí no sólo marcar puntos de condensación e intercambios temáticos, sino igualmente las propuestas de escritura y de reflexión metaliterarias, así como la fragmentación e hibridización del género novela.

Más allá del entrecruzamiento de generaciones y proyectos literarios, sería ingenuo desconocer la existencia de algunas miradas literarias hacia lo social y hacia el proyecto de nación marcadamente generacionales. Magdalena López propone que las novelas La novela de mi vida (2001), de Leonardo Padura, Muerte de nadie (2004), de Arturo Arango y Desde los blancos manicomios (2010), de Margarita Mateo, pueden leerse como reflexiones acerca del significado del fracaso de las aspiraciones utópicas tanto individuales como colectivas.[2] No es por casualidad que éstas sean todas obras de autores nacidos en los años cincuenta. «Yoes» que se buscan en retrospectiva, en los restos de lo que nunca fue, en medio de un gran relato colectivo. A través de una subjetividad testimonial sin épica y las travesías del desarraigo se deconstruyen los relatos hegemónicos en torno al sueño de un futuro triunfante. Estas novelas cifran una resistencia ante aquel lema prometedor y tantas veces repetido: «El futuro pertenece por entero al socialismo». Éste también es el caso de una novela como La última playa (1998), de Atilio Caballero, donde el protagonista anciano dedica su vida a erguir árboles para frenar el proceso de la erosión de la isla y a construir un puente que una la isla a tierra firme. El relato del fracaso de la utopía ecológica, como metonimia de un desastre político-cultural, reflexiona en torno al lugar del individuo y a los proyectos personales en contraste con los nacionales-revolucionarios. La última playa además marca el giro de una mirada moderna hacia una postmoderna. En esa línea es imprescindible la crítica que habla de «la literatura del desencanto», que, según Jorge Fornet, llega tarde pero con fuerza a la isla caribeña.[3] Habría que añadir, además, que dicha etiqueta no alcanza para nombrar aquellas obras en las que las ruinas, los restos y la basura constituyen el único paisaje urbano posible. Esta suerte de «neovanguardia de lo residual» no se plantea en términos de nueva doctrina redentora —de una rearticulación de la utopía a partir de lo que de ella queda—, lo que sería familiar a la lógica discursiva de la Revolución, frente a la que estas novelas se distancian. Contrabando de sombras (2002), por ejemplo, de Antonio José Ponte, se mueve en un cementerio, en el escenario de ruinas de vidas como metonimia de una nación arruinada. En «Un arte de hacer ruinas» (1998) ya Ponte había entendido el Estado como constructor de ruinas. La mirada escatológica hace de la ruina, ese lugar residual pero a la vez sumamente estetizado, un vertedero, un cúmulo de cuerpos y materiales obsoletos. Este giro de una estética de la ruina hacia una estética del vertedero aparecerá aún con más fuerza en las generaciones posteriores. Éste sería el caso, por ejemplo, de La autopista. The movie (2014), de Jorge Enrique Lage o las distopías de la ciencia ficción de las últimas décadas. La latencia dolorosa del pasado y el desastre del presente han terminado no sólo con ese feliz tiempo por venir, sino incluso con las ruinas mismas de la utopía. A nuestros pies se despliegan, acumulados e indistinguidos, los restos de lo que no tuvo lugar.

 

DINÁMICAS DE MERCADO

Quedarnos, sin embargo, sólo con el desencanto y el fracaso, como ejes estructuradores de la literatura cubana contemporánea, sería reducirla a mera copia de la realidad socioeconómica y política, y sería además neutralizar no sólo sus capacidades de reflexión y creación de un imaginario literario, sino también su potencial estético-político. El arte no pretende ser ilustración, al menos no el que opta por la apuesta literaria. El mercado, sin embargo, insiste precisamente en ello: la literatura como testimonio de una realidad supuestamente inmediata, armado sobre estereotipos y tópicos que se insertan como commodities para el consumo rápido y sin roces. No es de extrañar, pues, que a más de veinte años del período especial se haya consolidado también el «producto» novela cubana, algunas más bestsellers que otras, que suele vender la experiencia cubana para un lector extranjero, tal como Esther Whitfield definió «la novela del período especial» (aunque después ésta se diversifica).[4] Las editoriales Planeta, Tusquets, Anagrama y Emecé podrían considerarse como las principales en promover este tipo de novelas. La reina del bestseller, Zoé Valdés, marcó con La nada cotidiana (1995) el inicio de esta inserción de la literatura cubana en el mercado internacional: una protagonista narra en primera persona su difícil experiencia diaria en una Cuba desmoronada. La narración consiste en un monólogo interior que en tono emocional y melancólico construye una trama de discursos, poderes y violencias del Estado, articulados a través de relaciones, intrigas y encuentros sexuales. Independientemente de la importancia de una voz nueva, de las reconfiguraciones de la subjetividad y de la desconstrucción del gran relato del «machismo leninismo», esta novela acuña una fórmula comercial de éxito que la propia autora empleará hasta el cansancio en las veinte novelas de su autoría, entre las cuales se encuentran Te di la vida entera (1996), La hija del embajador (1996) y Café nostalgia (1997). En todo caso y más allá del despegue comercial del «nuevo boom cubano» (Whitfield), a partir de fines de los años noventa el panorama novelesco será más diverso y tendrá consecuencias nada despreciables para el espacio literario. Las plataformas editoriales servirán, de este modo, como laboratorio para innovadores propuestas y posicionamientos de figuras de autores y de sus escrituras.

La economía, antes repudiada como mecanismo capitalista y desechable para la revolución, empieza a jugar un papel importante en la cultura cubana justo antes de los 2000. No olvidemos que a estas alturas la literatura publicada en la isla participa apenas de esa esfera; más bien se halla bajo la égida de una esfera institucional en la que el mercado es un actor de mucha menos relevancia que lo político y lo ideológico imperantes. La opción de presentar una novela a una editorial extranjera comienza a ser una estrategia más común en el nuevo contexto socioeconómico de los 2000 en adelante. Si en los años setenta, en Cuba, la literatura testimonial estaba en función de las instituciones estatales en forma de redención del otro silenciado o del realismo socialista, en los noventa empieza a transformarse para servir como mercancía en un mercado transnacional que pide precisamente eso: la referencialidad. En ese dejar de escribir para un orbe cerrado, comenta Alberto Garrandés, ha habido de todo: caer en la trampa de escribir según la expectativa en torno a la idea de Cuba en Occidente o buscar una escritura de acuerdo con los sistemas de ficción literaria en el mundo de hoy. El crítico añade que «el mercado ha devuelto a la narrativa la importancia del argumento, de la seducción por medio del suceso, algo que la devuelve a su esencia misma».[5]